eleanor
La madre de Park no dio muestras de sorpresa al ver a Eleanor al día siguiente. Debían de haberla avisado de que iría.
—Eleanor —la saludó la mujer—. Feliz Navidad. Entra.
Cuando Eleanor pasó a la sala de estar, Park acababa de salir de la ducha. Sin saber por qué, eso la incomodó. Park llevaba el pelo mojado y la camiseta algo pegada al cuerpo. Estaba encantado de verla. Eso era evidente. (Y bonito).
Eleanor no sabía qué hacer con el regalo que había traído para él, así que cuando Park se acercó, se lo plantó delante.
El chico sonrió, sorprendido.
—¿Esto es para mí?
—No —dijo Eleanor—, es… —no se le ocurrió ninguna respuesta ingeniosa—. Sí, es para ti.
—No tenías que traerme nada.
—Y no es nada. De verdad.
—¿Puedo abrirlo?
Eleanor seguía sin discurrir nada gracioso, así que asintió. Por suerte, la familia del chico estaba en la cocina, de modo que nadie los estaba mirando.
El regalo iba envuelto en papel de carta. El papel de carta favorito de Eleanor, con dibujos de hadas y flores a la acuarela.
Park retiró el papel con cuidado y miró el libro. Era El guardián entre el centeno. Una edición muy rara. Eleanor había decidido dejarle la camisa porque era bastante bonita, aunque llevaba el precio de la tienda de segunda mano escrito con lápiz de cera.
—Ya sé que es un poco pretencioso —se excusó—. Te iba a regalar La colina de Watership, pero trata de conejos y no a todo el mundo le gusta leer sobre conejos…
Park miró el libro sonriendo. Por un horrible instante, Eleanor pensó que iba a mirar el interior. No quería que leyera la dedicatoria. (No delante de ella).
—¿Es tuyo?
—Sí, pero ya lo he leído.
—Gracias —dijo Park, encantado. Cuando estaba muy contento, los ojos se le hundían dentro de las mejillas—. Muchas gracias.
—De nada —respondió Eleanor mirando al suelo—. Ahora no vayas a matar a John Lennon o algo parecido.
—Ven aquí —dijo él cogiéndola por la chaqueta para atraerla hacia sí.
Eleanor lo siguió a su habitación pero se detuvo a la puerta como si hubiera una verja invisible. Park dejó el libro sobre la cama y cogió dos cajitas de un estante. Ambas estaban envueltas en papel de regalo con motivos navideños y decoradas con grandes lazos rojos.
Caminó hacia el umbral y se detuvo frente a Eleanor. Ella se apoyó de espaldas contra el marco.
—Este es de mi madre —dijo él tendiéndole una caja—. Es perfume. Por favor, no te lo pongas —desvió la vista un instante y luego volvió a mirarla—. Este es mío.
—No tenías que hacerme un regalo —protestó Eleanor.
—No seas tonta.
Como ella no lo cogía, Park le tomó la mano y le puso la caja en la palma.
—Quería regalarte algo que pudiera pasar desapercibido —explicó a la vez que se apartaba el flequillo de la cara—. Para que no tuvieras que darle explicaciones a tu madre… Había pensado en comprarte un boli muy bonito, pero luego…
La miró mientras ella abría el regalo. Eleanor estaba tan nerviosa que rompió el papel sin querer. Park se lo cogió y ella abrió una cajita gris.
Contenía un colgante. Una fina cadena con un pequeño pensamiento de plata.
—Si no te lo puedes quedar, lo entenderé —dijo Park.
Eleanor no habría debido aceptarlo, pero deseaba quedárselo.
park
Tonto. Habría debido regalarle el boli. Las joyas son tan llamativas… y personales. Precisamente por eso la había comprado. No podía regalarle a Eleanor un bolígrafo. Ni un punto de libro. Un punto de libro no expresaba lo que sentía por ella.
Park había gastado en el collar casi todo el dinero que tenía ahorrado para el equipo del coche. Lo había encontrado en una joyería del centro comercial a la que solía ir la gente a probarse anillos de boda.
—He guardado el tique —dijo.
—No —repuso Eleanor, alzando la vista hacia él. Parecía nerviosa, pero Park no sabía si en el buen sentido o en el malo—. No. Es precioso. Gracias.
—¿Te lo pondrás? —preguntó Park.
Ella asintió.
Park le recogió el pelo y se lo sostuvo por la parte de la nuca. Hacía esfuerzos por controlarse.
—¿Ahora?
Eleanor lo miró a los ojos y luego volvió a asentir. Park sacó el colgante de la caja y se lo abrochó con cuidado al cuello. Tal como había imaginado cuando lo compró. Puede que lo hubiera comprado por eso. Para experimentar la sensación de posar unas manos cálidas en su nuca, debajo del pelo. Recorrió la cadena con los dedos y le dejó caer el colgante sobre la garganta.
