park
Llamó a su madre a la hora de comer para decirle que Eleanor lo acompañaría aquella tarde. La orientadora le dejó usar el teléfono. (A la señora Dunne le encantaba prestar ayuda en casos de crisis, así que Park solo tuvo que dar a entender que se trataba de una emergencia).
—Solo quería decirte que Eleanor irá a casa después de clase —informó Park a su madre—. Papá dijo que no había problema.
—Vale —respondió ella, sin molestarse siquiera en aparentar que le parecía bien—. ¿Se quedará a cenar?
—No lo sé —dijo Park—. Seguramente no.
La mujer suspiró.
—Procura ser simpática con ella, ¿vale?
—Soy simpática con todos —repuso la madre de Park—. Lo sabes.
En el autobús, Park notó que Eleanor estaba nerviosa. Guardaba silencio y se mordía el labio inferior con tanta fuerza que mudaba del rojo al blanco. Entonces advirtió que también tenía pecas en los labios.
Park trató de distraerla hablando de Watchmen; acababan de leer el cuarto capítulo.
—¿Qué te parece la historia de piratas? —le preguntó.
—¿Qué historia de piratas?
—Ya sabes, hay un personaje que siempre está leyendo un cómic de piratas. La historia dentro de la historia, la historia de piratas.
—Siempre me salto esa parte —explicó Eleanor.
—¿Te la saltas?
—Es un rollo. Bla, bla, bla… ¡Piratas! Bla, bla, bla.
—Nada de lo que escribe Alan Moore se puede describir como un bla, bla, bla —declaró Park con solemnidad.
Eleanor se encogió de hombros y se mordió el labio.
—Empiezo a pensar que no debería haberte iniciado en los cómics con una historia que prácticamente deconstruye los últimos cincuenta años del género —dijo Park.
—Solo he oído: bla, bla, bla, género.
El autobús se detuvo a pocos metros de la casa de Eleanor. Ella miró a Park.
—¿Qué te parece si bajamos en mi parada? —preguntó él.
Eleanor volvió a encogerse de hombros.
Se apearon en la parada de Park, junto con Steve, Tina y casi todos los que se sentaban al fondo. Cuando Steve no estaba trabajando, la gente de la clase se reunía en su garaje, incluso en invierno.
Park y Eleanor echaron a andar tras ellos.
—Hoy parezco un poco boba. Lo siento —se disculpó Eleanor.
—Estás como siempre —repuso Park.
Eleanor se había colgado la cartera del brazo. Park intentó cogérsela, pero ella no le dejó.
—¿Siempre parezco boba?
—No he querido decir eso…
—Pues es lo que has dicho —murmuró ella.
Lo último que quería Park en aquel preciso instante era que Eleanor se enfadase. O sea, en cualquier momento menos ahora. Que se pasase todo el día siguiente de morros si quería.
—Sabes cómo hacer que una chica se sienta especial —se burló ella.
—Nunca he dicho que supiera nada de chicas —objetó Park.
—Pues no es eso lo que me han dicho —arguyó ella—. Por lo que yo sé, te dejan llevar chicasss a tu cuarto.
—Han estado ahí —reconoció Park—, pero no he aprendido nada.
Se detuvieron al llegar al porche. Park le cogió la cartera e hizo esfuerzos por no parecer nervioso. Eleanor miraba la acera, como si estuviera a punto de salir corriendo.
—Lo que quería decir es que hoy tienes el mismo aspecto de siempre —le explicó él en voz baja, por si su madre estaba al otro lado de la puerta—. Y siempre estás guapa.
—Nunca estoy guapa —replicó ella. Como si Park fuera un cretino.
—A mí me gusta tu aspecto —afirmó él. Su tono era más de reproche que de cumplido.
—Eso no significa que sea bueno.
Eleanor también susurraba.
—Vale, pues tienes pinta de vagabundo.
—¿De vagabundo?
Eleanor frunció el ceño.
—Sí, de nómada —aclaró él—. Pareces sacada de Godspell.
—Ni siquiera lo conozco.
—Es un musical malísimo.
Eleanor dio un paso hacia él.
—¿Tengo pinta de vagabundo?
—Peor aún —replicó Park—. De payaso vagabundo.
—¿Y a ti te gusta?
—Me encanta.
Nada más oírlo, Eleanor sonrió. Y cuando Eleanor sonreía, algo se rompía dentro de Park.
Algo se rompía siempre.
eleanor
Menos mal que la madre de Park abrió la puerta en aquel momento, porque Eleanor estaba a punto de besar a Park, y de haberlo hecho se habría metido en camisa de once varas; Eleanor no sabía nada de besos.
