eleanor
Aquella tarde Eleanor llegó a casa antes que sus hermanos pequeños. Se alegró, porque no estaba preparada para volver a verlos. Todo había sido tan raro cuando Eleanor había entrado la noche anterior…
Había dedicado muchas horas a fantasear con el recibimiento que le dispensarían cuando por fin volviese a casa y a imaginar cuánto la habrían echado de menos. Pensaba que sus hermanos tirarían confeti, que le lloverían abrazos y gestos de cariño.
En cambio, nadie dio muestras de haberla reconocido.
Ben se limitó a mirarla, y Maisie… Maisie estaba sentada en el regazo de Richie. Eleanor habría vomitado allí mismo de no ser porque le había prometido a su madre que se portaría como un ángel durante el resto de su vida.
Solo Mouse corrió a abrazar a Eleanor. Ella lo cogió en brazos, agradecida. El niño ya tenía cinco años y pesaba mucho.
—Eh, Mouse —le dijo.
Lo llamaban así desde que era un bebé, Eleanor no recordaba por qué. Pero no se parecía a un ratón sino más bien a un cachorro grande y desaliñado; siempre nervioso, siempre intentando trepar a tu regazo.
—Mira, papá, es Eleanor —dijo Mouse saltando arriba y abajo—. ¿Conoces a Eleanor?
Richie se hizo el despistado. Maisie los miraba chupándose el pulgar. Hacía años que Eleanor no la veía hacerlo. Maisie ya había cumplido los ocho, pero con el dedo en la boca parecía un bebé.
El más chiquitín no recordaba a Eleanor en absoluto. Debía de andar por los dos años… Allí estaba, sentado en el suelo junto a Ben. Este, de once, tenía la mirada fija en la pared, más allá de la tele.
La madre de Eleanor llevó el equipaje de su hija a un dormitorio contiguo a la salita. Eleanor la siguió. El cuarto era minúsculo. Solo cabían un armario y unas literas. Mouse entró al dormitorio corriendo tras ellas.
—Tú dormirás en la litera de arriba —explicó— y Ben tendrá que dormir en el suelo conmigo. Nos lo ha dicho mamá, y Ben se ha echado a llorar.
—No te preocupes —la tranquilizó su madre—. Todos tendremos que readaptarnos.
En aquel cuarto no había espacio para readaptarse. (Algo que Eleanor prefirió no mencionar). Se fue a la cama lo antes posible para no tener que volver a la sala.
Cuando despertó en mitad de la noche, sus tres hermanos dormían en el suelo. Eleanor no podía levantarse sin pisar a alguno de los críos. Ni siquiera sabía dónde estaba el baño…
Lo encontró. La casa constaba solo de cinco estancias, y el baño apenas se podía considerar como tal. Estaba anexado a la cocina; o sea, literalmente anexado, sin una puerta que lo separase de esta. Aquella casa había sido diseñada por trasgos, pensó Eleanor. Alguien, seguramente su madre, había colgado una cortina floreada entre la nevera y el retrete.
Cuando llegó a casa del instituto, Eleanor abrió con su propia llave. La vivienda le pareció aún más deprimente a la luz del día —sórdida y vacía—, pero al menos tendría la casa, y a su madre, para ella sola.
Le resultaba muy raro volver a su hogar y encontrar allí a su madre, en la cocina, como… como siempre. Esta cortaba cebollas para una sopa. Eleanor se habría echado a llorar allí mismo.
—¿Qué tal el cole? —preguntó la mujer.
—Bien —dijo Eleanor.
—¿Ha sido agradable para ser el primer día?
—Claro. O sea, sí, lo normal.
—¿Te costará mucho ponerte al corriente?
—No creo.
La madre de Eleanor se secó las manos en la parte trasera del pantalón y se recogió el pelo por detrás de las orejas. Por enésima vez, Eleanor se sintió sobrecogida ante su belleza.
Cuando era pequeña, pensaba que su madre era tan hermosa como la reina de un cuento de hadas.
No como una princesa; las princesas solo son guapas. La madre de Eleanor era hermosa, alta y majestuosa, con los hombros anchos y la cintura elegante. Los huesos de su cuerpo parecían más firmes que los del resto del mundo, como si no estuvieran ahí solo para mantenerla en pie sino también para afirmar su presencia.
Tenía la nariz prominente, la barbilla afilada, los pómulos altos y marcados. Mirabas a la madre de Eleanor y te la imaginabas tallada en un barco vikingo o quizás pintada en el lateral de un avión…
Eleanor se parecía a ella.
Pero no lo suficiente.
Mirar a Eleanor era como ver a su madre a través de un acuario. Más redondeada y fofa. Menos definida. Si la madre era escultural, la hija era corpulenta. Si la madre tenía curvas marcadas, Eleanor tenía formas difusas.
