32

eleanor

La caja con la piña llegó en Nochebuena. A juzgar por la reacción de los hermanos, cualquiera habría pensado que el mismísimo Papá Noel había aparecido en persona con un saco de regalos para cada uno.

Maisie y Ben ya se estaban peleando por la caja. Maisie la quería para las Barbies. Ben no tenía nada que guardar, pero Eleanor albergaba la esperanza de que se la quedase él.

Ben acababa de cumplir doce años y Richie había declarado que se había hecho demasiado mayor para compartir dormitorio con chicas y niños pequeños. Trajo a casa un colchón y lo llevó al sótano. Ahora Ben tenía que dormir allí abajo, con el perro y las pesas de Richie.

En la otra casa, Ben no bajaba al sótano ni para hacer la colada; y eso que aquel no tenía humedades y estaba casi acabado. Ben tenía miedo de los ratones, de los murciélagos, de las arañas y de cualquier cosa que empezara a moverse en cuanto apagabas la luz. Richie ya le había gritado dos veces por tumbarse a dormir en lo alto de las escaleras.

La piña llegó con una carta del tío y de su esposa. La madre de Eleanor fue la primera en leerla, y se emocionó mucho.

—Oh, Eleanor —exclamó nerviosa—. Geoff quiere que vayas a visitarlos en verano. Dice que la universidad de la zona organiza un campamento para los estudiantes de secundaria que sacan buenas notas…

Antes de que Eleanor pudiera considerar siquiera lo que aquello implicaba —Saint Paul, un campamento donde nadie la conocía, pero también sin Park—, Richie empezó a poner pegas.

—No puedes enviarla sola a Minnesota.

—Mi hermano vive allí.

—¿Y él qué sabe de adolescentes?

—Ya sabes que yo vivía con él cuando iba al instituto.

—Sí, y te quedaste embarazada.

Ben se había tumbado encima de la caja y Maisie le daba patadas a su hermano en la espalda. Los dos gritaban.

—Es una puta caja —gritó Richie—. De haber sabido que queríais cajas para Navidad, me habría ahorrado una pasta.

Aquella explosión hizo callar a todo el mundo. Nadie esperaba que Richie comprara regalos de Navidad.

—Tendría que haber esperado a mañana —dijo—, pero estoy harto de esto.

Se llevó un cigarrillo a la boca y se puso las botas. Lo oyeron abrir la portezuela de la camioneta. Poco después llegó con una gran bolsa de los grandes almacenes. Empezó a tirar cajas al suelo.

—Mouse —dijo.

Un camión monstruo con control remoto.

—Ben.

Un gran circuito de coches.

—Maisie… para ti, porque te gusta cantar.

Richie sacó un teclado, un teclado electrónico de verdad. Seguro que no era de marca ni nada, pero aun así. No lo tiró al suelo. Se lo tendió a Maisie.

—Y para el pequeño Richie… ¿Dónde está el pequeño Richie?

—Está haciendo la siesta —dijo la madre de Eleanor.

Richie se encogió de hombros y tiró al suelo un oso de peluche. La bolsa estaba vacía, y Eleanor respiró aliviada.

Entonces Richie se sacó un billete de la cartera y se lo tendió a Eleanor.

—Toma, Eleanor, cógelo. Cómprate algo de ropa normal.

Eleanor miró a su madre, que lo observaba todo con cara de póquer desde la puerta de la cocina. Luego se acercó a coger el dinero. Era un billete de cincuenta dólares.

—Gracias —dijo en el tono más neutro posible.

A continuación se sentó en el sofá. Los niños ya estaban abriendo sus regalos.

—Gracias, papá —repetía Mouse—. ¡Jo, gracias, papá!

—Claro —dijo Richie—. De nada. Esto son unas Navidades como Dios manda.

Richie se quedó en casa todo el día viendo a los niños jugar con sus regalos. A lo mejor el Broken Rail no abría en Nochebuena. Eleanor se encerró en su cuarto para alejarse de él (y del teclado nuevo de Maisie).

Estaba harta de añorar a Park. Quería verlo. Aunque la considerara una pervertida psicópata que se escribía a sí misma amenazas mal puntuadas. Aunque se hubiera pasado la adolescencia morreándose con Tina. Nada de todo aquello era tan terrible como para quitarle las ganas de ver a Park. (¿Qué atrocidad tendría que cometer para que las perdiera?, se preguntó).