Bueno, claro, había visto millones de besos por la tele (gracias, Días felices), pero la televisión nunca mostraba el meollo del asunto. Si Eleanor hubiera intentado besar a Park, habría hecho lo mismo que hacen las niñas cuando fingen que Barbie y Ken se morrean: estamparle la cara.
Además, si la madre de Park hubiera abierto la puerta en pleno beso, por penoso que fuera, la habría odiado aún más si cabe.
Y la madre de Park la odiaba, saltaba a la vista. O puede que solo odiase el concepto de Eleanor, la idea de que una chica sedujera a su primogénito en su propia sala de estar.
Eleanor siguió a Park hasta la salita y se sentó. Actuó con muchísima educación. Cuando la madre de Park les ofreció merienda, ella dijo:
—Me encantaría, muchas gracias.
La mujer miraba a Eleanor como si fuera un manchurrón en el sofá azul cielo. Les llevó galletas y luego los dejó solos.
Park parecía contentísimo. Eleanor trató de concentrarse en lo agradable que era estar allí con él; pero el mero hecho de no perder los nervios le requería toda la concentración.
Eran los pequeños detalles de la casa de Park los que la sacaban de quicio. Como los adornos de cristal que colgaban por todas partes. Y las cortinas a juego con el sofá y con los tapetes extendidos bajo las lámparas.
Cualquiera habría jurado que en una casa tan agradable y aburrida como aquella no podía vivir nadie interesante. Sin embargo, Park era el chico más inteligente y divertido que Eleanor había conocido jamás, y aquel era su planeta natal.
Eleanor quería sentirse superior a la madre de Park y a su hogar de mujer de Avon. En cambio, no dejaba de pensar en lo increíble que debía de ser vivir en una casa como aquella. Tener tu propia habitación. Y tus propios padres. Y seis tipos de galletas distintos en el armario.
park
Eleanor tenía razón. No era guapa exactamente. Emanaba algo artístico, y el arte no busca ser bonito; busca despertar tus sentimientos.
A Park, la presencia de Eleanor en el sofá le hacía sentir que se había abierto una ventana en mitad de la sala. Como si todo el aire de la habitación hubiera sido reemplazado de repente por otro más fresco y puro.
Junto a Eleanor, tenía la sensación de que sucedían cosas. Incluso allí, sentados en el sofá.
Eleanor no dejó que le cogiera la mano, no en casa de Park, y tampoco se quedó a cenar. Pero aceptó volver al día siguiente… si a sus padres les parecía bien, como así fue.
De momento, la madre de Park se había mostrado amable. No había desplegado su encanto, como hacía con sus clientes y con los vecinos, pero tampoco había sido brusca. Y si quería esconderse en la cocina cada vez que Eleanor fuera de visita, pensó Park, estaba en su derecho.
Eleanor volvió el jueves por la tarde y luego el viernes. El sábado, mientras jugaban a la Nintendo con Josh, el padre de Park la invitó a cenar.
Park alucinó cuando ella aceptó. El padre añadió la extensión a la mesa del comedor y Eleanor se sentó junto a Park. Estaba nerviosa, se le notaba. Apenas tocó el sándwich de carne con chile y al cabo de un rato su sonrisa empezó a parecer una mueca.
Después de cenar, vieron todos juntos Regreso al futuro en la HBO. La madre de Park hizo palomitas. Eleanor se sentó con Park en el suelo, de espaldas contra el sofá, y cuando él le cogió la mano a hurtadillas, no la retiró. Park le acarició la palma porque sabía que a ella le gustaba. Eleanor entrecerró los ojos como si se estuviera durmiendo.
Cuando acabó la película, el padre de Park se empeñó en que su hijo acompañara a Eleanor a casa.
—Gracias por invitarme, señor Sheridan —se despidió ella—. Y gracias por la cena, señora Sheridan. Estaba deliciosa. Me lo he pasado muy bien.
No había ni sombra de sarcasmo en su voz.
Desde la puerta, volvió a gritar:
—¡Buenas noches!
Park cerró la puerta tras ellos. Casi podía ver cómo la tensión la abandonaba. Sintió deseos de abrazarla, para escurrirle las últimas gotas de ansiedad.
—No me puedes acompañar a casa —le espetó ella en el tono brusco de costumbre—. Lo sabes, ¿verdad?
—Ya lo sé. Pero te puedo acompañar un trozo.
