24

eleanor

Le costaba mucho admitirlo, pero la verdad era que a menudo se dormía en plena bronca.

Al cabo de un par de meses de su regreso, Eleanor se acostumbró. Si tuviera que despertarse cada vez que Richie se enfadaba… Si se asustara cada vez que lo oía gritar en la habitación del fondo…

De tanto en tanto, cuando Maisie se encaramaba a su cama, se despertaba. Maisie no dejaba que Eleanor la viera llorar durante el día, pero se estremecía como una niña pequeña y se chupaba el pulgar por la noche. Los cinco habían aprendido a llorar en silencio. «No pasa nada —le decía Eleanor a su hermana mientras la abrazaba—. No pasa nada».

Esa noche, cuando Eleanor se despabiló, supo que aquella no era una bronca más.

Oyó que la puerta trasera se abría de golpe. Y antes de despertarse del todo, comprendió que había oído voces en el exterior. Hombres que maldecían.

Sonaron golpes en la cocina… y luego disparos. Eleanor supo que eran disparos aunque era la primera vez que los oía.

Delincuentes, pensó. Camellos. Violadores. Delincuentes violadores que traficaban con drogas. Seguro que abundaban los maleantes que tenían cuentas pendientes con Richie; incluso sus amigos daban miedo.

Eleanor debió de levantarse en cuanto oyó los disparos. Ahora estaba en la litera inferior, acurrucada sobre Maisie.

—No te muevas —le susurró, sin saber si estaba despierta.

Eleanor abrió la ventana lo suficiente para deslizarse al exterior. Saltó y se alejó en silencio del porche. Se detuvo en la casa de al lado; un hombre de avanzada edad llamado Gil vivía allí. Llevaba camiseta con tirantes y les lanzaba miradas asesinas cuando barría la acera.

Gil tardó siglos en abrir la puerta. Cuando lo hizo, Eleanor se dio cuenta de que, al llamar, había agotado sus reservas de adrenalina.

—Hola —dijo en voz baja.

El tipo provocaba escalofríos. Habría sido capaz, con una sola de sus miradas asesinas, de obligar a Tina a esconderse bajo la mesa; luego le habría dado una patada.

—¿Me deja usar el teléfono? —preguntó Eleanor—. Tengo que llamar a la policía.

—¿Qué? —ladró Gil.

Tenía el pelo aceitoso y llevaba tirantes hasta con el pijama.

—Tengo que llamar a emergencias —explicó ella. Lo dijo como si le estuviera pidiendo una taza de azúcar—. O si no, podría llamar usted. Hay unos hombres en mi casa… armados. Por favor.

Gil no parecía impresionado, pero la dejó entrar. Por dentro, la casa era muy bonita. Eleanor se preguntó si alguna vez habría estado casado… o si sencillamente le gustaban los volantes. El teléfono se hallaba en la cocina.

—Creo que ha entrado gente a mi casa —le dijo Eleanor al telefonista de emergencias—. He oído disparos.

Gil no le pidió que se fuera, así que Eleanor esperó a la policía en su cocina. Tenía toda una bandeja de brownies en el mármol, pero no le ofreció. Toda clase de imanes en forma de mapas cubrían la puerta de la nevera, y sobre la encimera había un temporizador que imitaba a un pollito. El hombre se sentó a la mesa de la cocina y encendió un cigarrillo. Tampoco le ofreció.

Cuando llegó la policía, Eleanor salió de la casa. De repente, se sentía una boba con sus pies descalzos. Gil cerró la puerta tras ella.

Los polis no salieron del coche.

—¿Ha llamado usted al 911? —le preguntó uno.

—Creo que hay alguien en mi casa —explicó ella con voz temblorosa—. He oído gritos y disparos.

—Muy bien —dijo el policía—. Espere un momento, entraremos con usted.

Conmigo, pensó Eleanor. Ni en sueños pensaba volver allí dentro. ¿Qué les iba a decir a los Ángeles del Infierno que campaban a sus anchas por la salita?

Los agentes de policía —dos hombretones calzados con botas negras— aparcaron el auto y la acompañaron al porche.

—Adelante —dijo uno—. Abra la puerta.

—No puedo. Está cerrada con llave.

—¿Y cómo ha salido?

