eleanor
La madre de Eleanor se negaba a que su hija hiciera de canguro.
—Tiene cuatro hijos —le dijo. Estaba amasando pasta para hacer tortas de maíz—. ¿Acaso se le ha olvidado?
Eleanor, como una boba, le había hablado a su madre de la llamada delante de sus hermanos. Ellos se habían emocionado mucho. Y Eleanor les había dicho que no estaban invitados, que solo iba a hacer de canguro y que, en cualquier caso, su padre no estaría allí.
Mouse se había echado a llorar y Maisie se había puesto furiosa. Ben le había pedido a Eleanor que lo llamara y le preguntara si podía acompañarla para echarle una mano.
—Dile que tengo mucha experiencia cuidando niños —dijo Ben.
—Tu padre es un caso —observó la madre de Eleanor—. Siempre se las arregla para romperos el corazón. Y espera que yo esté allí para recoger los pedazos.
Recoger los pedazos, barrer a un lado… ambas cosas venían a ser lo mismo en el mundo de su madre. Eleanor no discutió.
—Por favor, déjame ir —suplicó.
—¿Y por qué quieres ir? —le preguntó la mujer—. ¿A ti qué más te da? Él nunca se ha preocupado por ti.
Qué fuerte. Aunque fuera verdad, dicho así dolía horrores.
—Me da igual —replicó Eleanor—. Es que necesito salir de aquí. Hace dos meses que no voy a ninguna parte que no sea al instituto. Además, ha prometido pagarme algo.
—Si tiene dinero, podría empezar por pagar la pensión.
—Mamá… son diez dólares. Por favor.
La madre de Eleanor suspiró.
—Muy bien. Hablaré con Richie.
—No. ¿Qué dices? No hables con Richie. Dirá que no. Además, él no me puede prohibir que vea a mi padre.
—Richie es el cabeza de familia —insistió la madre—. Es él quien trae la comida a la mesa.
¿Qué comida?, quiso preguntar Eleanor. Y, ya puestos, ¿qué mesa? Comían en el sofá, en el suelo o sentados en las escaleras traseras, en platos de papel. Además, Richie diría que no solo por darse el gusto. Se sentiría el rey del mambo. Y seguramente por eso mismo se lo quería preguntar su madre.
—Mamá —Eleanor se llevó la mano a la cara y se apoyó en la nevera—. Por favor.
—Bueno, vale —accedió la madre con amargura—. Muy bien. Pero si te da dinero, compártelo con tus hermanos. Es lo mínimo que puedes hacer.
Por ella, como si se lo quedaban todo. Solo quería tener la oportunidad de hablar por teléfono con Park. Hablar con él sin que toda la prole satánica del barrio estuviese escuchando.
A la mañana siguiente en el autobús, mientras Park acariciaba el interior de la pulsera de Eleanor, esta le pidió su número de teléfono.
Park se echó a reír.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Eleanor.
—Es que… —repuso él con voz queda. Lo decían todo en voz baja, aunque reinase el escándalo en el autobús e hiciera falta un megáfono para hacerse oír por encima de las palabrotas y las idioteces—. Ha sonado como si me tiraras los tejos —dijo.
—A lo mejor no debería pedirte el teléfono —replicó ella—. Tú nunca me has pedido el mío.
Park levantó la vista y la miró a través del flequillo.
—Suponía que no te dejaban hablar por teléfono… después de lo que pasó la otra noche con tu padrastro.
—Lo más probable es que no me lo dejasen… si lo tuviera.
Eleanor no solía hacer aquel tipo de comentarios delante de Park. O sea, nunca le mencionaba lo que no tenía. Esperó a que él respondiera, pero no lo hizo. Se limitó a acariciarle las venas de la muñeca con el pulgar.
—¿Entonces para qué quieres mi número?
Por Dios santo, pensó Eleanor, da igual.
—No hace falta que me lo des.
Park puso los ojos en blanco y se sacó un boli de la mochila. Luego cogió un libro de Eleanor.
—No —susurró ella—. No quiero que mi madre lo vea.
Él miró el libro con el ceño fruncido.
—¿Y no te preocupa más que vea eso?
Eleanor bajó la vista. Mierda. Quienquiera que hubiese escrito aquella porquería en su libro de geografía, lo había hecho en el de historia también. Chupamela, escrito en letras azules y feas.
Eleanor cogió el boli de Park y empezó a tachar la inscripción.
—¿Por qué has escrito eso? —preguntó Park—. ¿Es el título de una canción?
—Yo no lo he escrito —contestó Eleanor. Notó el rubor que ascendía cálido por su cuello.
—¿Y quién ha sido?
