eleanor
La madre de Park le pidió a su hijo que pusiese la mesa. Era el momento que Eleanor solía escoger para marcharse. Ya casi había anochecido. Eleanor bajó las escaleras a toda prisa antes de que Park pudiera detenerla… y estuvo a punto de darse de bruces con el padre de Park.
—Eh, Eleanor —la llamó.
Ella se sobresaltó. El hombre trasteaba en el motor de la camioneta.
—Hola —respondió Eleanor, sin detenerse.
El padre de Park se parecía muchísimo a Magnum. Una nunca se acostumbra a algo así.
—Espera, ven un momento —dijo él.
A Eleanor se le encogió el estómago, solo un poco. Se detuvo y dio unos pasos hacia la camioneta.
—Mira —empezó el padre de Park—. Estoy un poco cansado de pedirte que te quedes a cenar.
—Ya… —asintió Eleanor.
—Lo que quiero decir es que te puedes quedar cuando quieras. Nos gusta tenerte aquí, ¿vale?
Parecía incómodo, y la estaba incomodando a ella. Se sentía mucho más violenta de lo que solía en su presencia.
—Vale… —dijo ella.
—Mira, Eleanor… Conozco a tu padrastro.
Aquello podía tomar un millón de rumbos distintos. Todos horribles.
El padre de Park siguió hablando con una mano en el motor de la camioneta y la otra en la nuca, como si le doliesen las cervicales.
—Nos criamos juntos. Soy mayor que Richie, pero este barrio es pequeño, y he pasado algún que otro rato en el Rail…
Estaba demasiado oscuro como para verle la cara. Eleanor aún no estaba segura de lo que el hombre intentaba decirle.
—Ya sé que tu padrastro no es una persona fácil —afirmó el padre de Park por fin dando un paso hacia ella—. Lo que quiero decir es que, si te resulta más fácil estar aquí que en tu casa, deberías pasar más tiempo con nosotros. Mindy y yo nos sentiríamos mucho mejor, ¿vale?
—Vale —respondió Eleanor.
—Así que no volveré a pedirte que te quedes a cenar.
Eleanor sonrió, él sonrió a su vez y por un segundo recordó mucho más a Park que a Tom Selleck.
park
Eleanor en el sofá, con la mano entre las suyas. Al otro lado de la mesa de la cocina, haciendo los deberes…
Eleanor cargando con Park las compras de la abuela. Dando cuenta de la cena con educación, aunque fuera algo tan asqueroso como el hígado encebollado.
Siempre estaban juntos y sin embargo a Park no le bastaba.
Aún no se atrevía a rodearla con los brazos. Y seguía sin tener muchas oportunidades de besarla. Eleanor no quería entrar en el dormitorio de Park.
—Podemos oír música —le decía él.
—Tu madre…
—No le importa. Dejaremos la puerta abierta.
—¿Y dónde nos sentaremos?
—En la cama.
—¿Estás loco? Ni hablar.
—En el suelo entonces.
—No quiero que me considere una fresca.
Park no estaba seguro de que la considerara una chica siquiera.
Sin embargo, a su madre le caía bien Eleanor. Mucho más que antes. El otro día sin ir más lejos, había comentado que sus modales eran excelentes.
—Es muy callada —dijo como si fuera una virtud.
—Porque es nerviosa —explicó Park.
—¿Por qué?
—No sé —respondió él—. Lo es.
Park sabía que su madre aún odiaba la forma de vestir de Eleanor. Siempre la miraba de arriba abajo y meneaba la cabeza de lado a lado cuando creía que la otra no lo veía.
Eleanor trataba a la madre de Park con muchísima deferencia. Incluso se esforzaba por entablar conversación. Un sábado por la noche, después de cenar, la mujer empezó a ordenar sus productos Avon en la mesa del comedor mientras ellos dos jugaban a las cartas.
—¿Cuánto tiempo hace que es usted esteticién? —preguntó Eleanor.
A la madre de Park le encantó aquella palabra.
—Desde que Josh empezó colegio. Saqué título, fui a escuela de belleza y conseguí mi permiso.
—Guau —se sorprendió Eleanor.
—Yo siempre he cortado pelo —prosiguió la mujer—. Antes también —abrió un frasco de color rosa y olisqueó la loción—. De pequeña… cortaba pelo de muñecas y ponía maquillaje.
—Igual que mi hermana —comentó Eleanor—. Yo sería incapaz.
