eleanor
Park quería que Eleanor examinara los libros con regularidad, sobre todo al salir de gimnasia.
—Porque si es Tina —dijo (se notaba que seguía sin creer que fuera ella)—, tienes que decírselo a alguien.
—¿Decírselo a quién?
Estaban sentados en la habitación de Park, apoyados contra su cama, intentando fingir que Park no la rodeaba con el brazo por primera vez desde que Eleanor le aplastó las cintas. La rodeaba apenas, casi sin tocarla.
—Se lo podrías decir a la señora Dunne —propuso Park—. Te tiene cariño.
—Vale, se lo digo a la señora Dunne, le enseño todas las groserías que Tina ha escrito en mis libros, faltas de ortografía incluidas, y la señora Dunne me pregunta: «¿Y cómo sabes que ha sido Tina?». Se mostrará tan escéptica como tú, pero sin el complicado trasfondo romántico.
—No hay ningún complicado trasfondo romántico —objetó Park.
—¿La besaste?
Eleanor no quería preguntarlo. No en voz alta. Se lo había preguntado mentalmente tantas veces que se le escapó.
—¿A la señora Dunne? No. Pero nos abrazamos a menudo.
—Ya sabes a qué me refiero… ¿La besaste?
Estaba segura de que se habían besado. Y no dudaba de que también habían hecho otras cosas. Tina era tan minúscula que Park podía rodearla con los brazos y estrecharse su propia mano.
—No quiero hablar de eso —replicó él.
—Porque lo hiciste —dijo Eleanor.
—¿Y eso qué importa?
—Importa. ¿Fue tu primer beso?
—Sí —reconoció Park—. Y por eso, entre otras razones, no cuenta. Fue como un entrenamiento.
—¿Y cuáles son las otras razones?
—Era Tina, yo tenía doce años, ni siquiera me gustaban las chicas aún.
—Pero siempre lo recordarás —observó Eleanor—. Fue tu primer beso.
—Recordaré que no tuvo ninguna importancia —afirmó Park.
Eleanor quería olvidar el tema. La voz del sentido común le gritaba: «¡No sigas por ahí!».
—Pero… —continuó insistiendo—, ¿cómo pudiste besarla?
—Tenía doce años.
—Pero es una persona horrible.
—Ella también tenía doce años.
—Pero… ¿cómo pudiste besarla a ella y después besarme a mí?
—Ni siquiera sabía que existías.
De repente, el brazo de Park entró en contacto con la cintura de Eleanor, un contacto pleno. La abrazó contra sí y ella se irguió instintivamente para esconder la barriga.
—Tina y yo somos de dos planetas distintos —dijo Eleanor—. ¿Cómo es posible que te hayamos gustado las dos? ¿Te diste un golpe en la cabeza al llegar al instituto?
Park la rodeó con el otro brazo también.
—Por favor. Escúchame. No fue nada. No tiene importancia.
—Sí que la tiene —susurró Eleanor. Envuelta en los brazos de Park, apenas tenía espacio para moverse—. Porque tú has sido la primera persona a la que he besado. Y es importante.
Park apoyó la frente contra la de Eleanor. Ella no sabía qué hacer con los ojos ni con las manos.
—Lo que pasó antes de conocerte no cuenta —afirmó él—. Y no me puedo imaginar un después.
Ella negó con la cabeza.
—No digas eso.
—¿Qué?
—No hables de después.
—Quiero decir que… quiero ser el último en besarte… Eso ha sonado mal, como una amenaza de muerte o algo así. Lo que intento decirte es que tú eres la definitiva. Eres la persona con la que quiero estar.
—No digas eso.
Eleanor no deseaba oírle decir esas cosas. Había querido presionarlo pero no hasta ese punto.
—Eleanor…
—No quiero pensar en un después.
—A eso me refiero, no tiene por qué haberlo.
—Claro que lo habrá —Eleanor le apoyó las manos en el pecho para poder apartarlo de ser necesario—. O sea… Por el amor de Dios, claro que lo habrá. No nos vamos a casar, Park.
—Ahora no.
—Para.
Eleanor intentó poner los ojos en blanco, pero casi no podía.
—No te estoy pidiendo que te cases conmigo —le explicó él—. Lo que digo es que… te quiero. Y no me imagino un final…
Ella negó con la cabeza.
—Pero si tienes doce años.
—Tengo dieciséis… —dijo Park—. Bono tenía quince cuando conoció a su esposa y Robert Smith, catorce…
—Romeo, dulce Romeo…
—No es eso, Eleanor, y lo sabes.
Park la abrazaba con fuerza. El tono jocoso había desaparecido de su voz.
