22

eleanor

Cuando Eleanor subió al autobús al día siguiente, Park no se levantó para cederle el paso. Se limitó a hacerle sitio. Por lo visto, no quería ni mirarla; le tendió unos cómics y apartó la vista.

Steve armaba un gran escándalo. O tal vez fuera el follón de costumbre. Cuando Park le cogía la mano, Eleanor ni siquiera oía sus propios pensamientos.

La gente de las últimas filas entonaba el himno de guerra del Nebraska. El próximo fin de semana se celebraba un gran partido, contra Oklahoma u Oregón o algo así. El señor Stessman había prometido subirles la nota si se ponían algo rojo aquella semana. Cualquiera habría jurado que el señor Stessman estaba por encima de toda aquella basura hincha, pero al parecer nadie era inmune.

Excepto Park.

Park llevaba una camiseta de U2 con la foto de un niño en el pecho. Eleanor no había dormido en toda la noche pensando que Park iba a dejarla y quería pasar aquel trance cuanto antes.

Le tiró de la manga.

—¿Sí? —dijo Park con suavidad.

—¿Pasas de mí? —preguntó Eleanor. No lo dijo en tono de broma. Porque no lo era.

Él negó con la cabeza pero siguió mirando por la ventanilla.

—¿Estás enfadado conmigo? —siguió preguntando ella.

Park tenía los dedos entrelazados sobre el regazo, como si estuviera a punto de ponerse a rezar.

—Algo así.

—Lo siento —se disculpó Eleanor.

—Ni siquiera sabes por qué estoy enfadado —objetó él.

—Aun así lo siento.

Él la miró y esbozó una pequeña sonrisa.

—¿Quieres saberlo? —preguntó.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque seguramente estás enfadado por algo que no puedo evitar.

—¿Como qué? —siguió preguntando Park.

—Como ser rara —dijo ella—. O como ponerme histérica en tu sala de estar.

—Creo que en parte fue culpa mía.

—Lo siento —repitió Eleanor.

—Eleanor, basta. Escucha. Estoy enfadado porque tengo la sensación de que decidiste marcharte en cuanto pusiste un pie en mi casa, puede que antes.

—Allí me sentía fuera de lugar —reconoció Eleanor. No lo dijo en voz tan alta como para hacerse oír por encima del escándalo. (En serio. Aquellos cretinos del fondo armaban aún más jaleo cuando cantaban que cuando gritaban)—. Tuve la sensación de que no estabas cómodo —dijo, en un tono más alto.

Por la expresión de Park, que la miraba mordiéndose el labio inferior, supo que al menos en parte estaba en lo cierto.

Quería estar completamente equivocada.

Quería oírle decir que se sentía a sus anchas en su compañía, que volviera cuando quisiera y lo intentaran de nuevo.

Park respondió algo, pero Eleanor no le oyó porque el grupo del fondo coreaba una consigna. Steve se había plantado en mitad del pasillo y agitaba sus brazos de gorila como un director de orquesta.

¡Masa Roja, ra, ra, ra!

¡Masa Roja, ra, ra, ra!

¡Masa Roja, ra, ra, ra!

Eleanor echó un vistazo a su alrededor. Todo el mundo gritaba lo mismo.

¡Masa Roja, ra, ra, ra!

¡Masa Roja, ra, ra, ra!

Se quedó helada. Volvió a mirar a la gente del autobús y se dio cuenta de que todos la estaban observando.

¡Masa Roja, ra, ra, ra!

Comprendió que la consigna iba por ella.

¡Masa Roja, ra, ra, ra!

Miró a Park. Él también se había percatado. Con la mirada fija al frente, apretaba con fuerza los puños a los costados. Eleanor tuvo la sensación de que no lo conocía.

—No pasa nada —dijo ella.

Park cerró los ojos y negó con la cabeza.

El autobús ya estaba aparcando delante del instituto y Eleanor no veía el momento de apearse. Se obligó a sí misma a seguir en el sitio hasta que el vehículo dejó de moverse. Luego avanzó con tranquilidad. La consigna cesó con una carcajada general. Park caminaba tras ella, pero se detuvo nada más bajar del autobús. Tiró la mochila al suelo y se quitó el abrigo.

Eleanor se paró en seco.

—Eh —exclamó—. Espera, no. ¿Qué estás haciendo?