—No es difícil —repuso la madre de Park, alzando la vista hacia ella. Se le iluminó la mirada—. Tengo buena idea —dijo—. Hacemos sesión de maquillaje.
Eleanor la miró de hito en hito. Seguramente se estaba imaginando a sí misma con el pelo cardado y pestañas postizas.
—Oh, no… —replicó—. Yo no…
—Sí —insistió la madre de Park—. Será divertido.
—Mamá, no —intervino Park—. Eleanor no quiere que la maquilles… No necesita maquillaje —se corrigió.
—Ponemos poco maquillaje —propuso la mujer. Ya estaba palpando la melena de Eleanor—. Y no cortamos. Todo se puede quitar después.
Park le lanzó a Eleanor una mirada suplicante. Le pedía que complaciese a su madre, no que se maquillase para estar más guapa. Esperaba que lo entendiera.
—¿No me lo cortará? —preguntó Eleanor.
La madre de Park ya tenía un rizo enrollado al dedo.
—Mejor luz en garaje —dijo—. Vamos.
eleanor
La madre de Park obligó a Eleanor a sentarse en la butaca de lavado e hizo chasquear los dedos para llamar a su hijo. Para horror de Eleanor —para su creciente horror— Park se acercó y procedió a llenar de agua la pila. Cogió una toalla rosa de un gran montón y, levantándole el pelo con cuidado, se la fijó alrededor del cuello con movimientos expertos.
—Lo siento —le susurró—. ¿Quieres que me vaya?
—No —respondió ella con voz inaudible a la vez que lo cogía por la camisa.
Sí, pensó. Quería que la tragase la tierra. No notaba la punta de los dedos.
Pero si Park se marchaba, no habría nadie para echarle un cable si la mujer decidía cortarle un gran flequillo desfilado o hacerle una permanente de tirabuzones. O ambas cosas.
Eleanor no pensaba detenerla, hiciera lo que hiciese; era la invitada en aquel garaje. Se había comido su comida y había hecho sufrir a su hijo. No estaba en posición de discutir.
La mujer empujó a Park a un lado y obligó a Eleanor a colocarse en el reposacabezas.
—¿Qué champú usas?
—No sé —dijo Eleanor.
—¿No sabes? —preguntó la madre de Park mientras le palpaba el pelo—. Tienes muy seco. Pelo rizado es seco, ¿sabes?
Eleanor dijo que no con un gesto.
—Mmm… —musitó la mujer. Echó la cabeza de Eleanor hacia atrás para mojarle el pelo y le dijo a Park que metiera una bolsa de aceite en el microondas.
Le producía una sensación rarísima que la madre de Park le estuviera lavando el pelo. Estaba prácticamente encima de Eleanor; el colgante de ángel que llevaba la mujer pendía junto a su boca. Además, las cosquillas la estaban matando. Eleanor no sabía si Park estaba mirando. Esperaba que no.
Unos minutos después, tras untarle el aceite y enjuagarle la melena, la madre de Park envolvió la cabeza de Eleanor con una toalla horriblemente prieta. Park estaba sentado frente a ella, intentando sonreír pero con cara de sentirse casi tan violento como Eleanor.
La mujer inspeccionaba caja tras caja de muestras de Avon.
—Está aquí, en alguna parte —dijo—. Canela, canela, canela… ¡Ajá!
Hizo rodar el taburete hasta Eleanor.
—Vale. Cierra ojos.
Eleanor la miró de hito en hito. La madre de Park llevaba en la mano un lapicillo marrón.
—Cierra ojos —repitió esta última.
—¿Por qué? —preguntó Eleanor.
—Tranquila. Todo se quita.
—Pero yo no llevo maquillaje.
—¿Por qué no?
Tal vez Eleanor debería haber dicho que porque no la dejaban. Habría sido una respuesta más amable que: «Porque maquillarse se parece a mentir».
—No sé —dijo al fin—. No va conmigo.
—Sí va —opinó la madre de Park, mirando el lápiz—. Muy buen color para ti, ya verás. Canela.
—¿Es pintalabios?
—No, lápiz de ojos.
Eleanor no se ponía lápiz de ojos. Nunca.
—¿Y para qué sirve?
—Es maquillaje —replicó la mujer, exasperada—. Para estar guapa.
Eleanor se sintió como si le hubiera entrado algo en los ojos. Como si le ardieran.
—Mamá… —intervino Park.