—No hay razón para pensar que un día dejaremos de querernos —insistió—. Y muchas para pensar que seguiremos juntos.
Yo nunca he dicho que te quiera, pensó Eleanor.
Ella no le quitó las manos del pecho, ni siquiera cuando Park la besó.
En fin. El caso es que Park quería que inspeccionara los forros de los libros. Sobre todo al salir de gimnasia. Así que Eleanor esperaba a que todas las chicas se hubieran cambiado y hubieran abandonado el vestuario para examinar los libros en busca de algo sospechoso.
Todo resultaba muy aséptico.
DeNice y Beebi solían quedarse con ella. A veces llegaban tarde a comer pero, gracias a eso, se cambiaban en relativa intimidad, algo que deberían haber pensado hacía meses.
No parecía que hubieran escrito ninguna obscenidad en los libros de Eleanor aquel día. A decir verdad, Tina no le había hecho ni caso durante la clase de gimnasia. Hasta las secuaces de Tina (incluida Annette, la más abusona) parecían haberse hartado de ella.
—Creo que ya no saben cómo burlarse de mi pelo —le dijo Eleanor a DeNice mientras examinaba el libro de álgebra.
—Podrían llamarte «Ronald McDonald» —comentó DeNice—. ¿Aún no te han llamado así?
—O «Pippi» —propuso Beebi—. Soy Pippi Langstrump…
—Callaos —replicó Eleanor a la vez que miraba a su alrededor—. Las paredes oyen.
—Se han ido todas —afirmó DeNice—. Todo el mundo se ha ido. Están en la cafetería, comiéndose mis nachos. Date prisa, guapa.
—Marchaos —les dijo Eleanor—. Id haciendo cola. Aún tengo que cambiarme.
—Vale —asintió DeNice—, pero deja de mirar esos libros. Tú misma lo has dicho, no hay nada ahí. Vamos, Beebi.
Eleanor empezó a guardar los libros. Desde la puerta del vestuario, Beebi canturreó:
—Soy Pippi Langstrump…
Qué boba. Eleanor abrió la taquilla.
Estaba vacía.
Oh.
Miró en la taquilla de arriba. Nada. Y nada en la de abajo. No…
Eleanor miró en todas las taquillas de la pared, y luego revisó las de la pared contigua, haciendo esfuerzos por no perder los nervios. A lo mejor le habían escondido la ropa. Ja, ja, ja. Qué gracia. Una broma supergraciosa, Tina.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó la señora Burt.
—Buscando mi ropa —respondió Eleanor.
—Deberías usar siempre la misma taquilla, así te resultaría más fácil recordarla.
—No, es que alguien… O sea, alguien se la ha llevado.
—Esas pequeñas zorras… —la señora Burt suspiró. Como si no pudiera imaginar mayor fastidio.
La profesora se puso a buscar en las taquillas de la otra punta del vestuario. Eleanor miró en la basura y en las duchas. Entonces la señora Burt la llamó desde los lavabos.
—¡La he encontrado!
Eleanor entró en el baño. El suelo estaba mojado, y la señora Burt se había subido a un taburete.
—Iré a buscar una bolsa —dijo, empujando a Eleanor a un lado.
Eleanor miró en el retrete. Aunque sabía lo que iba a encontrar, le dolió como una bofetada. Sus vaqueros nuevos y su camisa tejana estaban dentro de la taza, los zapatos encajados bajo la tapa. Alguien había tirado de la cadena, y el agua se derramaba por el borde. La vio correr.
—Toma —dijo la señora Burt tendiéndole una bolsa del supermercado—. Sácala.
—No la quiero —dijo Eleanor, y retrocedió.
De todas formas, ya no podría llevar esas prendas. Todo el mundo sabría que las había sacado del retrete.
—Bueno, pues no la vas a dejar ahí —insistió la señora Burt—. Sácala —Eleanor se quedó mirando su ropa—. Venga —la apremió la profesora.
Eleanor metió la mano en la taza notando cómo las lágrimas le corrían por las mejillas. La señor Burt abrió la bolsa.
—Tienes que hacer algo para que dejen de meterse contigo, ¿sabes? —la reprendió—. Con tu actitud, aún las animas más.
Ya, gracias, pensó Eleanor mientras escurría sus vaqueros sobre el retrete. Quería secarse los ojos, pero tenía las manos mojadas.
La señora Burt le tendió la bolsa.
—Venga —dijo—. Te haré un pase.
—¿Para ir adónde? —preguntó Eleanor.
—A la oficina de la orientadora.
Eleanor ahogó una exclamación.
—No puedo recorrer los pasillos así.