A lo mejor debería plantarse en su casa en ese mismo instante y fingir que no había pasado nada. Y de no haber sido Navidad, tal vez lo hubiera hecho. ¿Por qué ni siquiera Dios estaba de su parte?

Más tarde, la madre de Eleanor entró en su cuarto para decirle que se iban al supermercado a comprar víveres para la cena de Navidad.

—Saldré a echar un vistazo a los niños —dijo Eleanor.

—Richie quiere que vayamos todos —le explicó la mujer, sonriendo—, en familia.

—Pero mamá…

—Nada de «peros», Eleanor —le advirtió su madre con suavidad—. No estropees un día estupendo.

—Venga, mamá… Se ha pasado todo el día bebiendo.

La mujer negó con la cabeza.

—Richie está perfectamente, nunca ha tenido problemas con el coche.

—¿Me estás diciendo que como está acostumbrado a conducir borracho no tengo que preocuparme?

—No soportas vernos contentos, ¿verdad? —preguntó la madre de Eleanor con rabia contenida—. Mira —prosiguió en un tono más suave—, ya sé que estás pasando por… —miró a Eleanor y volvió a negar con la cabeza— lo que sea. Pero el resto de la familia está pasando un gran día. Todos los demás nos merecemos disfrutar.

»Somos una familia, Eleanor. Todos. También Richie. Y lamento que eso te haga tan infeliz. Lamento que las cosas no siempre sean de tu agrado… Pero es la vida que tenemos. No puedes continuar enfadada por toda la eternidad. No puedes seguir haciendo lo posible por hundir a esta familia. No te dejaré.

Eleanor apretó los dientes.

—Tengo que pensar en todo el mundo —siguió diciendo la madre—. ¿Lo entiendes? Tengo que pensar en mí misma. Dentro de pocos años, tú te marcharás de casa, pero Richie es mi marido.

Hablaba casi con sentido común, pensó Eleanor. Si no supieras de antemano que toda aquella sensatez se apoyaba en un delirio.

—Levántate —le dijo a Eleanor su madre— y ponte el abrigo.

Tras ponerse el abrigo y el gorro nuevo, Eleanor acompañó a sus hermanos y hermanas a la caja del Isuzu.

Cuando llegaron al supermercado, Richie aguardó en el coche mientras todos los demás entraban. Nada más perderlo de vista, Eleanor puso el billete arrugado de cincuenta dólares en la mano de su madre.

Ella no le dio las gracias.

park

Habían salido a comprar la cena de Navidad y estaban tardando siglos porque a la madre de Park la ponía muy nerviosa cocinar para la abuela.

—¿Qué relleno prefiere? —preguntó.

—El precocinado de Pepperidge Farm —respondió Park, que estaba usando el carrito como patinete.

—¿Clásico o pan de maíz?

—No sé, el clásico.

—Si no sabes, mejor no dices nada… Mira —indicó la madre de Park a la vez que miraba por encima del hombro de su hijo—. Allí está tu Eleanor.

E-la-no.

Park se dio media vuelta y vio a Eleanor de pie junto al expositor de la carne con sus cuatro hermanos, todos pelirrojos. (Solo que ninguno de ellos tenía el pelo tan rojo como Eleanor. Nadie lo tenía como ella).

Una mujer se acercó al carro y metió un pavo.

Debe de ser la madre de Eleanor, pensó Park. Era idéntica a ella. Pero más angulosa y con más sombras. Como Eleanor, pero más alta. Como Eleanor, pero cansada. Como Eleanor después del declive.

La madre de Park también los estaba mirando.

—Mamá, vamos —susurró Park.

—¿No vas a saludar? —preguntó ella.

Park negó con la cabeza, pero no se movió del sitio. No creía que a Eleanor le hiciera gracia y, aunque así fuera, no quería meterla en líos. ¿Y si su padrastro andaba por allí?

Eleanor parecía distinta, más apagada que de costumbre. No llevaba ningún adorno en el cabello ni trapos atados a las muñecas…

Seguía estando preciosa. Los ojos de Park la echaban tanto de menos como el resto de sí mismo. Quería correr hacia ella para decírselo: disculparse con ella y confesarle lo mucho que la necesitaba.

