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park

La familia de Park iría a la feria de barcos del día siguiente. Comerían por ahí y quizás luego pasasen por el centro comercial…

Park tardó siglos en desayunar y ducharse.

—Venga, Park —le dijo su padre en tono brusco—, vístete y píntate los ojos.

Ni que Park pensara pintarse para ir a la exhibición de barcos.

—Vamos —intervino su madre, que se retocaba el pintalabios en el espejo del recibidor—. Ya sabes que tu padre odia multitudes.

—¿Tengo que ir?

—¿No quieres?

La madre de Park se estrujó la melena y luego se la ahuecó.

—No, sí que quiero —repuso Park. No era verdad—. Pero ¿y si Eleanor pasa por aquí? A lo mejor puedo hablar con ella.

—¿Pasa algo? ¿Seguro que no habéis peleado?

—No, no hemos peleado. Solo estoy… preocupado por ella. Y ya sabes que no puedo ir a buscarla.

La madre de Park apartó los ojos del espejo.

—Bueno —accedió con el ceño fruncido—. Te quedas. Pero pasa aspirador, ¿vale? Y ordena montón de ropa negra de suelo de tu habitación.

—Gracias —dijo Park. La abrazó.

—¡Park! ¡Mindy! —el padre aguardaba junto a la puerta principal—. ¡Vámonos!

—Park queda en casa —lo informó la mujer—. Vamos sin él.

El padre de Park lanzó una mirada rápida a su hijo, pero no discutió.

Park no tenía costumbre de estar solo en casa. Pasó el aspirador. Guardó la ropa de su cuarto. Se preparó un bocadillo y miró una maratón de Los jóvenes en la MTV. Luego se quedó dormido en el sofá.

Cuando oyó el timbre, acudió a abrir la puerta aún medio dormido. Le latía el corazón a toda velocidad, como suele pasar cuando te duermes profundamente en mitad del día y te cuesta situarte al despertar.

Estaba seguro de que era Eleanor. Abrió la puerta sin comprobarlo.

eleanor

No vio el coche en la entrada y Eleanor supuso que la familia de Park estaba ausente. Seguro que habían salido a hacer las cosas que hacen las familias en domingo. Comer en Bonanza y hacerse fotos con jerséis a juego.

Estaba a punto de marcharse cuando la puerta se abrió. Y antes de que Eleanor se pudiera sentir violenta por lo del día anterior —o fingir que no— Park abrió la pantalla y la cogió de las mangas.

Ni siquiera había cerrado la puerta cuando la abrazó con fuerza pasándole los brazos por la espalda.

Normalmente Park se conformaba con cogerla por la cintura como si bailaran un lento. Pero aquello no era un lento. Era… algo más. Los brazos de Park la rodeaban por completo, él le hundía la cara en el pelo y el cuerpo de Eleanor no tenía donde alojarse salvo pegado al de Park.

Él desprendía calor… Desprendía calor y estaba como adormilado. Como un bebé dormido, pensó Eleanor. (Más o menos. No exactamente).

Intentó volver a sentirse violenta.

Park cerró la puerta de un puntapié y se dejó caer contra la hoja, estrechando a Eleanor con más desesperación si cabe. El pelo, como recién lavado, le caía lacio sobre los ojos, que tenía casi cerrados. Adormilado. Suave.

—¿Estabas durmiendo? —le susurró Eleanor.

Park no respondió, sino que le hundió la boca abierta y le cogió la cabeza con la mano. Estaba tan pegado a ella que no había donde esconderse. Eleanor no podía erguirse ni meter tripa ni guardar secreto alguno.

Park emitió un sonido que procedía de su garganta. Eleanor sentía cada uno de sus dedos. En el cuello, en la espalda… Sus propias manos colgaban inertes. Como si no pertenecieran a la escena. Como si Eleanor no perteneciera a aquella escena.

