23

park

Su ojo mudó del lila al azul y luego del verde al amarillo.

—¿Cuánto va a durar el castigo? —le preguntó a su madre.

—Lo suficiente para tú lamentas pelear —repuso ella.

—Lo lamento —dijo Park.

Pero no era verdad. La pelea había marcado un antes y un después en el autobús. Park estaba más tranquilo; más relajado. Quizás porque le había plantado cara a Steve. Tal vez porque ya no tenía nada que ocultar…

Además, ninguno de sus compañeros, había visto nunca una patada como aquella en la vida real.

—Fue alucinante —dijo Eleanor de camino al instituto, a los pocos días del regreso de Park—. ¿Dónde has aprendido a hacer eso?

—Mi padre me obliga a ir a clases de taekwondo desde parvulario. En realidad, fue una patada muy tonta, en plan espectacular. Si Steve hubiera pensado un poco, me habría cogido la pierna o me habría empujado.

—Si Steve hubiera pensado un poco —se burló Eleanor.

—Pensaba que te había parecido patético —dijo Park.

—Pues sí.

—¿Patético y alucinante?

—Son tu segundo y tercer nombres…

—Quiero volver a intentarlo.

—¿A intentar qué? ¿Tu exhibición rollo Karate Kid? Eso ya no sería tan fantástico. Hay que saber retirarse a tiempo.

—No, quiero que vengas a mi casa otra vez. ¿Qué dices?

—Da igual —repuso Eleanor—. Estás castigado.

—Sí…

eleanor

Todo el instituto sabía que Eleanor había sido la causa de que Park Sheridan patease a Steve Dixon en la boca.

Ahora, el paso de Eleanor por los pasillos provocaba un nuevo tipo de susurros.

Un compañero le preguntó en geografía si era verdad que se estaban peleando por ella.

—¡No! —se horrorizó Eleanor—. Por Dios santo.

Más tarde se arrepintió de haberlo negado, porque si el rumor hubiera llegado hasta Tina, jo, se habría puesto furiosa.

El día de la pelea, DeNice y Beebi le habían pedido a Eleanor que les contara hasta el último detalle escabroso. Sobre todo los detalles escabrosos. DeNice incluso había invitado a Eleanor a un cornete helado para celebrarlo.

—Todo aquel que patee con fuerza el culo de Steve Dixon se merece una medalla —declaró DeNice.

—Yo no llegué ni a acercarme al culo de Steve —objetó Eleanor.

—Pero fuiste la causa de la patada —dijo DeNice—. He oído que tu amigo le pegó tan fuerte que Steve lloró sangre.

—No es verdad —repuso Eleanor.

—Nena, tienes que aprender un par de cosas sobre lo que significa brillar con luz propia —afirmó DeNice—. Si mi Jonesy le atizara a Steve en el culo, me pasearía por aquí cantando la canción de Rocky. Na-na, naaa, na-na, naaaa…

Beebi estalló en risillas. Se partía de risa con todo lo que decía DeNice. Eran amigas íntimas desde primaria y, cuanto más las conocía, más convencida estaba Eleanor de que era un honor pertenecer a su club.

Por más que fuera un club muy raro.

Aquel día, DeNice llevaba el peto de siempre con una camisa rosa, cintas para el pelo en tonos rosa y amarillo y una badana fucsia atada a la pierna. Mientras hacían cola para comprar un helado, un chico pasó junto a ellas y le dijo a DeNice que parecía una Punky Brewster negra.

DeNice se quedó tan pancha.

—Lo que diga esa chusma no me afecta —le confesó a Eleanor—. Yo tengo a mi chico.

Jonesy y DeNice estaban prometidos. Él había terminado los estudios y trabajaba como director adjunto en unos grandes almacenes. Se casarían en cuanto DeNice tuviera la edad legal.

—Y tu chico es un sol —dijo Beebi entre risas.

Cuando Beebi se echaba a reír, Eleanor se reía también. Así de contagiosa era la risa de Beebi. Y siempre exhibía una mirada entre maníaca y sorprendida; esa expresión que adopta la gente cuando intenta no estallar en carcajadas.

—A Eleanor no le parecería un sol —se burló DeNice—. A ella solo le interesan los asesinos a sangre fría.

park

—¿Cuánto va a durar el castigo? —le preguntó Park a su padre.

—No depende de mí. Eso lo decidirá tu madre.

El padre de Park estaba sentado en el sofá, leyendo la revista Soldados de la Fortuna.

—Ella dice que para siempre.

—Pues entonces será para siempre.

Se acercaban las vacaciones de Navidad. Si Park seguía castigado durante las fiestas, tardaría tres semanas en volver a ver a Eleanor.

—Papá…

—Tengo una idea —le propuso su padre dejando a un lado la revista—. En cuanto aprendas a conducir con marchas, te perdonaré el castigo y podrás traer a tu novia a casa en coche.

—¿Qué novia? —los interrumpió la madre de Park.

Acababa de llegar en aquel momento, cargada con la compra. Park se levantó para ayudarla. Su marido se puso en pie también y le dio la bienvenida con un morreo.

—Le he dicho a Park que si aprende a conducir, le levantaré el castigo.

—Ya sé conducir —gritó Park desde la cocina.

—Aprender a conducir un coche automático es como hacer una flexión de chica.

—Nada de chicas —dijo la madre de Park—. Castigado.