—Mira —dijo la madre—. Yo te enseñaré.
Se volvió hacia Park, y antes de que ni él ni Eleanor adivinasen lo que se proponía, colocó el pulgar en el rabillo del ojo de su hijo.
—Canela muy pálido —murmuró. Escogió otro lápiz—. Ónice.
—Mamá… —protestó Park, pero no se movió.
Esta se sentó de forma que Eleanor pudiera ver lo que hacía y luego trazó hábilmente una línea a lo largo de las pestañas de Park.
—Abre —él lo hizo—. Muy bien… Cierra —pintó el otro ojo. Luego añadió otra línea en el párpado inferior y se lamió el pulgar para limpiar un borrón—. Muy guapo.
Park no estaba guapo. Estaba peligroso. Como Ming el Inclemente. O como un miembro de Duran Duran.
—Te pareces a Robert Smith —observó Eleanor. Solo que… sí, pensó, más guapo.
Park bajó la vista. Eleanor no podía dejar de mirarlo.
La madre de Park se colocó entre ambos.
—Vale, ahora cierra ojos —le dijo a Eleanor—. Abre. Bien… Cierra otra vez.
Eleanor tuvo la misma sensación exacta que si le estuvieran pintando el ojo con un lápiz. De repente todo terminó, y la madre de Park le frotaba algo frío en las mejillas.
—Es muy fácil —dijo—. Base, polvos, lápiz de ojos, sombra, máscara de pestañas, lápiz de labios, pintalabios, colorete. Ocho pasos, quince minutos máximo.
La madre de Park hablaba en un tono muy profesional, como el presentador de un programa de cocina en la PBS. Acto seguido, desenvolvió el pelo de Eleanor y se colocó tras ella.
Eleanor quería volver a mirar a Park, ahora que podía, pero no quería que él la viese a ella. Notaba la cara dura y pegajosa. Seguro que parecía sacada de Las chicas de oro.
Park acercó la silla y empezó a golpearle la rodilla con el puño. Eleanor tardó un segundo en comprender que la estaba retando a una partida de piedra, papel o tijera.
Aceptó el desafío. Cómo no. Cualquier excusa era buena para tocarlo. Cualquier excusa era buena para no mirarlo a los ojos. Park se los había frotado, así que ya no los llevaba pintados, pero seguía teniendo un aspecto que Eleanor no sabía cómo expresar.
—Así distrae Park a niños cuando estoy cortando su pelo —explicó la madre—. Debes parecer asustada, Eleanor. Tranquila. Prometo que no cortaré.
Tanto Eleanor como Park sacaron tijeras.
La mujer le untó medio frasco de espuma del cabello y luego se lo secó con un difusor (algo de lo que Eleanor nunca había oído hablar pero que, al parecer, era importantísimo).
Según la madre de Park, todo lo que se hacía en el pelo —lavarlo con cualquier cosa, cepillarlo, atarse cuentas y flores de seda— era un error.
Debería usar difusor, estrujárselo para darle forma y dormir, si podía, con una almohada satinada.
—Creo que te queda muy bien flequillo —opinó la mujer por fin—. Probaremos próxima vez.
No habría una próxima vez, juró Eleanor ante Dios.
—Muy bien, ya está —la madre de Park era toda sonrisas—. Muy guapa. ¿Lista? —giró la butaca para que Eleanor se mirara al espejo—. ¡Tachán!
Ella se miró el regazo.
—Tú tienes que mirar, Eleanor. Mira en espejo, eres muy guapa.
No podía. Eleanor notaba las miradas de madre e hijo clavadas en ella. Quería que la tragara la tierra. Todo aquello había sido un error. Una malísima idea. Se iba a echar a llorar, iba a montar una escena. La madre de Park volvería a odiarla.
—Eh, Mindy —el padre de Park abrió la puerta y se asomó al garaje—. Te llaman por teléfono. Eh, oye, mírate, Eleanor, pareces una bailarina de un programa de televisión. Como el ballet Zoom.
—¿Ves? —le dijo la madre de Park—. Lo que yo digo… muy guapa. No miras en espejo, hasta yo vuelvo, ¿eh? Mirarse en espejo es lo más emocionante.
Entró en casa a toda prisa y Eleanor se tapó la cara con las manos, procurando no estropear nada. Notó las manos de Park en las muñecas.
—Lo siento —se disculpó él—. Ya me imaginé que todo esto no te haría ninguna gracia pero no sabía que te sentaría tan mal.
