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park

Durante el trayecto de vuelta a casa, ella no le dirigió la palabra.

Park se había pasado todo el día intentando discurrir cómo librarse de la nueva. Tendría que cambiar de asiento. No había más remedio. Pero ¿dónde se sentaría? No quería imponer su presencia a nadie. Además, el mero gesto de trasladarse a otro sitio llamaría la atención de Steve.

Park había supuesto que Steve se cebaría con él en cuanto la nueva se sentase a su lado, pero este había retomado el tema del kung-fu. Park, por cierto, sabía mucho de kung-fu. No porque su madre fuera coreana sino porque su padre estaba obsesionado con las artes marciales. Park y su hermano pequeño, Josh, llevaban asistiendo a clases de taekwondo desde que sabían andar.

Cambiar de asiento, pero ¿cómo?

Seguramente podría encontrar algún sitio libre en las primeras filas, con los nuevos, pero sentarse allí sería una terrible muestra de debilidad. Y muy en el fondo tampoco le hacía gracia dejar a aquella notas a su suerte en las últimas filas.

Se odiaba a sí mismo por estar pensando en darle esquinazo.

Si su padre llegara a enterarse de que se estaba planteando sentarse en otra parte, lo llamaría nenaza. En voz alta, además. Y si su abuela lo supiese, le daría una colleja. «¿Dónde está tu educación? —le diría—. ¿Te parece bonito tratar así a alguien que no tiene tu suerte?».

Park, por desgracia, no tenía la suerte suficiente —ni tampoco el estatus— como para que lo dejaran en paz. Y sabía que era un mierda por pensar así, pero daba gracias de que hubiera personas como ella. Porque también existían personas como Steve, Mikey y Tina, que necesitaban carnaza. Si no la tomaban con la pelirroja, se buscarían a otra víctima. Y esa otra víctima sería Park.

Steve lo había dejado tranquilo por la mañana, pero la paz no duraría eternamente.

Park casi podía oír a su abuela diciendo: «Por Dios, hijo mío, ¿tan mal te sienta haber sido amable con una chica en público?».

Ni siquiera había sido realmente amable, pensó Park. La había dejado sentarse a su lado, sí, pero también le había hablado mal. Cuando la vio en clase de literatura por la tarde, Park habría jurado que estaba allí para atormentarlo…

—Eleanor —había dicho el señor Stessman—. Tiene usted un nombre muy poderoso. Es nombre de reina, ¿sabe?

—Es el nombre de la ardilla gorda —susurró alguien detrás de Park. El compañero le rio la gracia.

El señor Stessman señaló un pupitre vacío de las primeras filas.

—Hoy vamos a leer poesía, Eleanor —dijo el profesor—. Dickinson. ¿Nos haría el favor de empezar?

El señor Stessman le abrió el libro por la página del poema y se lo señaló.

—Adelante —sugirió—. Alto y claro. Continúe hasta que yo le diga.

La nueva miró al profesor como si no se pudiera creer que hablara en serio. Cuando comprendió que sí —el señor Stessman casi nunca bromeaba— empezó a leer.

—Había sentido hambre, largos años —leyó.

Unos cuantos alumnos se echaron a reír. Qué fuerte, pensó Park, solo al señor Stessman se le ocurriría pedirle a una chica rellenita que leyera un poema sobre el hambre el primer día de clase.

—Continúa, Eleanor —dijo el señor Stessman.

Ella volvió a empezar, lo que Park consideró una pésima idea.

—Había sentido hambre, largos años —leyó Eleanor, ahora en voz más alta.

pero mi mediodía llegó, y su comida,

temblando acerqué la mesa

y toqué el curioso vino.

Era lo que había visto sobre las mesas

cuando volviendo a casa hambrienta

miraba tras las ventanas la abundancia

que no podía imaginar siendo mía.

El señor Stessman la dejó continuar y ella acabó leyendo el poema completo con aquella voz fría y desafiante. El mismo tono que había empleado para hablar con Tina.

—Ha sido maravilloso —la elogió el señor Stessman cuando hubo terminado. Sonreía de oreja a oreja—. Sencillamente maravilloso. Espero que se quede con nosotros, Eleanor, al menos hasta que lleguemos a Medea. Tiene usted la clase de voz que uno imagina surgiendo de un carro tirado por dragones.

Cuando la nueva apareció en clase de historia, el señor Sanderhoff no hizo ninguna escena, pero al ver su nombre en una redacción comentó:

—Ah, como la reina Leonor, o Eleanor, de Aquitania.

Eleanor se había sentado unas cuantas filas por delante de Park y, por lo que él pudo ver, se pasó toda la clase mirando las musarañas.

Park no daba con la manera de librarse de ella en el autobús. O de librarse de sí mismo. Así que se puso los auriculares antes de que ella se sentara y subió el volumen a tope.

Gracias a Dios, la nueva no le dirigió la palabra.