—Pero ¿cuánto tiempo? —insistió Park, volviendo a entrar en la sala. Sus padres estaban sentados en el sofá—. No me podéis castigar para siempre.

—Ya lo creo que podemos —replicó el padre.

—¿Por qué? —preguntó él.

Su madre parecía nerviosa.

—Tú estás castigado hasta que olvides a esa chica problemática.

Tanto Park como su padre dejaron de lado sus diferencias para volverse a mirarla.

—¿Qué chica problemática? —preguntó Park.

—¿Dubble Bubble? —añadió el hombre.

—No me gusta —declaró la madre en tono terminante—. Ella viene a mi casa y llora, es muy rara, y dos días después pegas tus amigos y me llaman de instituto, tu cara destrozada… Y todos, todos, dicen que esa familia mejor lejos. Solo problemas. No.

Park inspiró y retuvo el aire. Le ardía el pecho demasiado como para soltarlo.

—Mindy… —intercedió el padre de Park levantando una mano para hacer callar al chico.

—No —repitió la mujer—. No. No quiero blancas raras en casa.

—A lo mejor no te has dado cuenta, pero no tengo más opción que salir con blancas raras —replicó Park alzando un poco la voz. Ni siquiera furioso como estaba podía gritarle a su madre.

—Hay otras chicas —le dijo su madre—. Buenas chicas.

—Es una buena chica —objetó Park—. Ni siquiera la conoces.

El padre de Park se había puesto en pie y empujaba a su hijo hacia la puerta.

—Vete —le dijo muy serio—. Ve a jugar al baloncesto o lo que sea.

—Buenas chicas no visten como chicos —replicó la madre.

—Vete —repitió su padre.

Park no tenía ganas de jugar al baloncesto y hacía mucho frío para quedarse allí plantado sin abrigo. Esperó un momento y luego echó a andar indignado hacia la casa de sus abuelos. Llamó y luego abrió la puerta; nunca la cerraban.

Estaban los dos en la cocina, viendo Guerra de familias. La abuela de Park preparaba salchichas a la plancha.

—¡Park! —exclamó—. Debo de haber presentido que venías. He preparado muchísimos buñuelos de patata.

—Pensaba que estabas castigado —le dijo el abuelo.

—Calla, Harold, los abuelos no cuentan. ¿Te encuentras bien, cielo? Pareces congestionado.

—Es que tengo frío —dijo Park.

—¿Te quedas a cenar?

—Sí —aceptó el chico.

Después de cenar, se sentaron a ver El abogado Matlock en la tele. La abuela de Park hacía ganchillo. Estaba tejiendo una manta para el nieto de una amiga suya. Park miraba la televisión pero no se enteraba de nada.

La pared de detrás del televisor estaba llena de fotografías enmarcadas. Había fotos del padre de Park y de su tío, que murió en Vietnam, y también fotos de Josh y del mismo Park tomadas a lo largo de sus años escolares. Había también una foto más pequeña de la boda de sus padres. El padre de Park iba de uniforme y la madre llevaba una minifalda rosa. Alguien había escrito «Seúl, 1970» en una esquina. Su padre tenía veintitrés años en aquel entonces. Su madre dieciocho, solo dos más que Park.

Todo el mundo supuso que estaba embarazada, le había contado su padre. Pero no lo estaba. «Prácticamente embarazada —había dicho—, pero eso es otra cosa. Sencillamente estábamos enamorados».

Park no esperaba que a su madre le cayera bien Eleanor; al menos, no enseguida. Pero tampoco imaginaba que se negaría a aceptarla. La madre de Park era encantadora con todo el mundo. «Tu madre es un ángel», decía siempre la abuela. Todo el mundo lo decía.

Después de Canción triste de Hill Street, los abuelos mandaron a su nieto a casa.

La madre de Park se había ido a dormir, pero el padre lo esperaba sentado en el sofá. Park intentó pasar de largo.

—Siéntate —ordenó el hombre.

Park se sentó.

—Ya no estás castigado —le informó su padre.

—¿Por qué no?

—Da igual por qué. El caso es que ya no estás castigado, y tu madre lamenta muchísimo todo lo que te ha dicho.

—Eres tú quien lo dice —protestó Park.

Su padre suspiró.

—Bueno, puede que sí, pero da igual. Tu madre quiere lo mejor para ti, ¿vale? ¿No ha querido siempre lo mejor para ti?

—Supongo…

—Y ahora está preocupada por ti. Cree que te puede ayudar a elegir novia igual que te ayuda a escoger asignaturas o ropa.

—Ella no escoge mi ropa.

—Por el amor de Dios, Park, ¿quieres callarte y escuchar?

Park permaneció sentado y en silencio en el sillón azul.

—Todo esto nos coge de nuevas, ¿sabes? Tu madre lo siente mucho. Lamenta haber herido tus sentimientos y quiere que invites a tu novia a cenar.

—¿Para hacer que se sienta rara y mal?

—Bueno, un poco rara sí que es, ¿no?

Park no tenía ya fuerzas para enfadarse. Suspiró y dejó caer la cabeza contra el respaldo. El padre siguió hablando.

—¿Es por eso por lo que te gusta?

Sabía que debería seguir enfadado.

Park sabía que en toda aquella situación aún había desajustes y malos rollos.

Sin embargo, ya no estaba castigado y podría pasar más tiempo con Eleanor. Puede que incluso encontrasen la manera de estar solos. Park no veía el momento de decírselo. Apenas podía esperar al día siguiente.