—Es que me da mucha vergüenza.
—¿Por qué?
—Porque… todos me estáis mirando.
—Yo siempre te estoy mirando.
—Ya lo sé, y ojalá no lo hicieras.
—Solo quiere conocerte mejor. Es su forma de conectar contigo.
—¿Parezco una bailarina del ballet Zoom?
—No…
—No, maldita sea, lo parezco.
—No, pareces… Mírate.
—No quiero.
—Mírate ahora —le propuso Park—, antes de que vuelva mi madre.
—Solo si cierras los ojos.
—Vale, están cerrados.
Eleanor se destapó la cara y se miró en el espejo. No resultó tan bochornoso como esperaba, porque se sentía como si estuviera mirando a otra persona. Alguien con pómulos altos, largas pestañas y labios brillantes. Seguía teniendo el cabello rizado, más rizado que nunca, pero como más sereno. Menos alocado.
El conjunto le pareció horrible, hasta el último detalle.
—¿Puedo abrir los ojos? —preguntó Park.
—No.
—¿Estás llorando?
—No.
Claro que sí. Iba a estropear aquella careta, y la madre de Park volvería a odiarla.
Park abrió los ojos y se sentó frente a ella en el tocador.
—¿Tanto te horroriza? —le preguntó.
—No soy yo.
—Pues claro que eres tú.
—Es que me siento como si estuviera disfrazada. Como si quisiera hacerme pasar por alguien que no soy.
Como si quisiera ser guapa y popular. Lo que de verdad le dolía era aquel «quisiera».
—El peinado te queda muy bien —opinó Park.
—No es mi pelo.
—Lo es…
—No quiero que tu madre me vea así. No quiero herir sus sentimientos.
—Bésame.
—¿Qué?
Park la besó. Eleanor notó que se le relajaban los hombros y se le deshacía el nudo del estómago. Luego su estómago volvió a anudarse en el sentido opuesto. Se apartó.
—¿Me besas porque parezco otra persona?
—No pareces otra persona. Además, eso es absurdo.
—¿Te gusto más así? —quiso saber Eleanor—. Porque nunca volveré a tener esta pinta.
—Me gustas de todas formas… Aunque echo de menos tus pecas —le frotó la mejilla con la manga—. Ya está.
—Tú pareces otra persona —observó Eleanor— y solo llevas lápiz de ojos.
—¿Te gusto más así?
Eleanor puso los ojos en blanco, pero notó que estaba a punto de ruborizarse.
—Estás distinto. Inquietante.
—Tú pareces tú —dijo él—. A más volumen.
Ella volvió a mirarse al espejo.
—Lo más curioso es —comentó Park— que estoy seguro de que mi madre se ha contenido. Te ha aplicado lo que ella considera un maquillaje natural.
Eleanor se rio. La puerta que comunicaba con la casa se abrió.
—Nooo, os he pedido vosotros esperáis —los riñó la madre de Park—. ¿Te has sorprendido?
Eleanor asintió.
—¿Has llorado? ¡Oh, qué pena! ¡Me lo he perdido!
—Siento haberlo estropeado —se disculpó Eleanor.
—No estropeas nada —replicó la mujer—. Es máscara a prueba de agua y maquillaje de larga duración.
—Gracias —dijo Eleanor con tacto—. La diferencia es increíble.
—Prepararé un estuche —propuso la madre del chico—. Son colores que nunca uso de todas formas. Ven, siéntate, Park. Cortaré puntas mientras estamos aquí. Tienes greñas.
Eleanor se sentó a su lado y lo retó a una partida de piedra, papel o tijera.
park
Eleanor parecía una persona distinta y Park no sabía si le gustaba más maquillada. O si le gustaba, sin el «más».
No entendía por qué se había disgustado tanto. A veces, Park tenía la sensación que ella procuraba ocultar su belleza. De que intentaba parecer fea.
Era el tipo de comentario que habría hecho su madre. Por eso no le había dicho nada a Eleanor al respecto. (¿Contaría como secreto?).
Podía entender por qué Eleanor se esforzaba en parecer distinta. Más o menos. Lo hacía porque era distinta… porque no le asustaba ser diferente. (O quizás porque aún le daba más miedo ser como todo el mundo).
A Park, aquella actitud le parecía estimulante. Le gustaba formar parte de ello, de esa postura loca y transgresora. «¿Inquietante en qué sentido?», había querido preguntarle.