—Voy a poner fin a esto.

—No. Venga. No vale la pena.

—Sí —replicó él, furioso—. Tú vales la pena.

—No lo hagas por mí —le suplicó ella. Quería detenerlo, pero tenía la sensación de que no podría—. No quiero que lo hagas.

—Estoy harto de que te pongan en evidencia.

Steve se apeaba ahora del autobús, y Park volvió a cerrar los puños.

—¿De que me pongan en evidencia a mí? —dijo Eleanor—. ¿O a ti?

Park la miró sorprendido. Y ella supo que había vuelto a dar en el clavo. Maldita sea. ¿Por qué siempre acertaba en las cosas más cutres?

—Si haces esto por mí —dijo Eleanor con toda la intensidad que fue capaz de transmitir—, escúchame bien. No quiero que lo hagas.

Park la miró fijamente. Sus ojos eran de un verde tan claro que parecían amarillos. Respiraba con dificultad y tenía el rostro congestionado bajo la piel dorada.

—¿Es por mí? —preguntó Eleanor.

Él asintió. La escudriñó con la mirada. Se diría que le estaba suplicando.

—No pasa nada —dijo ella—. Por favor. Vamos a clase.

Park cerró los ojos y, por fin, asintió. Ella se inclinó para coger el abrigo. En ese momento, Steve le dijo:

—Muy bien, pelirroja. Enséñalo bien, que lo veamos todos.

Y Park perdió la cabeza.

Cuando Eleanor se volvió a mirar, ya estaba empujando a Steve hacia el autobús. Parecían David y Goliat, si David se hubiera acercado tanto como para recibir un buen mamporro de Goliat.

La gente gritaba: «¡Pelea!» y acudía corriendo de todas partes. Eleanor echó a correr también. Oyó que Park decía:

—Te vas a tragar tus comentarios.

Y que Steve replicaba:

—No estarás hablando en serio.

Steve empujó a Park con fuerza, pero el otro no perdió el equilibrio. Park retrocedió unos pasos y, colocándose de lado, saltó en el aire y pateó a Steve en toda la boca. El público al completo ahogó un grito.

Tina chilló.

Steve saltó hacia delante en cuanto Park aterrizó y, blandiendo un enorme puño, le asestó un puñetazo en la cabeza.

Por un momento, Eleanor pensó que Park iba a perder la vida.

Corrió para interponerse entre ambos, pero Tina ya estaba allí. Enseguida llegó un conductor. Y un ayudante del director. Todos intentaban separarlos.

Park jadeaba con la cabeza entre las rodillas.

Steve se sujetaba la boca. Un reguero de sangre le corría por la barbilla.

—Joder, Park, pero ¿qué cojones…? Creo que me has arrancado un diente.

Park levantó la cabeza. Tenía toda la cara llena de sangre. Cuando intentó avanzar tambaleándose, el ayudante del director lo sujetó.

—Deja… a mi novia… en paz.

—No sabía que lo vuestro fuera en serio —gritó Steve. Más borbotones de sangre brotaron de su boca.

—Tío, eso da igual.

—No da igual —escupió Steve—. Eres mi amigo. No sabía que fuera tu novia.

Park apoyó las manos en las rodillas y sacudió la cabeza. La acera se llenó de salpicaduras de sangre.

—Bueno, pues lo es.

—Vale —dijo Steve—. Joder.

Habían acudido varios adultos, que empujaban a los alumnos hacia el edificio. Eleanor se llevó consigo el abrigo y la mochila de Park. No sabía qué hacer con ellos.

Tampoco sabía qué hacer consigo misma. Ni cómo sentirse.

¿Debía alegrarse de que Park hubiera dado por supuesto que eran novios? Ni siquiera le había preguntado al respecto. Y tampoco parecía muy contento al decirlo. Lo había declarado con la cabeza gacha y la cara manchada de sangre.

¿Seguro que Park se encontraba bien? ¿No tendría una conmoción cerebral, aunque hablara y estuviera consciente? ¿Y si se desmayaba de repente y entraba en coma? Cuando Eleanor se peleaba con sus hermanos, su madre siempre gritaba: «¡En la cabeza no! ¡En la cabeza no!».

Y por último, ¿y si a Park le quedaban marcas en el rostro? ¿Estaba mal preocuparse por eso?