Él debió de darse cuenta porque se despegó. Trató de secarse los labios con el hombro de la camiseta y la miró como si viera a Eleanor por primera vez desde que había llegado.

—Eh —le dijo. Cogió aire y se concentró—. ¿Qué pasa? ¿Va todo bien?

Eleanor miró la cara de Park, tan empapada de algo que no conseguía ubicar. Él sacaba la barbilla, como si su boca aún la buscara, y sus ojos eran de un verde tan intenso que habrían podido transformar el dióxido de carbono en oxígeno.

La estaba tocando en todos esos sitios que la asustaban.

Eleanor intentó una última vez sentirse violenta.

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Por un instante pensó que había ido demasiado lejos.

No era su intención, estaba prácticamente sonámbulo. Y llevaba tantas horas pensando en Eleanor, soñando con ella… El deseo le había nublado la razón.

Eleanor estaba muy quieta. Por un instante pensó que había ido demasiado lejos, que había cruzado el límite.

Y entonces Eleanor le tocó. Le acarició el cuello.

Park no habría sabido decir en qué se diferenció aquel contacto de todos los anteriores. Ella era distinta. Estaba quieta y de repente se movía.

Le tocó el cuello y luego le recorrió el pecho con el dedo. Park deseó ser más alto y más ancho; deseó que no acabara nunca.

Eleanor procedía con muchísima suavidad. Puede que no lo desease con tanta intensidad como él la deseaba. Pero aunque solo fuera la mitad…

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Así acariciaba a Park en su imaginación.

Desde la barbilla hasta el cuello para bajar luego al hombro.

La piel de Park era mucho más cálida de lo que ella esperaba; su cuerpo, más duro. Como si sus músculos y sus huesos estuvieran a flor de piel, como si su corazón latiese allí mismo, bajo la camiseta.

Tocó a Park con suavidad, insegura, por si la traicionaba la inexperiencia.

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Park se relajó de espaldas a la puerta.

Notó la mano de Eleanor en la garganta, en el pecho. Le tomó la otra mano y se la llevó a la cara. Se le escapó un gemido como de dolor y decidió que ya se avergonzaría de ello más tarde.

Si dejaba que la timidez se apoderase de él, no conseguiría nada de lo que quería.

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Park estaba vivo, ella estaba despierta y aquello estaba permitido.

Era suyo.

Podía poseerlo y abrazarlo. Quizás no para siempre —no para siempre, seguro— y tampoco en un sentido figurado. Sino literal. Y ahora. Era suyo. Y él buscaba sus caricias. Como un gato que te hunde la cabeza bajo las manos.

Eleanor acarició el pecho de Park con los dedos separados y luego le introdujo las manos bajo la camiseta.

Lo hizo porque quería hacerlo. Y porque nada más empezar a acariciarlo como lo hacía en su imaginación, le costaba parar. Y también porque… ¿y si era su única oportunidad?

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Cuando notó los dedos de Eleanor en la tripa, volvió a gemir. Estrechó a Eleanor con fuerza y la embistió, empujándola hacia atrás. Se tambalearon junto a la mesa baja hacia el sofá.

En las películas, esa parte del proceso se lleva a cabo con suavidad o humor. En la sala de Park, solo fue engorrosa. No querían separarse. Eleanor cayó de espaldas y Park se precipitó sobre ella en la esquina del sofá.

Quería mirarla a los ojos pero le costaba mucho teniéndola tan cerca.

—Eleanor… —susurró.

Ella asintió.

—Te quiero —dijo Park.

Eleanor lo miró con ojos brillante y negros. Luego desvió la vista.

—Lo sé —dijo.

Park desenterró un brazo para reseguir las curvas de ella. Se habría pasado así todo el día, recorriéndole las costillas con la mano, hundiéndola en su cintura, acariciando sus caderas y vuelta a empezar. Si tuviera todo el día, lo haría. Si no hubiera tantos milagros por descubrir.