Al día siguiente, Park se llevó al baño el lápiz de ojos color ónice y se lo aplicó. Las líneas no le quedaron tan limpias como a su madre, pero el resultado le gustó aún más. Era más masculino.
Se miró al espejo. «Resalta tus ojos», les decía siempre su madre a las clientas, y era verdad. El lápiz le resaltaba los ojos. Y le daba un aspecto aún más exótico.
Luego Park se peinó como de costumbre: con el pelo encrespado y de punta, como electrificado por la parte de arriba. Normalmente ensayaba el peinado y volvía a alisarse el pelo al instante.
Aquel día se lo dejó revuelto.
El padre de Park alucinó en el desayuno. Alucinó de verdad. Park intentó escabullirse sin que lo viera, pero su madre no le permitía marcharse sin comer nada. Park clavó la mirada en el cuenco de cereales.
—¿Qué le pasa a tu pelo? —le preguntó su padre.
—Nada.
—Espera un momento, mírame… He dicho que me mires.
Park levantó la cabeza pero desvió la vista.
—Pero ¿qué cojones, Park?
—¡Jamie! —protestó su esposa.
—¡Míralo, Mindy, se ha maquillado! ¿Te burlas de mí, Park?
—No hay excusas para palabrotas —lo reprendió la mujer.
Miró a Park con expresión nerviosa, como si se sintiera culpable. Puede que con razón. Quizás no debería haber usado a Park como conejillo de Indias para probar los pintalabios cuando este iba al parvulario. Y conste que Park no pensaba pintarse los labios…
De momento.
—Y una mierda —rugió el padre—. Ve a lavarte la cara, Park.
El chico no se movió.
—Ve a lavarte la cara. Park.
Park tomó una cucharada de cereales.
—Jamie… —dijo su madre.
—No, Mindy. No. Normalmente, estos chicos hacen lo que les da la maldita gana. Pero no. Park no saldrá de esta casa con pinta de chica.
—Muchos chicos se maquillan —objetó él.
—¿Qué? ¿De qué hablas?
—David Bowie —dijo Park—. Marc Bolan.
—No pienso escucharte. Lávate la cara.
—¿Por qué?
Park apretó los puños contra la mesa.
—Porque lo digo yo. Porque pareces una chica.
—No es nada nuevo.
Park apartó el cuenco de cereales.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que no es nada nuevo. ¿Acaso no piensas eso?
Park notó que le corrían las lágrimas por las mejillas, pero no quería tocarse los ojos.
—A clase, Park —le sugirió su madre con suavidad—. Perderás tu autobús.
—Mindy… —dijo el padre, que apenas podía contenerse—, lo van a hacer pedazos.
—Tú dices que Park ya es mayor, casi un hombre, toma sus propias decisiones. Pues deja él toma sus propias decisiones. Deja él se va.
El padre de Park no respondió; nunca le levantaba la voz a su esposa. Park aprovechó la ocasión y se marchó.
Acudió a su propia parada, no a la de Eleanor. Quería afrontar la reacción de Steve antes de verla. Si Steve iba a ponerlo de vuelta y media, Park prefería que Eleanor no formara parte del público.
Steve, sin embargo, apenas mencionó el tema.
—Eh, Park, pero ¿qué coño, tío? ¿Te has maquillado?
—Sí —dijo Park. Se cogió las tiras de la mochila.
Los presentes se rieron por lo bajo, deseosos de presenciar qué pasaría a continuación.
—Te pareces a Ozzy, tío —comentó Steve—. Cualquiera diría que estás a punto de arrancarle la cabeza a un murciélago de un mordisco.
Todo el mundo se echó a reír. Steve le enseñó los dientes a Tina y gruñó. Eso fue todo.
Cuando subió al autobús, Eleanor estaba de buen humor.
—¡Has venido! Pensaba que tal vez estuvieras enfermo. Como no te he visto en la parada…
Park alzó la vista. Eleanor puso cara de sorpresa. Luego se sentó en silencio y se miró las manos.
—¿Parezco una bailarina del ballet Zoom? —preguntó Park por fin, cuando no pudo soportar más el silencio.
—No —dijo Eleanor, mirándolo de reojo—. Pareces…
—¿Inquietante?
Ella se rio y asintió.
—¿Inquietante en qué sentido? —preguntó él.
Eleanor le dio un beso con lengua. En el autobús.