Steve tenía una de esas caras que no cambian demasiado con un diente más o menos. Unos cuantos huecos en la sonrisa de Steve contribuirían a aumentar ese aire de matón que tanto se esforzaba en cultivar.

El rostro de Park, en cambio, era puro arte. Y no arte abstracto precisamente. Park tenía el tipo de facciones que se trasladan a un lienzo para que pasen a la historia.

¿Se suponía que debía seguir enfadada con él? ¿Debería mostrarse indignada? Debería gritarle en clase de literatura: «¿Lo has hecho por mí? ¿O por ti?».

Eleanor colgó el abrigo de Park en su propia taquilla y hundió la cara en la prenda para inspirar su aroma. Notó un efluvio a jabón aromático —Irish Spring, primavera irlandesa—, a popurrí y a algo que solo se podía describir como olor a chico.

Park no acudió a literatura y tampoco cogió el autobús después de clase. Igual que Steve. Tina pasó junto al asiento de Eleanor con la cabeza muy alta; ella desvió la mirada. Los demás no paraban de hablar de la pelea. «El puto Kung Fu, el puto David Carradine». Y «el puto David Carradine, el puto Chuck Norris».

Eleanor se bajó en la parada de Park.

park

Lo habían expulsado dos días.

A Steve lo expulsaron dos semanas porque era su tercera pelea en un año. Park se sentía culpable al respecto —había sido él quien había empezado— pero luego pensó en todas las estupideces que Steve cometía a diario y que quedaban impunes.

La madre de Park estaba tan furiosa que ni siquiera fue a buscarlo al instituto. Llamó a su marido al trabajo. Cuando el padre de Park se presentó en el centro, el director lo confundió con el padre de Steve.

—En realidad —dijo el padre de Park señalando a su hijo—, el mío es este.

La enfermera afirmó que no hacía falta llevar a Park al hospital pero el chico no tenía buen aspecto. Llevaba un ojo a la funerala y seguramente se había roto la nariz.

A Steve sí hubo que llevarlo al hospital. Había perdido un diente y la enfermera estaba segura de que se había fracturado un dedo.

Con una bolsa de hielo en la cara, Park aguardaba en el despacho mientras su padre hablaba con el director. La secretaria le trajo Sprite de la sala de profesores.

El hombre no pronunció ni una palabra hasta llegar al coche.

—El taekwondo es el arte de la autodefensa —declaró con gravedad.

Park no respondió. Le dolía toda la cara; la enfermera no tenía permitido administrar Paracetamol.

—¿De verdad le has dado en la cara? —preguntó el padre a continuación.

Park asintió.

—¿Un salto con patada?

—Una patada lateral con gancho —gimió Park.

—No hablas en serio.

Park intentó mirar a su padre de soslayo pero el mero intento de mover la cabeza, fuera como fuese, le dolía como una pedrada en la cara.

—Pues ha tenido suerte de que te pongas zapatillas de tenis hasta en pleno invierno —comentó el padre—. ¿En serio? ¿Una patada lateral con gancho?

Park asintió.

—Vaya… Bueno, tu madre se va a subir por las paredes cuando te vea. Estaba llorando en casa de la abuela cuando me ha llamado.

No mentía. Cuando Park llegó a casa de sus abuelos, la mujer parecía incapaz de articular dos palabras seguidas.

Lo cogió por los hombros y lo miró a los ojos meneando la cabeza al mismo tiempo.

—¡Luchando! —dijo a la vez que le clavaba el dedo índice en el pecho—. Luchando como bobo barriobajero…

Park había visto a su madre verdaderamente furiosa con Josh —una vez le había tirado una cesta de flores de seda a la cabeza— pero nunca con él.

—Calamidad —le dijo—. ¡Calamidad! ¡Luchando! Tu cara se debería caer de vergüenza.

Su marido intentó ponerle la mano en el hombro, pero ella lo apartó.

—Tráele un bistec al chico, Harold —dijo la abuela mientras hacía sentar a Park en la mesa de la cocina y le inspeccionaba la cara.

—No pienso malgastar un bistec en eso —repuso el abuelo.

El padre de Park fue a buscar Paracetamol al botiquín y luego le llenó un vaso de agua.

—¿Puedes respirar? —le preguntó la abuela.

—Por la boca —dijo Park.