Eleanor no le vio.

—Mamá —volvió a susurrar Park—. Vamos.

Park pensó que su madre haría algún comentario crítico en el coche, pero la mujer guardó silencio. Cuando llegaron a casa, dijo que estaba cansada. Le pidió a Park que metiera la compra y se pasó el resto de la tarde en su habitación con la puerta cerrada.

Hacia la hora de la cena, el padre de Park fue a preguntarle a su mujer qué tal se encontraba. Una hora después, cuando por fin salieron los dos del dormitorio, el hombre anunció que irían a cenar a Pizza Hut.

—¿En Nochebuena? —protestó Josh.

Siempre preparaban gofres y veían películas en Nochebuena. Ya habían alquilado Billy el Defensor.

—Al coche —ordenó el hombre.

La madre de Park tenía los ojos enrojecidos y no se molestó en retocarse el maquillaje antes de salir.

Cuando volvieron a casa, Park se dirigió directamente a su habitación. Quería estar a solas para pensar en su encuentro con Eleanor. Sin embargo, su madre entró unos minutos después. Se sentó en la cama sin provocar ni una ola en el colchón.

Le tendió un regalo de Navidad.

—Es… para tu Eleanor —dijo—. De mi parte.

Park miró el regalo. Lo cogió pero negó con la cabeza.

—No sé si tendré la ocasión de dárselo.

—Tu Eleanor —afirmó la mujer— procede de gran familia.

Park agitó el regalo con suavidad.

—Yo procedo de gran familia —continuó su madre—. Tres hermanas pequeñas. Tres hermanos pequeños.

Tendió la mano y la movió como si fuera tocando cabezas sucesivamente.

Se había tomado un refresco de vino con la cena y se le notaba. Casi nunca hablaba de Corea.

—¿Cómo se llamaban? —preguntó Park.

La madre de Park devolvió la mano al regazo.

—En grandes familias —dijo—, todo… todo se hace muy fino. Como papel, ¿sabes? —hizo un gesto como de romper un papel—. ¿Entiendes?

Dos refrescos de vino quizás.

—No estoy seguro —respondió Park.

—Nadie tiene bastante —dijo—. Nadie tiene lo que necesita. Siempre tienes hambre, el hambre se mete en tu cabeza —se tocó la frente—. ¿Entiendes?

Park no sabía qué decir.

—Tú no entiendes —concluyó ella, meneando la cabeza de lado a lado—. Es mejor tú no entiendes. Lo siento.

—No lo sientas —dijo Park.

—Siento cómo he recibido a tu Eleanor.

—Mamá, no pasa nada. Tú no tienes la culpa.

—Me parece que no explico esto bien.

—No pasa nada, Mindy —intervino el padre de Park desde el umbral—. Ven a dormir, cariño —se acercó a la cama de Park y ayudó a su esposa a levantarse. Luego la rodeó con el brazo como si quisiera protegerla—. Tu madre solo quiere que seas feliz —le dijo a Park—. No te rajes a nuestra costa.

La madre de Park frunció el ceño, como si no supiera si aquel comentario contaba como palabrota.

Park esperó hasta que la televisión dejó de oírse en el dormitorio de sus padres. Luego aguardó media hora más. Transcurrido ese rato, cogió el abrigo y salió por la puerta trasera, que estaba situada en la otra punta de la casa.

Corrió hasta llegar al final del callejón.

Eleanor dormía a dos pasos de allí.

Vio la camioneta del padrastro aparcada en el camino de entrada. Quizás fuera una suerte; Park no quería que llegara mientras él estaba allí plantado, frente al porche. Las luces estaban apagadas, por lo que Park podía ver, y no parecía que el perro anduviese cerca…

Subió la escalera sin hacer el menor ruido.

Sabía cuál era la habitación de Eleanor. Ella le había dicho una vez que dormía junto a la ventana, y recordaba que ocupaba la litera de arriba. Se quedó junto al cristal, pegado a la pared para no proyectar ni una sombra. Golpearía la hoja con suavidad y, si alguien que no era Eleanor se asomaba, correría como alma que lleva el diablo.

Park llamó a la ventana. Nada. La cortina, la sábana o lo que fuera no se movió.