—¿Lo sabes? —preguntó él. Eleanor sonrió, así que la besó—. Tú no eres Han Solo en esta relación, ¿sabes?

—Claro que soy Han Solo —susurró ella.

Le sentó bien oír su voz. Le sentó bien recordar que era Eleanor quien latía bajo aquella carne nueva.

—Bueno, pues yo no pienso ser la princesa Leia —dijo él.

—No te aferres tanto a los estereotipos —repuso Eleanor.

Park le recorrió con la mano el contorno de la cadera y luego deshizo el camino hasta introducir el pulgar bajo el jersey de ella. Eleanor tragó saliva y levantó la barbilla.

Park le empujó la prenda hacia arriba. Entonces, sin pensar lo que hacía, se quitó la camiseta también y apretó el vientre desnudo contra ella.

Cuando Eleanor hizo un gesto de placer, Park perdió la cabeza.

—Puedes ser Han Solo —dijo él besándole el cuello—, porque yo seré Boba Fett. Cruzaré el cielo por ti.

eleanor

Cosas que había descubierto y que ignoraba hacía dos horas:

park

Cuando empezó a oscurecer, Park comprendió que sus padres podían llegar en cualquier momento, que deberían haber llegado hacía rato. No quería que lo encontraran así, con la rodilla entre las piernas de Eleanor, la mano en su cadera y la boca a la altura de su escote.

Se separó de ella e intentó pensar con claridad.

—¿Adónde vas? —le preguntó ella.

—No sé. A ninguna parte. Mis padres llegarán pronto, deberíamos poner un poco de orden.

—Vale —dijo Eleanor, y se sentó.

Cuando la vio allí sentada, tan perpleja y hermosa, Park se abalanzó sobre ella y la obligó a tenderse otra vez.

Media hora más tarde, volvió a intentarlo. Esta vez Park se levantó.

—Voy al baño —dijo.

—Ve —repuso Eleanor—. No mires atrás.

Park dio un paso y miró atrás.

—Yo iré —decidió ella algunos minutos más tarde.

Mientras Eleanor estaba en el baño, Park subió el volumen de la tele. Cogió dos refrescos y echó un vistazo al sofá para comprobar si estaba presentable. Eso parecía.

Ella volvió con la cara mojada.

—¿Te has lavado la cara?

—Sí… —dijo Eleanor.

—¿Por qué?

—Porque me veía rara.

—¿Y querías lavar tu expresión?

Park le dio un repaso igual que había hecho con el sofá. Eleanor tenía los labios hinchados y la mirada más fiera de lo normal. Por otra parte, ella siempre llevaba los jerséis algo deformados y la melena enmarañada.

—Estás perfecta —le dijo—. ¿Y yo qué tal estoy?

Eleanor lo miró y luego sonrió.

—Muy bien —respondió—. Muy, muy bien.

Park le tendió la mano y la atrajo hacia el sofá. Esta vez con más suavidad.

Eleanor se sentó a su lado y se miró el regazo.

Park se inclinó hacia ella.

—Ahora no te vas cortar, ¿no? —le dijo—. ¿O sí?

Ella negó con la cabeza y se rio.

—No —repuso, y luego—: Solo un momento, solo un poquito.

Park nunca la había visto tan relajada. No fruncía el ceño ni arrugaba la nariz. La rodeó con el brazo y ella le apoyó la cabeza en el pecho sin que él la guiase.

—Eh, mira —señaló Eleanor—. Los jóvenes.

—Sí… Oye. Aún no me has dicho. ¿Qué te pasaba ayer? Cuando nos cruzamos.

Eleanor suspiró.

—Iba al despacho de la señora Dunne porque me quitaron la ropa durante la clase de gimnasia.

—¿Quién? ¿Tina?

—Pues no lo sé, seguramente.

—Qué fuerte —exclamó él—. Es horrible.

—No pasa nada —repuso Eleanor. Parecía sincera.

—¿La encontraste? La ropa, quiero decir.