—No sé…
—Venga —insistió Park—. Es de noche. Nadie nos verá.
—Vale —aceptó Eleanor, pero se metió las manos en los bolsillos. Echaron a andar despacio—. Tu familia es fantástica —dijo ella al cabo de un momento—. De verdad.
Park la cogió del brazo.
—Eh, quiero enseñarte una cosa.
La arrastró hacia el camino de entrada a una casa, entre un pino y una autocaravana.
—Park, esto es allanamiento.
—No lo es. Mis abuelos viven aquí.
—¿Y qué me quieres enseñar?
—En realidad, nada. Solo quería estar un momento a solas contigo.
La llevó hacia el fondo del camino, donde los árboles, la caravana y el garaje los ocultaban casi por completo.
—¿En serio? —dijo Eleanor—. Qué cutre.
—Ya lo sé —reconoció él, volviéndose a mirarla—. La próxima vez, me limitaré a decir: Eleanor, sígueme a este callejón oscuro, que quiero besarte.
Ella no puso los ojos en blanco. Inspiró profundamente y cerró la boca. Park estaba aprendiendo a pillarla desprevenida.
Eleanor hundió aún más las manos en los bolsillos, así que Park la cogió por los codos.
—La próxima vez —prosiguió— me limitaré a decir: Eleanor, escóndete tras esos arbustos conmigo, porque me voy a volver loco si no te beso.
Como ella no se movió, Park juzgó que podía acariciarle la cara. Su piel era tan suave como había imaginado, blanca y lisa como porcelana pecosa.
—Me limitaré a decir: Eleanor, sígueme a la madriguera del conejo…
Le pasó el pulgar por los labios para ver si Eleanor se apartaba. No lo hizo. Park se inclinó hacia ella. Quería cerrar los ojos, pero temía que lo dejara allí plantado.
Cuando sus labios empezaban a rozarse, Eleanor hizo un gesto negativo con la cabeza. Frotó la nariz de Park con la suya.
—Nunca lo he hecho —dijo.
—No pasa nada —la tranquilizó él.
—Sí que pasa. Será un desastre.
Él negó con un gesto.
—No.
Eleanor meneó la cabeza un poco más. Solo una pizca.
—Te vas a arrepentir —insistió.
Park se echó a reír al oírla, así que tuvo que esperar aún un instante antes de besarla.
No fue un desastre. Los labios de Eleanor eran suaves y cálidos. Notaba el pulso de ella en la mejilla. Park se alegró de que estuviera tan nerviosa. Eso lo obligaba a permanecer tranquilo. Sentir su temblor lo relajaba.
Park se apartó antes de lo que habría querido. Aún no había aprendido a respirar en pleno beso.
Cuando se separaron, vio que Eleanor tenía los ojos casi cerrados. Había luz en el porche delantero de los abuelos de Park, y el rostro de ella capturaba hasta el último reflejo. Debería estar casada con el hombre de la Luna.
Al cabo de un momento, ella agachó la cara y Park le posó la mano en el hombro.
—¿Va todo bien? —susurró.
Eleanor asintió. Park la atrajo hacia sí y le besó la coronilla. Trató de encontrarla bajo todo aquel pelo.
—Ven aquí —dijo—. Quiero enseñarte una cosa.
Ella se rio. Él le levantó la barbilla.
La segunda vez fue aún menos desastrosa.
eleanor
Salieron juntos al callejón. Escondido entre las sombras, Park se quedó mirando cómo Eleanor se alejaba hacia su casa, sola.
Ella tuvo que hacer esfuerzos para no volverse a mirar.
Richie estaba en casa. Y todos salvo la madre de Eleanor veían la tele. No era tan tarde; Eleanor trató de comportarse como si cada día llegara a casa después del anochecer.
—¿Dónde has estado? —preguntó Richie.
—En casa de una amiga.
—¿Qué amiga?
—Ya te lo he dicho, cariño —intervino la madre de Eleanor. Entró en la salita secando una sartén—. Eleanor ha hecho una amiga en el barrio. Lisa.
—Tina —la corrigió Eleanor.
—Una amiga, ¿eh? —se burló Richie—. ¡Pues sí que renuncias pronto a los hombres!
Se rio mucho de su propio chiste.
Eleanor entró en su cuarto y cerró la puerta. No encendió la luz. Subió a la cama vestida como estaba, descorrió las cortinas y retiró el vapor de la ventana. No veía la calle, ni nada que se moviera en el exterior.
La ventana volvió a empañarse. Eleanor cerró los ojos y apoyó la frente contra el cristal.