—Tu padre se rompió la nariz tantas veces que solo puede respirar por un orificio. Por eso ronca como un tren de carga.

—¡Ya no más taekwondo! —gritó la madre de Park—. ¡Ya no más peleas!

—Mindy… —intervino el padre—. Solo ha sido una pelea. Se han metido con una chica y Park ha salido en su defensa.

—No es una chica —gimió Park. La voz le retumbaba tanto en el cráneo que cuando hablaba veía las estrellas—. Es mi novia.

O como mínimo eso esperaba.

—¿La pelirroja? —preguntó la abuela.

—Eleanor —dijo Park—. Se llama Eleanor.

—Nada de novias —dijo su madre cruzándose de brazos—. Castigado.

eleanor

Cuando Eleanor llamó al timbre, Magnum en persona abrió la puerta.

—Hola —dijo ella, tratando de sonreír—. Voy a clase con Park. He traído sus libros y sus cosas.

El padre de Park la miró de arriba abajo, pero no como si le diese un repaso, gracias a Dios. Más bien como si la estuviera evaluando. (Lo que también resultaba incómodo).

—¿Eres Helen? —preguntó.

—Eleanor —dijo ella.

—Eleanor, eso… Un momento.

Antes de que pudiera objetar que solo había pasado a dejar las cosas del chico, el hombre se alejó. Dejó la puerta abierta, y Eleanor lo oyó hablar con alguien, seguramente con la madre de Park.

—Venga, Mindy…

Y luego:

—Solo unos minutos…

Después, antes de regresar a la puerta:

—Pues no es tan grande como para ser la Masa.

—Solo he venido a dejarle esto —explicó Eleanor cuando el hombre le abrió la puerta de malla.

—Gracias —respondió él—. Entra.

La chica le tendió la mochila.

—Venga, chiquilla —insistió el padre de Park—. Entra y dáselo tú misma. Estoy seguro de que quiere verte.

Yo no lo tendría tan claro, pensó ella.

Pese a todo, lo siguió por la sala hasta el pequeño vestíbulo que conducía al cuarto de Park. El hombre llamó suavemente y se asomó al interior.

—Eh, Cassius Clay. Tienes visita. ¿Quieres empolvarte la nariz primero?

Le cedió el paso a Eleanor y se alejó.

El cuarto de Park era pequeño pero estaba atestado. Montones de libros, cintas y cómics. Maquetas de aviones. Maquetas de coches. Juegos de mesa. Un sistema solar giratorio colgado sobre la cama, como los móviles que se ponen sobre las cunas.

Park estaba en la cama, tratando de incorporarse, cuando Eleanor entró.

Ella ahogó un grito al verle la cara. Su aspecto había empeorado muchísimo.

Se le había hinchado el ojo y tenía la nariz deformada y amoratada. A Eleanor le entraron ganas de echarse a llorar. Y de besarlo. (Porque, por lo que parecía, le entraban ganas de besarlo por cualquier motivo. Park hubiera podido decirle que tenía piojos, lepra y parásitos en la boca y ella de todos modos se habría puesto bálsamo labial Chapstick, lista para un beso. Patético).

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

Park asintió mientras se recostaba contra el cabecero. Eleanor dejó la mochila y el abrigo del chico antes de acercarse a la cama. Él le hizo sitio, de modo que se sentó.

—Uy —exclamó Eleanor cuando zarandeó a Park al hundirse en la cama. Él gimió y la cogió por el brazo—. Perdona —se disculpó—. Oh, Dios mío, lo siento. ¿Estás bien? No me esperaba un colchón de agua.

El mero hecho de hablar de ese tipo de colchón le provocó una risilla. Park también se rio. Sonó como un ronquido.

—Lo compró mi madre —explicó Park—. Dice que son buenos para la espalda.

Él tenía los ojos casi cerrados, incluso el bueno, y no abría la boca para hablar.

—¿Te duele cuando hablas? —preguntó Eleanor.

Park asintió. No le había soltado el brazo, aunque ella ya había recuperado el equilibrio. Si acaso, se lo sujetaba con más fuerza.

Eleanor alargó la otra mano y le acarició el pelo con suavidad. Se lo apartó de la cara. Lo notó suave y áspero al mismo tiempo, como si pudiese distinguir cada una de las fibras bajo los dedos.

—Perdóname —dijo Park.

Ella no preguntó qué tenía que perdonarle.