—Sí… Mira, de verdad es que no quiero hablar de eso.

—Vale —respondió Park.

Eleanor le apretó la mejilla contra el pecho y él la abrazó. Ojalá pudieran seguir así toda la vida. Ojalá Park pudiera protegerla del mundo.

Puede que Tina fuera realmente un mal bicho.

—¿Park? —dijo Eleanor—. Otra cosa. O sea, ¿puedo preguntarte una cosa?

—Me puedes preguntar lo que quieras, ya lo sabes. Tenemos un pacto.

Ella le posó la mano en el pecho.

—Tu… forma de comportarte hoy, ¿tiene algo que ver con que me vieras ayer?

A Park no le apetecía contestar. El extraño deseo que lo había invadido el día anterior le parecía aún más inapropiado ahora que conocía la historia.

—Sí —reconoció con voz queda.

Eleanor guardó silencio durante un minuto más o menos. Y luego…

—Tina se moriría de rabia.

eleanor

Cuando los padres de Park regresaron, se alegraron mucho de encontrar allí a Eleanor. El padre había comprado un rifle de caza nuevo en la feria de barcos y quiso enseñarle cómo funcionaba.

—¿Puedes comprar armas en una feria de barcos? —se interesó Eleanor.

—Puedes comprar de todo —asintió el padre—. Todas las cosas que valen la pena, por lo menos.

—¿Y libros?

—Libros sobre armas y barcos.

Como era sábado, Eleanor se quedó hasta muy tarde. De camino a casa, se detuvieron en el jardín de los abuelos de Park, como de costumbre.

Aquella noche, sin embargo, Park no se inclinó para besarla; la estrechó entre sus brazos.

—¿Crees que volveremos a tener la casa para nosotros solos alguna vez? —preguntó Eleanor. Se le saltaban las lágrimas.

—¿Alguna vez? Sí. ¿Pronto? No lo sé…

Ella lo abrazó con todas sus fuerzas. Luego echó a andar sola hacia su casa.

Richie estaba despierto, viendo Saturday Night Live. Ben dormía en el suelo y Maisie hacía lo mismo en el sofá, junto a Richie.

Eleanor habría querido meterse en su cuarto, pero tenía ganas de ir al baño. Lo que significaba pasar por delante del tipo. Dos veces.

Cuando llegó allí, se echó el pelo hacia atrás y se lavó la cara otra vez. Luego pasó junto a la tele sin alzar la vista.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Richie—. ¿Dónde te metes todo el tiempo?

—En casa de una amiga —repuso Eleanor. Siguió andando.

—¿Qué amiga?

—Tina —dijo Eleanor. Cogió el pomo de la puerta.

—Tina —repitió Richie. Le colgaba un cigarrillo de la boca y sostenía una lata de cerveza—. La casa de Tina debe de ser la puta Disneylandia. Nunca tienes bastante.

Ella esperó.

—¿Eleanor?

Su madre la llamaba desde el dormitorio. Parecía medio dormida.

—Bueno, ¿y en qué te has gastado el dinero que te di en Navidad, eh? —quiso saber Richie—. Te dije que te compraras algo bonito.

La puerta del dormitorio se abrió y la madre de Eleanor salió. Llevaba la bata de Richie, un kimono muy hortera de satén rojo con un tigre en la espalda.

—Eleanor —le dijo la mujer—. Vete a la cama.

—Le estaba preguntando qué se ha comprado con el dinero que le di en Navidad —insistió Richie.

Si inventaba cualquier cosa, Richie le pediría que se lo enseñase. Si le decía que aún no había gastado el dinero, le diría que se lo devolviese.

—Una cadena con un colgante.

—Un colgante —repitió él.

Richie le lanzó una mirada turbia, como si tratase de discurrir un comentario desagradable. Por fin dio otro trago y se arrellanó en el sofá.

—Buenas noches, Eleanor —le dijo su madre.