Ella lo miró con la expresión más enojada que fue capaz de adoptar. (Le costaba muchísimo mirarlo con una expresión que no fuera de completa adoración).
—No lo sé —dijo.
—¿Por qué iba alguien a escribir algo así?
—No lo sé.
Eleanor se apretó los libros contra el pecho y los rodeó con los brazos.
—Eh —la consoló Park.
Eleanor lo ignoró y miró por la ventanilla. ¿Cómo había permitido que Park viera eso en su libro? Una cosa era dejar que se asomara de vez en cuando a su absurda vida… Pues sí, mi padrastro es horrible, no tengo teléfono y a veces, cuando nos quedamos sin jabón para los platos, me lavo el pelo con champú antipiojos…
Y otra era recordarle quién era ella. ¿Por qué no lo invitaba a clase de gimnasia, ya puestos? ¿Por qué no le entregaba una lista de todos los motes que le habían puesto, por orden alfabético?
A: amorfa
B: babosa
Seguro que Park detestaba recordar quién era Eleanor.
—Eh —repitió Park.
Eleanor negó con la cabeza.
No serviría de nada decirle que Eleanor no siempre había sido esa chica que ahora era. Sí, en el otro instituto se metían con ella de vez en cuando. Siempre hay gamberros —y nunca faltan las chicas que hacen comentarios desagradables— pero allí tenía amigos. Se sentaba con sus compañeros en la cafetería y le pasaban notitas en clase. La gente la escogía en sus equipos porque la consideraban simpática y divertida.
—Eleanor —dijo Park.
Pero no había nadie como Park en su antiguo instituto.
No había nadie como Park en ninguna parte.
—¿Qué? —respondió Eleanor sin apartar la vista de la ventana.
—¿Cómo me vas a llamar si no te doy mi número?
—¿Quién ha dicho que te iba a llamar?
Eleanor abrazó los libros con más fuerza.
Park se inclinó hacia ella y le dio un toque con el hombro.
—No te enfades conmigo —dijo, suspirando—. No lo soporto.
—Yo nunca me enfado contigo —repuso Eleanor.
—Ya.
—No estoy enfadada.
—Solo te enfadas cerca de mí.
Eleanor le dio un toque a Park a su vez y sonrió a su pesar.
—El viernes por la noche haré de canguro en casa de mi padre —explicó—. Y me ha dicho que puedo usar el teléfono.
Park giró la cara hacia ella, contento. Lo tenía tan cerca que le dolía. Habría podido besarlo —o darle un cabezazo— sin que él pudiera apartarse.
—¿Sí? —preguntó él.
—Sí.
—Sí —repitió Park sonriente—. Pero no me dejas que te escriba el número.
—Dímelo —propuso Eleanor—. Lo memorizaré.
—Deja que te lo escriba.
—Lo memorizaré con la melodía de una canción, así no se me olvidará.
Park empezó a cantar su número con la melodía de «867-5309/Jenny». Eleanor se partía de risa.
park
Estaba intentando recordar lo que había pensado la primera vez que la vio.
Aquel día había visto lo mismo que todos los demás. Recordaba haber pensado que ella se lo estaba buscando…
¿No le bastaba con tener el pelo rojo y rizado… con tener la cara como una bombonera…?
No, no había pensado eso exactamente. Había pensado…
¿No le basta con tener millones de pecas y la cara gordinflona…?
Qué fuerte. Pero si sus mejillas eran preciosas. Con hoyuelos además de pecas, algo que debería estar prohibido, y redondas como manzanas silvestres. Le sorprendía que la gente no intentara pellizcarle los mofletes constantemente. Seguro que la abuela de Park le pellizcaría las mejillas cuando la conociera.
Pero Park no había pensado nada de eso el primer día que la vio en el autobús. Recordaba haberse preguntado si no le bastaba con tener ese aspecto…
Además, ¿tenía que vestirse así? ¿Y comportarse así? ¿Y esforzarse tanto en ser distinta?
Recordaba haber sentido vergüenza ajena.
Y ahora…
Ahora la rabia le subía por la garganta solo de pensar que la gente se burlaba de ella.
Solo de pensar que alguien hubiera escrito algo tan grosero en su libro. Se sentía como Bill Bixby antes de convertirse en Hulk.
Le había costado muchísimo, en el autobús, fingir que la inscripción no le había afectado. No quería agobiarla aún más. Park se había metido las manos en los bolsillos y había apretado los puños. Y no había dejado de apretarlos en toda la mañana.
A lo largo del día, había reprimido las ganas de pegar un puñetazo a cualquier cosa. O de dar una patada. Había tenido clase de gimnasia después de comer y había corrido tan deprisa durante el calentamiento que había estado a punto de vomitar el bocadillo de atún.