Eleanor debía de estar dormida. Volvió a golpear el cristal, con más fuerza esta vez, y se dispuso a salir pitando. Alguien apartó una pizca el lateral de la sábana, pero Park no vio quién era.

¿Debía echar a correr? ¿Esconderse?

Se colocó delante de la ventana. La sábana se desplazó aún más. Park vio el rostro de Eleanor. Parecía aterrorizada.

—Vete —vocalizó sin voz.

Él negó con la cabeza.

—Vete —volvió a vocalizar. Luego señaló a lo lejos—. Al colegio —dijo o, como mínimo, eso le pareció a Park.

Echó a correr.

eleanor

Cuando oyó ruidos, Eleanor solo atinó a pensar que, si alguien entraba en casa por su ventana, ¿cómo escaparía para llamar a emergencias?

Aunque seguro que, después de lo sucedido la última vez, la policía ni siquiera se molestaba en acudir. Eso sí, despertaría al capullo de Gil y se comería sus malditos brownies.

Park era la última persona que se esperaba encontrar al otro lado del cristal.

Cuando lo vio, el corazón se le desbocó en el pecho. Conseguiría que los matasen a los dos. En aquella casa se habían repartido tiros por mucho menos.

En cuanto Park desapareció, Eleanor echó de la cama a aquel estúpido gato y, a oscuras, se puso el sujetador y las deportivas. Llevaba una camiseta grande y unos viejos pantalones de pijama de su padre. Tenía el abrigo en la salita, así que cogió un jersey.

Maisie se había quedado dormida delante de la tele, de modo que no le costó nada bajar a la litera inferior y salir por la ventana.

Esta vez me va a matar a palos, pensó Eleanor mientras cruzaba el porche de puntillas. Richie pasaría la mejor Navidad de su vida.

Park la esperaba sentado en la escalera del colegio. Justo en el sitio donde se habían sentado a leer Watchmen aquella noche. En cuanto la vio, se levantó y echó a correr hacia ella. Echó a correr, literalmente.

Corrió hacia ella y le tomó el rostro entre las manos. Antes de que Eleanor pudiera negarse, la besó. Y Eleanor le devolvió el beso sin pararse a pensar que había decidido no volver a besar a nadie nunca, y menos a él, después de todo lo que la había hecho sufrir.

Eleanor estaba llorando y también Park. Cuando ella le cogió la cara a su vez, advirtió que tenía las mejillas mojadas. Y calientes. Qué cálido era.

Echó la cabeza hacia atrás y lo besó como nunca lo había hecho. Al cuerno la inexperiencia.

Park la apartó para decirle cuánto lo sentía, pero Eleanor hizo un gesto negativo con la cabeza, porque si bien quería que se disculpase, aún deseaba más que la besase.

—Perdóname, Eleanor —Park pegó el rostro al de ella—. Estaba equivocado en todo. En todo.

—Yo también lo siento —dijo Eleanor.

—¿Qué?

—Haberme enfadado tanto contigo.

—No pasa nada —la tranquilizó Park—. A veces me gusta.

—Pero no siempre.

Él negó con la cabeza.

—Ni siquiera sé por qué lo hago —explicó Eleanor.

—Da igual.

—Pero no lamento haberme enfadado por lo de Tina.

Park apretó la frente contra la de Eleanor con tanta fuerza que se hizo daño.

—Ni siquiera pronuncies su nombre —dijo—. Ella no es nada y tú lo eres… todo. Lo eres todo para mí, Eleanor.

Volvió a besarla. Eleanor abrió los labios.

Se quedaron allí hasta que Park ya no pudo calentarle las manos. Hasta que a Eleanor se le entumecieron los labios del frío y los besos.

Park quería acompañarla a casa, pero ella le dijo que hacerlo sería suicida.

—Ven a mi casa mañana —propuso él.

—No puedo. Es Navidad.

—Pues pasado mañana entonces.

—Pasado mañana —accedió Eleanor.

—Y al otro.

Ella se echó a reír.

—A tu madre no le hará gracia. Me parece que no le caigo bien.

—Te equivocas —arguyó Park—. Ven.

Eleanor subía las escaleras de entrada cuando le oyó susurrar su nombre. Se volvió, pero las sombras lo ocultaban.

—Feliz Navidad —dijo Park.

Ella sonrió, pero no respondió.