park
Park se fue a dormir temprano. Su madre no paraba de preguntarle por Eleanor.
—¿Dónde está Eleanor? ¿Viene más tarde? ¿Habéis peleado?
Cada vez que la mujer la mencionaba, Park se ponía como un tomate.
—Yo sé que algo va mal —dijo la madre de Park durante la cena—. ¿Habéis peleado? ¿Habéis roto otra vez?
—No —replicó Park—. Debe de encontrarse mal. No estaba en el autobús.
—Tengo novia —declaró Josh—. ¿Puedo invitarla a casa?
—Nada de novias —respondió su madre—. Demasiado joven.
—¡Tengo casi trece años!
—Claro que sí —dijo el padre—. Tu novia puede venir a casa. Si renuncias a la Nintendo.
—¿Qué? —Josh no daba crédito—. ¿Por qué?
—Porque lo digo yo —contestó el hombre—. ¿Hay trato?
—¡No! Ni hablar —dijo Josh—. ¿Y Park no tiene que renunciar a la Nintendo?
—Claro que sí. ¿Te parece bien, Park?
—Vale.
—Soy como Billy el Defensor —declaró el padre de Park—. Guerrero y chamán.
Como conversación no fue gran cosa, pero el hombre no le había dirigido tantas palabras seguidas desde hacía semanas. A lo mejor se temía que el barrio entero asaltara su casa con antorchas y horcas al ver que Park llevaba los ojos pintados…
Sin embargo, a nadie le importaba. Ni siquiera a los abuelos. (La abuela había comentado que se parecía a Rodolfo Valentino, y el abuelo le había dicho a su padre: «Deberías haber visto el aspecto que tenían los jóvenes mientras tú estabas en Corea»).
—Me voy a la cama —dijo Park levantándose de la mesa—. Yo tampoco me encuentro bien.
—Y si Park ya no va a jugar a la Nintendo —preguntó Josh—, ¿me la puedo llevar a mi habitación?
—Park puede jugar a la Nintendo siempre que quiera —replicó el padre.
—Jo —dijo Josh—. Qué injusticia.
Park apagó la luz y se metió en la cama. Se tendió boca abajo, porque no se fiaba de la parte frontal de su cuerpo. Ni de sus manos, si a eso vamos. Ni de su cerebro.
Después de ver a Eleanor, había tardado como mínimo una hora en preguntarse por qué andaba por ahí vestida para hacer gimnasia. Y le había costado una hora más comprender que habría debido decirle algo. Le podría haber dicho: «Eh» o «¿Qué pasa?», o «¿Va todo bien?». En cambio, se la había quedado mirando como si no la conociese de nada.
Se había sentido como si la viera por primera vez.
Y no porque nunca se hubiera preguntado qué aspecto tenía Eleanor debajo de la ropa. Pero siempre creaba una imagen incompleta. Las únicas mujeres que se imaginaba desnudas eran las de las viejas revistas de su padre que, de vez en cuando, escondía bajo la cama.
Aquel tipo de revistas sacaba de quicio a Eleanor. A la mera mención de Hugh Hefner se había pasado media hora perorando sobre la prostitución, la esclavitud y la caída de Roma. Park no le había contado lo de los viejos Playboys de su padre, pero desde que la conocía Park no había vuelto a tocarlos.
Ahora sí podía completar los detalles. Se imaginaba a Eleanor. No dejaba de imaginarla. ¿Por qué Park nunca se había fijado en lo ajustados que eran aquellos equipos de gimnasia? Y tan cortos…
¿Y por qué no se esperaba que Eleanor estuviera tan desarrollada? ¿Ni que tuviera unas curvas tan pronunciadas?
Cada vez que cerraba los ojos la veía. Un corazón pecoso encima de otro, un cono helado Sandy con la forma perfecta. Como Betty Boop dibujada con trazo duro.
Eh, pensó. ¿Qué pasa? ¿Va todo bien?
No debía de estar bien. No la había visto en el autobús de vuelta. Tampoco había pasado por casa de Park después de clase. Y al día siguiente era sábado. ¿Y si no la veía en todo el fin de semana?
¿Y cómo iba a mirarla a partir de ahora? No se sentía capaz. No sin arrancarle el mono de gimnasia con el pensamiento. No sin pensar en aquella larga cremallera.
Madre mía.