—¿Y yo qué quieres que haga, Eleanor?
Naturalmente, era una pregunta retórica. La señora Burt ni siquiera la estaba mirando. Eleanor la siguió al despacho de los entrenadores y aguardó a que le diera el pase.
En cuanto salió al pasillo, su llanto se intensificó. No podía ir por el instituto con esa pinta. En traje de gimnasia. Delante de los chicos… y de todo el mundo. Delante de Tina. Maldita sea, Tina ya estaría vendiendo entradas a la puerta de la cafetería. Eleanor no podía. No así.
Y no solo porque el equipo de gimnasia fuera horrible (de poliéster. Una sola pieza. Rojo con rayas blancas y una cremallera superlarga).
Además, era muy ajustado.
Se le marcaba la ropa interior y la tela le apretaba tanto el pecho que las costuras parecían a punto de estallar por la zona de las axilas.
Parecía una tragedia andante. Un choque múltiple.
Las chicas de la clase siguiente ya empezaban a entrar. Unas cuantas alumnas de primero miraron a Eleanor y se pusieron a cuchichear. La bolsa goteaba.
Casi incapaz de pensar, Eleanor se equivocó de camino y se dirigió a la puerta que comunicaba con el campo de fútbol. Se comportó como si tuviera motivos para salir del edificio en mitad del día, como si le hubieran encargado que llevara, llorosa y medio vestida, una bolsa empapada a alguna parte.
La puerta se cerró a su espalda y Eleanor se acuclilló contra la hoja, derrotada. Solo un momento. Maldición. Maldición.
Había un cubo de basura al otro lado de la puerta. Se levantó y tiró la bolsa al interior. Se secó los ojos con el traje de gimnasia. Muy bien, se dijo mientras inspiraba hondo, anímate. No permitas que te afecte. Sus vaqueros nuevos estaban en la basura. Y sus zapatillas favoritas. Sus Vans. Se acercó a la papelera y, meneando la cabeza, recogió la bolsa. Que te jodan, Tina. Que te jodan mil veces.
Volvió a inspirar profundamente y echó a andar.
No había aulas en aquella parte de las instalaciones, así que nadie podía verla, gracias a Dios. Avanzó pegada al edificio y cuando dobló la esquina caminó bajo una fila de ventanas. Pensó en marcharse a casa, pero eso habría sido aún peor. Mucho más complicado.
Las oficinas de los orientadores estaban a pocos metros de la puerta principal. Si pudiera llegar hasta allí… La señora Dunne la ayudaría. La señora Dunne la consolaría.
El guardia de seguridad se comportó como si constantemente entrasen y saliesen chicas vestidas para hacer gimnasia. Echó un vistazo al pase de Eleanor y le indicó que entrase.
Ya casi he llegado, pensó Eleanor. No corras, solo faltan unas cuantas puertas.
Tendría que haber imaginado que Park saldría por una de ellas.
Desde el primer día, Eleanor siempre se cruzaba con él en los sitios más insospechados. Se diría que sus vidas se solapaban, que los atraía una mutua fuerza de gravedad. Por lo general, consideraba aquella contingencia el mejor regalo que el universo le había hecho jamás.
Park cruzó una puerta del otro lado del pasillo. Al verla, se paró en seco. Eleanor intentó desviar la mirada pero no fue lo bastante rápida. Park enrojeció. La miró fijamente. Ella se bajó la orilla de los pantalones cortos y avanzó a trompicones. Corría cuando llegó al despacho de los orientadores.
—No tienes que volver si no quieres —declaró la madre de Eleanor cuando su hija le contó toda la historia. (Casi toda la historia).
Eleanor meditó un momento lo que haría si no regresaba al instituto. ¿Quedarse en casa todo el día? ¿Y entonces qué?
—No pasa nada —la tranquilizó.
La señora Dunne la había llevado a casa en coche y le había prometido buscar un candado para su taquilla.
La madre de Eleanor vertió el contenido de la bolsa amarilla en la bañera y se puso a enjuagar la ropa con la nariz arrugada, aunque no olía a nada.
—Las chicas son tan malas… —se lamentó—. Es una suerte que tengas una buena amiga.
Eleanor debió de adoptar una expresión de extrañeza.
—Tina —le dijo su madre—. Eres afortunada de tener a Tina.
Ella asintió.
Aquella noche se quedó en casa. Aunque era viernes, y la familia de Park siempre veía películas y hacía palomitas los viernes.
No podía enfrentarse a él.
Veía una y otra vez la expresión con que la había mirado en el pasillo. Se sentía como si aún siguiera allí, vestida con el mono de gimnasia.