Las lágrimas inundaban el párpado inferior de Park y le caían por las mejillas. Eleanor hizo ademán de enjugárselas pero prefirió no tocarlo.

—No pasa nada —respondió.

Dejó la mano apoyada en el regazo de Park.

Se preguntó si aún querría cortar con ella. De ser así, no se lo reprocharía.

—¿Lo he estropeado todo? —preguntó Park.

—¿Todo… el qué? —susurró Eleanor, como si a Park también le doliesen los oídos.

—Lo nuestro.

Ella dijo que no con un movimiento de la cabeza, aunque seguramente Park no podía verla.

—Qué va —dijo.

Park le acarició el brazo y le apretó la mano. Eleanor observó la tensión en los músculos del antebrazo, justo bajo la manga de la camiseta.

—Pero puede que te hayas estropeado la cara —bromeó.

Park gimió.

—No te preocupes —prosiguió ella— porque eras demasiado mono para mí, de todas formas.

—¿Te parezco mono? —preguntó él con voz espesa a la vez que atraía la mano de Eleanor hacia sí.

Ella se alegró de que Park no pudiera ver su expresión.

—Me pareces…

Hermoso. Arrebatador. Como esas bellezas de los mitos griegos capaces de hacer que un dios renuncie a su condición divina.

Por alguna razón, los cardenales y la hinchazón no hacían sino realzar la belleza de Park. Como si su rostro estuviera a punto de irrumpir de una crisálida.

—Seguirán burlándose de mí —afirmó Eleanor—. Esta pelea no va a cambiar nada. No puedes ir repartiendo patadas por ahí cada vez que alguien se meta conmigo. Prométeme que no lo harás. Prométeme que intentarás que no te afecte.

Él le estrechó la mano otra vez y negó con la cabeza.

—Porque a mí me da igual, Park. Si te gusto a ti —continuó—, juro por Dios que nada más me importa.

Park se apoyó en el cabecero y atrajo la mano de Eleanor contra su pecho.

—Eleanor, cuántas veces tengo que repetirte —dijo entre dientes— que no me gustas…

Park estaba castigado y no acudiría al instituto hasta el viernes.

Sin embargo, nadie se metió con Eleanor al día siguiente en el autobús. En realidad, nadie se metió con ella en todo el día. Después de la clase de gimnasia, encontró otro comentario obsceno en su libro de química, abrete de piernas, escrito en lila. En vez de tachar la frase, Eleanor arrancó el forro y lo tiró. Tal vez fuera patética y estuviera sin blanca, pero encontraría por ahí otra bolsa de papel marrón.

Cuando Eleanor llegó a casa después de clase, su madre la siguió al cuarto de los niños. Había dos pares de vaqueros sin marca plegados en la litera de arriba.

—Encontré dinero al hacer la colada —explicó la mujer—. Richie debió de dejárselo olvidado en los pantalones. Si viene a casa borracho, no me lo pedirá; dará por supuesto que se lo ha gastado en el bar.

Siempre que su madre encontraba dinero se lo gastaba en cosas que Richie no pudiera ver. Ropa para Eleanor. Calzoncillos nuevos para Ben. Latas de atún o paquetes de harina. Cosas que pudiera esconder en cajones y armarios.

La madre de Eleanor se había convertido en una especie de agente doble desde que estaba con Richie. Cualquiera habría pensado que se las ingeniaba para mantener a sus hijos con vida a espaldas del hombre.

Eleanor se probó los vaqueros antes de que sus hermanos llegaran a casa. Le quedaban un poco anchos, pero eran mucho más bonitos que nada de lo que tenía. Todos sus pantalones tenían algún defecto —la cremallera rota o un desgarrón en la costura—, alguna tara que procuraba ocultar bajándose la camiseta. Estaba encantada con unos vaqueros cuya única imperfección fueran las bolsas.

El regalo de Maisie era una bolsa llena de Barbies medio desnudas. Cuando la niña llegó a casa, las colocó todas en la litera de abajo e intentó reunir dos atuendos completos.

Eleanor se subió a la cama con ella y la ayudó a peinar y a trenzar las enredadas melenas.

—Ojalá hubiera también un Ken —dijo Maisie.

El viernes por la mañana, cuando Eleanor llegó a la parada del autobús, Park ya estaba allí esperándola.