eleanor
La mañana de Navidad, Eleanor durmió hasta el mediodía, hasta que su madre entró y la despertó.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Tengo sueño.
—Pareces resfriada.
—¿Eso quiere decir que puedo seguir durmiendo?
—Supongo que sí. Eleanor… —la mujer dio unos pasos hacia ella y bajó la voz—. Voy a hablar con Richie sobre lo de este verano. Creo que podré convencerlo de que te deje ir al campamento.
Eleanor abrió los ojos.
—No. No, no quiero ir.
—Pero pensaba que estabas deseando salir de aquí.
—No —repitió la hija—. No quiero tener que dejaros a todos… otra vez —se sintió una imbécil integral al pronunciar la frase, pero diría lo que hiciera falta con tal de no separarse de Park durante el verano. (Aunque lo más probable era que a esas alturas ya se hubiera cansado de ella)—. Quiero quedarme en casa —dijo.
Su madre asintió.
—Vale —accedió—. Entonces no lo mencionaré. Pero si cambias de idea…
—No lo haré —le aseguró Eleanor.
Cuando la madre de Eleanor salió del dormitorio, ella fingió que se volvía a dormir.
park
La mañana de Navidad, Park durmió hasta el mediodía, hasta que Josh lo roció con agua de un pulverizador de la peluquería.
—Dice papá que, si no te levantas, dejará que me quede con todos tus regalos.
Park golpeó a Josh con una almohada.
Los demás lo estaban esperando, y el aroma del pavo asado se filtraba por toda la casa. La abuela de Park quería que abriera su regalo en primer lugar: otra camisa con la inscripción: «Bésame, soy irlandés». Le había comprado una talla más que la del año pasado, así que le iría una talla grande.
Sus padres le dieron una tarjeta regalo de cincuenta dólares para la tienda de punk rock Drastic Plastic. (A Park le sorprendió que se les hubiera ocurrido. También le sorprendió que Drastic Plastic vendiera tarjetas regalo. No era muy punk, que digamos).
También le regalaron dos jerséis negros que no estaban mal, agua de colonia Avon en un frasco en forma de guitarra eléctrica y un llavero vacío que su padre se encargó de exhibir.
El decimosexto cumpleaños de Park había quedado atrás y ya ni siquiera le importaba sacarse el carné para ir a clase. No pensaba renunciar al único rato en que la compañía de Eleanor estaba garantizada.
Ella ya le había dicho que, por muy alucinante que hubiera sido la noche anterior —y ambos estaban de acuerdo en que había sido alucinante— no podía correr el riesgo de volverse a escapar.
—Mis hermanos podrían haber despertado (aún podrían despertar), y se chivarían. No tienen muy claras sus lealtades.
—Pero si no haces ruido…
Fue entonces cuando Eleanor le reveló que compartía cuarto con sus hermanos. Con todos. En un dormitorio del tamaño del de Park, le explicó ella, sin contar la cama de agua.
Estaban sentados contra la puerta trasera del colegio, en una pequeña alcoba que no se veía desde la calle a menos que te fijaras bien, al resguardo de la nieve que caía. Se colocaron el uno al lado del otro, mirándose y con las manos entrelazadas.
Ya nada se interponía entre ellos. Ni el egoísmo ni las estupideces les arrebataban espacio.
—Así pues, ¿tienes dos hermanos y dos hermanas?
—Tres hermanos y una hermana.
—¿Cómo se llaman?
—¿Por qué?
—Por curiosidad —respondió Park—. ¿Es información confidencial?
Eleanor suspiró.
—Ben, Maisie…
—¿Maisie?
—Sí. Luego está Mouse… Jeremiah. Tiene cinco años. Y el nene. El pequeño Richie.
Park se echó a reír.
—¿Lo llamáis «pequeño Richie»?
—Bueno, su padre es el «gran Richie», aunque tampoco es que sea muy grande…
—Ya lo sé pero ¿pequeño Richie? ¿Como Little Richard? ¿El de «Tutti-Frutti»?
—Ay, madre, no lo había pensado. ¿Por qué nunca se me habrá ocurrido?
Park atrajo las manos de Eleanor contra su pecho. Aún no se había atrevido a tocarla por debajo de la barbilla o por encima del codo. No creía que ella lo detuviese si lo intentaba, pero ¿y si lo hacía? Sería horrible. En cualquier caso, se conformaba con la cara y las manos.
—¿Os lleváis bien?
—A veces… Están todos locos.
—¿Cómo va a estar loco un niño de cinco años?
—¿Quién, Mouse? Es el peor de todos. Siempre lleva un martillo o una bomba o algo en el bolsillo trasero, y se niega a ponerse camisa.
Park se rio.
—¿Y Maisie? ¿Por qué está loca?
—Pues verás, es mala. Eso para empezar. Y pelea como una barriobajera. En plan «quítate los pendientes».
—¿Cuántos años tiene?
—Ocho. No, nueve.
—¿Y Ben?
—Ben… —Eleanor desvió la mirada—. Ya has visto a Ben. Tiene casi la edad de Josh. Necesita un corte de pelo.
—¿Y Richie también los odia?
Eleanor le empujó las manos.
—¿Por qué quieres hablar de esto?
Park se las empujó a su vez.
—Porque… es tu vida. Porque me interesa. Pones un montón de barreras absurdas, como si solo me dejaras acceder a una pequeña parte de ti.