El señor Koenig, el profesor de gimnasia, lo había mandado a la ducha.
—A refrescarse, Sheridan. Ahora. Esto no es el puto Carros de fuego.
Park habría dado cualquier cosa por que su ira fuera legítima. Deseaba con todas sus fuerzas experimentar ese mismo instinto de protección sin sentir… todo lo demás.
Sin tener la sensación de que también se reían de él.
En ciertos momentos —no solo ese día sino desde que se conocían— cuando intuía que los demás hablaban de ellos a sus espaldas, le incomodaba estar junto a Eleanor. Como cuando la gente del autobús estallaba en risas y Park sabía que se estaban burlando de ellos.
En esos instantes, se planteaba la idea de alejarse de ella.
No pensaba en cortar con ella. Nunca había llegado siquiera a considerar la posibilidad. Solo… en poner algo de distancia. Recuperar los quince centímetros que los separaban.
Lo consideraba hasta que volvía a verla.
En clase, sentada detrás del pupitre. En el autobús, esperándole. Leyendo sola en la cafetería.
Cada vez que volvía a verla, desechaba el pensamiento. Cuando la veía, no podía pensar en nada.
Salvo en tocarla.
Salvo en hacer cuanto pudiera o fuera necesario para verla feliz.
—¿Cómo que no vienes esta noche? —dijo Cal.
Estaban en la sala de estudio. Cal se estaba comiendo una crema de caramelo. Park procuró no alzar la voz.
—Me ha surgido algo.
—¿Algo? —dijo Cal, dejando caer la cucharilla en la crema—. ¿Y qué es ese algo, pasar de mí? ¿Es eso lo que te ha surgido? Porque ese algo es muy frecuente últimamente.
—No. Algo. O sea, una chica y tal.
Cal se echó hacia delante.
—Vaya, que tienes novia y tal.
Park se sonrojó.
—Más o menos. Sí. No te lo puedo contar.
—Pero teníamos planes —se lamentó Cal.
—Tú tenías planes —le espetó Park— y eran un asco.
—El peor amigo del mundo —sentenció el otro.
eleanor
Estaba tan nerviosa que ni siquiera tocó la comida. Le cedió a DeNice el pavo a la crema y a Beebi la macedonia.
Park le había obligado a repetir su número de teléfono durante todo el trayecto de vuelta a casa.
Y luego se lo escribió en el libro de todas formas. Lo camufló con títulos de canciones.
—«Forever Young».
—4-ever, eso es un cuatro —dijo Park—. ¿Te acordarás?
—No hará falta —le aseguró Eleanor—. Ya me sé tu número de memoria.
—Y esto solo es un cinco —dijo él—, porque no se me ocurre ninguna canción con el cinco, y luego «Summer of 69». Acuérdate del seis pero olvida el nueve.
—Odio ese tema.
—Por favor, eso espero… Oye, no se me ocurre ninguna canción con el dos.
—«Two of Us» —apuntó Eleanor.
—¿«Two of Us»?
—Es una canción de los Beatles.
—Ah… por eso no la conozco.
La escribió.
—Me sé tu número de memoria —repitió Eleanor.
—Es que me da miedo que se te olvide —dijo Park. Se apartó el pelo de los ojos con el boli.
—No se me va a olvidar —lo tranquilizó ella. Nunca. Seguramente gritaría el número de Park en el lecho de muerte. O se lo tatuaría en el pecho cuando él se hartase de ella—. Se me dan bien los números.
—Pues como no me llames el viernes por la noche —volvió él a la carga— porque se te ha olvidado el número…
—Mira, te daré el número de mi padre, y si a las nueve no te he llamado, me llamas tú.
—Me parece una gran idea —afirmó Park—, en serio.
—Pero no me puedes llamar en ningún otro momento.
—Me siento como… —se echó a reír y desvió la mirada.
—¿Como qué? —preguntó Eleanor. Le dio un codazo.
—Me siento como si tuviéramos una cita —dijo él—. Qué tontería, ¿no?
—No —respondió Eleanor.
—Aunque nos vemos cada día…
—En realidad, nunca estamos solos —terminó ella.
—Como si nos vigilaran cincuenta carabinas.
—Carabinas hostiles —susurró Eleanor.
—Sí —asintió él.
Park se guardó el bolígrafo en el bolsillo. Luego tomó la mano de Eleanor y la sostuvo contra su pecho unos instantes.
Era el gesto más bonito que Eleanor podía imaginar. En ese momento se lo habría dado todo, hasta hijos y sus dos riñones.
—Una cita —dijo él.
—Prácticamente —añadió ella.