Ella se estremeció.
Park quería tirar de aquella cadena, atraerla a su pecho y anclarla allí.
Apartó las manos con timidez y apoyó la espalda en el marco a su vez.
eleanor
Estaban sentados en la cocina, jugando a las cartas. Al rápido. Eleanor enseñó a jugar a Park. Le ganó las primeras partidas pero enseguida perdió rapidez. (Maisie también ganaba a Eleanor después de unas cuantas partidas).
Preferían jugar a las cartas en la cocina, aunque la madre de Park estuviera presente, a quedarse en la sala pensando en todas las cosas que harían si estuvieran solos.
La madre de Park le preguntó a Eleanor qué tal le había ido la Navidad y esta respondió que muy bien.
—¿Qué cenasteis? —preguntó la mujer—. ¿Pavo o jamón?
—Pavo —respondió Eleanor— con patatas al eneldo. Mi madre es danesa.
Park dejó de jugar para mirarla. Ella le hizo una mueca. «Sí, soy danesa, qué pasa», le habría dicho de no haber estado la otra delante.
—Por eso tienes ese precioso pelo rojo —comentó la madre de Park en plan muy entendida.
Park sonrió. Eleanor puso los ojos en blanco.
Cuando la mujer salió a hacer un recado para los abuelos de Park, él le dio a Eleanor un puntapié por debajo de la mesa. Iba descalzo.
—No sabía que fueras danesa —dijo.
—Ahora que ya no tenemos secretos el uno para el otro, ¿vamos a tener siempre conversaciones tan fantásticas como esta?
—Sí. ¿Tu madre es danesa?
—Sí —asintió Eleanor.
—¿Y tu padre?
—Un capullo.
Park frunció el ceño.
—¿Qué pasa? ¿No querías sinceridad e intimidad? Estoy siendo mucho más sincera que si te dijera que es escocés.
—Escocés —dijo Park, y sonrió.
Eleanor había estado pensando en el acuerdo que él le había propuesto. Ser totalmente sinceros el uno con el otro. No creía que pudiera empezar a contarle la triste verdad de la noche a la mañana.
¿Y si Park se equivocaba? ¿Y si no podía asumirla?
¿Y si se daba cuenta de que tras todo aquel misterio, Eleanor ocultaba una vida sencillamente… deprimente?
Cuando Park le preguntó qué había hecho el día de Navidad, Eleanor le habló de las galletas de su madre y de las películas, y le contó que Mouse pensaba que El Grinch trataba de «esas personas tan buenas que vivían en Villabién».
Casi esperaba que le dijera: «Ya, pero ahora cuéntame los detalles desagradables».
Él, en cambio, se echó a reír.
—¿Crees que a tu madre le parecería bien que salieras conmigo? —le preguntó—. Ya sabes, si no fuera por tu padrastro.
—No sé —respondió Eleanor. Aferraba con fuerza el pensamiento de plata.
Eleanor pasó el resto de las vacaciones en casa de Park. A la madre del chico no parecía importarle, y el padre le insistía en que se quedase a cenar.
La madre de Eleanor, por su parte, daba por supuesto que su hija estaba en casa de Tina. En una ocasión, le comentó:
—Espero que no estés abusando de la hospitalidad de esa gente, Eleanor.
Y otro día dijo:
—Tina también podría venir aquí de vez en cuando, ¿no?
Ambas sabían que aquello era un chiste.
Nadie llevaba a amigos a casa de Eleanor. Ni siquiera los críos. Ni tan solo Richie. Y la madre de Eleanor ya no tenía amigas.
Antes sí.
Cuando sus padres estaban juntos, la casa estaba llena de gente. Hombres con el pelo largo. Mujeres con vestidos largos. Vasos de vino tinto por todas partes. Era una fiesta constante.
Y cuando el padre de Eleanor se marchó, seguían acudiendo mujeres. Madres solteras que traían consigo a sus hijos y todo lo necesario para preparar daiquiris de plátano. Despiertas hasta las tantas, charlaban en voz baja de sus ex e intercambiaban cotilleos sobre sus nuevos novios mientras los niños jugaban al parchís en la habitación contigua.
Al principio, Richie no era más que una de aquellas historias. Decía así:
La madre de Eleanor acudía al supermercado a primera hora de la mañana, mientras los niños dormían. En aquel entonces, tampoco tenían coche. (La madre de Eleanor no había vuelto a tener coche propio desde que acabó los estudios). El caso es que Richie la veía pasar andando cuando conducía de camino al trabajo. Un día paró el auto y le pidió el teléfono. Le dijo que era la mujer más hermosa que había visto jamás.