—Por la ventana.

—Pues entre por la ventana.

La próxima vez que llamara a emergencias solicitaría polis que no la obligaran a entrar sola en una casa allanada. ¿Los bomberos también hacían eso? «Eh, guapa, entra tú primero y abre la puerta».

Saltó por la ventana, pasó por encima de Maisie (que seguía durmiendo), corrió a la sala, abrió la puerta y volvió corriendo a su habitación. Luego se sentó a esperar en la litera de abajo.

—Policía —oyó.

A continuación escuchó la voz de Richie.

—Pero ¿qué cojones…?

Y la de su madre:

—¿Qué pasa?

—Policía.

Sus hermanos se fueron despertando y se acurrucaron todos juntos, frenéticos. Alguien pisó al nene, que empezó a llorar.

Eleanor oyó los pasos de los policías, que recorrían la casa. Richie gritaba. La puerta del cuarto se abrió cediendo el paso a la madre de Eleanor, que entró como la esposa del señor Rochester, con un camisón blanco, largo y desgarrado.

—¿Los has llamado tú? —le preguntó a Eleanor.

Ella asintió.

—He oído disparos —explicó.

—Chist —la hizo callar su madre, que corrió a la cama y le apretó la mano contra la boca—. No digas nada más —cuchicheó—. Si te preguntan, di que te has confundido. Todo ha sido un error.

La puerta se abrió y la madre de Eleanor apartó la mano. Dos haces de luz recorrieron el cuarto. Todos los pequeños estaban despiertos, llorando. Les brillaban los ojos como a los gatos.

—Solo están asustados —explicó la mujer—. No entienden a qué viene esto.

—Aquí no hay nadie —dijo el policía, enfocando con la linterna en dirección a Eleanor—. Hemos inspeccionado el jardín y el sótano.

Más parecía una acusación que un intento de tranquilizarla.

—Lo siento —dijo ella—. Me había parecido oír algo…

Las luces se apagaron y Eleanor oyó que los tres hombres hablaban en la sala de estar. Luego los policías salieron al porche, haciendo mucho ruido con sus pesadas botas, y por fin el coche se alejó. La ventana seguía abierta.

Richie entró en el cuarto de Eleanor… Nunca entraba en su habitación. La adrenalina volvió a inundarla.

—¿En qué estabas pensando? —dijo el hombre con suavidad.

Ella no respondió. Su madre le tomó la mano y Eleanor se cerró en banda.

—Richie, la niña no lo sabía —intercedió su madre—. Ha oído disparos.

—Qué cojones —replicó él dando un puñetazo a la puerta. El contrachapado se astilló.

—Solo quería protegernos, ha sido un error.

—¿Intentas deshacerte de mí? —gritó él—. ¿Pensabas que podías deshacerte de mí?

Eleanor escondió la cara en el hombro de su madre. Menuda protección. Era como esconderse tras un objeto que tenía todos los números de recibir un golpe.

—Ha sido un error —repitió la madre de Eleanor—. Solo quería ayudar.

—No vuelvas a llamarlos —le ordenó Richie a Eleanor con voz apagada y ojos de loco—. Nunca.

Y luego añadió, gritando:

—Puedo librarme de todos vosotros en cuanto quiera.

Cerró la puerta a su espalda de un portazo.

—A la cama —ordenó la madre—. Todos.

—Pero mamá… —susurró Eleanor.

—A la cama —repitió esta, y ayudó a Eleanor a trepar por la escalera hasta la litera de arriba. Luego se inclinó hacia ella, con la boca pegada al oído de su hija—. Ha sido Richie —susurró—. Había unos chicos jugando al baloncesto en el parque, armando escándalo. Solo quería asustarlos. Pero no tiene permiso de armas y hay otras cosas en casa que… podrían haberlo arrestado. Ya basta por hoy. Ni una palabra más.

Se arrodilló con los niños un rato, acariciándolos y tranquilizándolos. Luego salió de la habitación como un fantasma.

Eleanor habría jurado que oía el latido de cinco corazones. Todos estaban ahogando un sollozo. Llorando hacia dentro. Eleanor descendió a la cama de Maisie.

—No pasa nada —susurró a todos los presentes—. No pasa nada.