eleanor
Park tenía razón. Nunca estaban solos.
Pensó en volver a escaparse, pero hacerlo suponía un riesgo inconcebible y en el exterior hacía un frío tan espantoso que seguramente Eleanor perdería una oreja por congelación. Algo que su madre no podría dejar de advertir.
Ya se había fijado en la máscara de pestañas. (Aunque era de un tono marrón claro y en la caja rezaba «sutil y natural»).
—Me la ha dado Tina —explicó Eleanor—. Su madre vende productos Avon.
Si cambiaba el nombre de Park por el de Tina cada vez que mentía, tenía la sensación de estar contando una gran mentira en vez de un millón de mentiras pequeñas.
Le divertía imaginarse a sí misma yendo cada día a casa de Tina para charlar de sus cosas mientras se pintaban los labios y se hacían la manicura.
No quería ni imaginar lo que pasaría si su madre llegara a conocer a Tina, pero le parecía improbable; la madre de Eleanor nunca hablaba con nadie. Si no habías nacido en aquella zona de los suburbios (si tu familia no se remontaba a diez generaciones, si tus padres no compartían tatarabuelos con todos los vecinos), te consideraban forastero.
Park siempre decía que por eso la gente lo dejaba en paz, aunque fuera un bicho raro y asiático para colmo. Porque su familia ya poseía tierras allí cuando en la zona solo había campos de maíz.
Park. Eleanor se sonrojaba cada vez que pensaba en él. Seguramente siempre había sido así, pero ahora la cosa había empeorado. Porque antes ya era guapo e interesante, pero últimamente se estaba superando.
Hasta DeNice y Beebi se habían dado cuenta.
—Parece una estrella de rock —decía DeNice.
—Parece El DeBarge —asentía Beebi.
Parece él mismo, pensaba Eleanor, pero más duro. Parece Park a más volumen.
park
Nunca estaban solos.
Se entretenían cuanto podían en el trayecto del autobús a casa y a veces se quedaban un rato en las escaleras de entrada… hasta que la madre de Park abría la puerta y les decía que se iban a quedar helados allí fuera.
Tal vez las cosas mejorasen en verano. Podrían pasar más rato en el exterior. A lo mejor daban paseos. Puede que Park se sacase el carné de conducir de una vez.
No. Desde el día de la discusión, su padre no le dirigía la palabra.
—¿Qué le pasa a tu padre? —le preguntó Eleanor.
Estaban de pie en la escalera de entrada, ella un peldaño más abajo.
—Está enfadado conmigo.
—¿Por qué?
—Porque no me parezco a él.
Eleanor lo miró con expresión escéptica.
—¿Lleva dieciséis años enfadado contigo?
—Más o menos.
—Pero siempre me ha parecido que os llevabais bien —observó ella.
—No —repuso Park—, nunca nos hemos llevado bien. O sea, últimamente las cosas habían mejorado entre nosotros porque me metí en una pelea y porque mi padre pensaba que mi madre no te estaba tratando bien.
—¡Sabía que le caía mal!
Eleanor le dio un codazo.
—Bueno, ahora le caes bien —señaló Park—, así que mi padre ha vuelto a enfadarse conmigo.
—Tu padre te quiere —afirmó Eleanor. Parecía muy preocupada.
Park negó con la cabeza.
—Porque no tiene más remedio. Le he decepcionado.
Eleanor le posó la mano en el pecho. En ese momento, la madre de Park abrió la puerta.
—Adentro, adentro —dijo—. Hace frío.
eleanor
—Tu cabello muy bonito, Eleanor —afirmó la madre de Park.
—Gracias.
Eleanor no usaba el difusor, pero sí el acondicionador que la mujer le había dado. Además, había encontrado una funda de almohada de satén entre la ropa blanca del armario de su cuarto, que prácticamente era una señal divina, como si Dios quisiera que cuidase mejor su pelo.
La madre de Park parecía haberle cogido cariño. Eleanor no había accedido a otra sesión de maquillaje, pero la otra siempre le estaba probando sombras de ojos o toqueteándole el pelo cuando Park y ella se sentaban a la mesa de la cocina.
—Debería tener chica —decía la madre de Park.
Debería tener una familia como esta, pensaba Eleanor. Y no siempre se sentía una traidora por pensarlo.