—Sí —dijo Eleanor, cruzándose de brazos—. Barreras. Cinta de seguridad. Te estoy haciendo un favor.
—Pues no lo hagas —replicó él—. Podré soportarlo —Park trató de borrarle el ceño con el pulgar—. Los secretos fueron la causa de esta estúpida pelea.
—Los secretos sobre tu malvada exnovia. Yo no tengo malvados ex nada.
—¿Richie también odia a tus hermanos?
—Deja de pronunciar su nombre.
Eleanor lo dijo en susurros.
—Lo siento —susurró Park a su vez.
—Me parece que odia a todo el mundo.
—A tu madre, no.
—Sobre todo a ella.
—¿La trata mal?
Eleanor puso los ojos en blanco y se frotó la mejilla con la manga del pijama.
—Ejem. Sí.
Park volvió a cogerle las manos.
—¿Por qué no se marcha?
Ella negó con la cabeza.
—No creo que pueda… No creo que quede gran cosa de ella.
—¿Le tiene miedo? —preguntó Park.
—Sí…
—¿Y tú le tienes miedo?
—¿Yo?
—Ya sé que temes que te eche de casa pero ¿le tienes miedo a él?
—No —Eleanor levantó la barbilla—. No… Solo tengo que ser cuidadosa, ¿sabes? Mientras no me interponga en su camino, todo va bien. Solo tengo que ser invisible.
Park sonrió.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Tú. Invisible.
Eleanor sonrió también. Park le soltó las manos y le tomó la cara. Tenía las mejillas frías, los ojos insondables en la oscuridad.
Park solo la veía a ella.
Al final, hacía demasiado frío para permanecer a la intemperie. Tenían la boca helada, por fuera y por dentro.
eleanor
Richie declaró que Eleanor tendría que salir de su cuarto para la cena de Navidad. Bueno. Era verdad que se estaba resfriando. Como mínimo, nadie pensaría que se había pasado el día echándole cuento.
La cena fue alucinante. La madre de Eleanor cocinaba de maravilla cuando disponía de materia prima. (Aparte de las judías, claro).
Comieron pavo relleno y puré de patatas rebosante de eneldo y mantequilla. Para postre había pudin de arroz y galletas a la pimienta, dos dulces que la mujer siempre reservaba para la Navidad.
O como mínimo los reservaba antes, cuando cocinaba todo tipo de platos durante el resto del año. Los más pequeños no sabían lo que se perdían. Cuando Eleanor y Ben eran niños, su madre usaba el horno constantemente. Eleanor llegaba a casa del cole y siempre encontraba galletas recién hechas en la cocina. Y tomaban un desayuno de verdad por las mañanas… Huevos con beicon, tortitas con salchichas o avena con crema y azúcar moreno.
En aquel entonces, Eleanor solía pensar que estaba gorda a causa de tanto banquete. Pero se equivocaba. Ahora se moría de hambre a diario y seguía siendo inmensa.
La noche de Navidad comieron como si fuera su última cena, y de hecho lo sería, al menos durante un tiempo. Ben se zampó las dos patas del pavo y Mouse, un plato entero de puré de patatas.
Richie llevaba todo el día bebiendo, así que estaba la mar de contento. Se reía mucho, con fuertes carcajadas. En verdad, no podías alegrarte de su buen humor, porque era de esos que no presagian nada bueno. Todos esperaban que saltase de un momento a otro.
Y lo hizo, en cuanto supo que no había pastel de calabaza.
—¿Qué cojones es esto? —exclamó, dejando caer la cuchara en el risalamande.
—Pudin de leche —respondió Ben, medio atontado de tanta comida.
—Ya sé que es pudin de leche —replicó Richie—. ¿Dónde está el pastel de calabaza, Sabrina? —gritó en dirección a la cocina—. Te pedí que prepararas una auténtica cena de Navidad. Te di dinero para poder disfrutar una cena de Navidad como Dios manda.
La madre de Eleanor se quedó plantada en la puerta de la cocina. Aún no se había sentado a comer.
—Es…
Es un postre tradicional danés, típico de las Navidades, pensó Eleanor. Mi abuela lo preparaba, y la abuela de mi abuela, y es mucho mejor que el pastel de calabaza. Es especial.
—Es que… he olvidado comprar calabaza —se disculpó la mujer.
—¿Cómo es posible que hayas olvidado comprar una puta calabaza el día de Navidad? —gritó Richie, que arrojó a lo lejos el cuenco de pudin. Se estrelló contra la pared, junto a su esposa, y lo llenó todo de grandes pegotes.
Todos los presentes salvo Richie guardaban silencio.
El hombre se levantó de la silla tambaleándose.
—Voy a comprar pastel de calabaza… para que esta puta familia pueda celebrar una auténtica cena de Navidad.
Se dirigió a la puerta trasera.
En cuanto oyeron que la camioneta arrancaba, la madre de Eleanor recogió el cuenco con lo que quedaba del pudin y añadió la parte superior del montón que había en el suelo.
—¿Quién quiere salsa de cerezas? —preguntó.
Todos quisieron.
Eleanor limpió los restos del estropicio y Ben encendió la tele. Vieron El Grinch, Frosty el muñeco de nieve y Cuento de Navidad.
Hasta su madre se sentó a ver películas con ellos.
Eleanor pensó, sin poder evitarlo, que al fantasma de las Navidades pasadas le horrorizaría aquella situación si apareciese por allí. Pero Eleanor se fue a dormir satisfecha y feliz.