Después de cinco embarazos, la mujer conservaba los pechos y las caderas de una modelo sacada de un anuncio de cigarrillos. A los dieciséis, Eleanor recordaba a una tabernera medieval.
Le sobraba carne por todas partes y le faltaba altura para disimularlo. Los pechos le nacían justo debajo de la barbilla y sus caderas eran… una parodia. Incluso la melena castaña de la madre, larga y ondulada, ponía en evidencia los brillantes rizos rojos de la hija.
Cohibida, Eleanor se llevó la mano a la cabeza.
—Tengo que enseñarte una cosa —le dijo su madre a la vez que tapaba la sopa—, pero no quería hacerlo delante de los críos. Ven.
Eleanor la siguió al dormitorio de los niños. La mujer abrió el armario y extrajo un montón de toallas y un cesto de la ropa lleno de calcetines.
—No me pude traer todas tus cosas cuando nos mudamos —explicó—. Aquí no hay tanto sitio como en la otra casa, salta a la vista… —sacó del armario una bolsa negra de basura—. Pero me traje todo lo que pude.
Le tendió la bolsa a Eleanor y dijo:
—Siento que no esté todo.
Eleanor había dado por supuesto que un año atrás, a los diez segundos de echarla de casa, Richie habría tirado todas sus cosas a la basura. Cogió la bolsa con los dos brazos.
—No te preocupes —respondió—. Gracias.
Su madre le rozó apenas el hombro.
—Los niños llegarán dentro de unos veinte minutos —informó a su hija—. Cenaremos hacia las cuatro y media. Me gusta que todo esté listo cuando Richie llega a casa.
Eleanor asintió. Abrió la bolsa en cuanto su madre abandonó la habitación. Quería ver lo que quedaba de sus cosas.
Lo primero que vio fueron las muñecas recortables. Estaban sueltas en la bolsa, arrugadas; algunas pintarrajeadas con ceras. Hacía años que Eleanor no jugaba con ellas, pero se alegró de encontrarlas de todos modos. Las alisó y las colocó amontonadas.
Debajo de las muñecas había libros, una docena más o menos, que al parecer su madre había escogido al azar; no debía de saber cuáles eran los favoritos de Eleanor. Allí estaban Garp y La colina de Watership, descubrió contenta. Oliver’s Story había pasado la criba pero Love Story, por desgracia, no. También estaba Hombrecitos, pero no Mujercitas ni Los muchachos de Jo.
La bolsa contenía también muchos papeles. Eleanor tenía un armario archivador en su antigua habitación, y por lo visto su madre había cogido casi todos los documentos. Intentó ordenarlo todo en montón; las notas, las fotos escolares y las cartas de sus compañeros.
Se preguntó qué habría sido del resto de las cosas. No solo de las suyas sino del contenido de la casa. Los muebles, los juguetes, las plantas y los cuadros de su madre. Los platos del ajuar de la abuela danesa… El pequeño caballo rojo que pendía sobre el fregadero.
Puede que lo hubieran guardado todo en alguna parte. A lo mejor la madre de Eleanor confiaba en que la casa de los trasgos solo fuese temporal.
Eleanor aún albergaba esperanzas de que Richie también fuese temporal.
Al fondo de la bolsa de basura encontró una caja. Cuando la reconoció, le dio un brinco el corazón. Cada Navidad, su tío de Minnesota les enviaba una suscripción al club Fruta del Mes, y los hermanos siempre se peleaban por las cajas. A lo mejor no era para tanto, pero eran unas cajas muy chulas; resistentes, con las tapas bonitas. Eleanor se había quedado la de pomelos, y ahora ya estaba desgastada por la zona de los bordes.
La abrió con cuidado. No habían tocado el contenido. Allí estaba su papel de cartas, sus lápices de colores y sus rotuladores Prismacolor (otro regalo de su tío). Contenía también un montón de muestras del centro comercial que aún olían a perfumes caros. Y su Walkman. Intacto. Sin pilas, pero allí de todas formas. Y donde hay un Walkman siempre existe la posibilidad de escuchar música.
Eleanor apoyó la cabeza en la caja. Olía a Chanel N.º 5 y a virutas de lápiz. Suspiró.
No podía hacer nada con sus pertenencias después de haberlas examinado. Ni siquiera su ropa cabía en el armario. Separó la caja y los libros, y devolvió el resto de cosas a la bolsa de basura, con cuidado. Luego empujó la bolsa al fondo del estante más alto, detrás de las toallas y del humidificador.
Trepó a la litera superior y la encontró ocupada por un gato desaliñado.
—Fuera —lo empujó Eleanor.
El gato saltó al suelo y abandonó el cuarto.