Cuando Eleanor oyó hablar de Richie por primera vez, estaba tendida en el viejo sofá, leyendo un ejemplar de la revista Life y bebiendo un daiquiri de plátano sin alcohol. Apenas escuchaba la conversación de las mujeres; a las amigas de su madre les gustaba que Eleanor anduviera por allí. Cuidaba de los pequeños sin protestar y todas decían que era muy madura para su edad. Si Eleanor guardaba silencio, prácticamente se olvidaban de que estaba presente. Y si bebían demasiado, les daba igual.
—¡Nunca confíes en un hombre, Eleanor! —le gritaban en un momento u otro.
—¡Sobre todo si no le gusta bailar!
Cuando la madre de Eleanor les contó que Richie la encontraba más bonita que un día de primavera, todas suspiraron y pidieron más detalles.
Por supuesto que la consideraba la mujer más guapa del mundo, pensó Eleanor. Sin duda lo era.
Eleanor tenía doce años por aquel entonces y no concebía que ningún hombre pudiera ser aún más capullo que su padre.
Ignoraba que hay defectos peores que el egoísmo.
En fin. Eleanor nunca se quedaba a cenar con Park, por si su madre tenía razón con lo de abusar de la hospitalidad ajena. Además, si llegaba a casa temprano, había más probabilidades de no encontrar a Richie allí.
Desde que pasaba tanto tiempo con Park, su rutina de higiene se había ido al traste. (Jamás se lo diría, por muchos secretitos que compartiesen).
Solo si se bañaba al volver del instituto podía hacerlo sin peligro. Ahora bien, si Eleanor pasaba por casa de Park después de clase, tenía que confiar en que Richie seguiría en el Broken Rail cuando ella llegara a casa. Y entonces tenía que bañarse muy deprisa porque la puerta trasera estaba pegada al baño y se podía abrir en cualquier momento.
Sabía que tanto pudor ponía nerviosa a su madre, pero Eleanor no tenía la culpa. Había considerado la posibilidad de ducharse en los vestuarios del instituto, pero el peligro habría sido aún mayor. Tina y las demás.
Hacía unos días, a la hora del almuerzo, Tina se lo había dejado muy claro. Se había acercado a la mesa de Eleanor y le había dirigido con voz inaudible la frase más grosera del mundo. Q-T-F. (Ni siquiera Richie la empleaba, lo que indica hasta qué punto es asquerosa).
—¿De qué va? —dijo DeNice. Era una pregunta retórica.
—Se cree el no va más —observó Beebi.
—Pues no es para tanto —afirmó DeNice—. Parece un niño pequeño en minifalda.
Beebi soltó una risilla.
—Y ese peinado le queda fatal —añadió DeNice, sin dejar de mirar a Tina—. Debería levantarse más temprano para decidir si quiere parecerse a Farrah Fawcett o a Rick James.
Beebi y Eleanor se partían de risa.
—O sea, escoge uno, nena —prosiguió DeNice, sacándole jugo al chiste—. Escoge. Uno.
—Eh, guapa —exclamó Beebi a la vez que palmeaba la pierna de Eleanor—. Allá va tu chico.
Las tres volvieron la vista hacia la cristalera de la cafetería. Park pasaba por el otro lado junto con unos cuantos chicos. Llevaba vaqueros y una camiseta con el nombre del grupo Minor Threat estampado en el pecho. Echó un vistazo a la cantina y sonrió al reconocer a Eleanor.
Beebi rio.
—Es mono —dijo DeNice. Como si fuera un hecho constatable.
—Ya lo sé —asintió Eleanor—. Tengo ganas de morderle la cara.
Las tres estallaron en risas hasta que DeNice las llamó al orden.
park
—Así que… —dijo Cal.
Park seguía sonriendo, aunque ya habían dejado atrás la cafetería.
—Eleanor y tú, ¿eh?
—Eh… Sí —reconoció Park.
—Ya —asintió Cal—. Todo el mundo lo sabe. O sea, hace siglos que lo sabemos.
Lo sabía por tu forma de mirarla en clase de literatura. Estaba esperando a que me lo dijeras.
—Ah —repuso Park, y miró a Cal—. Perdona. Salgo con Eleanor.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Creí que ya lo sabías.
—Lo sabía —dijo Cal—. Pero es que se supone que somos amigos. Se supone que hablamos de esas cosas.
—Creí que no lo entenderías.
—Y no lo entiendo. No te ofendas. Esa tía me pone los pelos de punta. Pero si vas, ya sabes, si vas en serio, quiero un informe completo.
—¿Lo ves? —replicó Park—. Por eso no te lo había dicho.