eleanor
—¿Por qué estás tan callada? —preguntó la madre de Eleanor.
Ella se estaba bañando y su madre estaba preparando sopa de judías de sobre. «Tres judías para cada uno», había bromeado Ben hacía un rato.
—No estoy callada. Me estoy bañando.
—Normalmente cantas en la bañera.
—No es verdad —replicó Eleanor.
—Sí. Casi siempre cantas «Rocky Raccoon».
—Ya te digo. Bien, gracias por decírmelo. No lo haré más. Por Dios.
Eleanor se vistió a toda prisa e intentó pasar junto a su madre. Esta la cogió por las muñecas.
—Me gusta oírte cantar —le dijo.
La mujer cogió una botella de la encimera y le aplicó un par de gotas de esencia de vainilla detrás de las orejas. Eleanor levantó los hombros como si le hiciera cosquillas.
—¿Por qué siempre haces eso? Huelo igual que una muñeca Tarta de Fresa.
—Lo hago —le explicó su madre— porque la vainilla es más barata que el perfume y huele igual de bien.
Se aplicó unas gotas detrás de sus propias orejas y se rio.
Eleanor se echó a reír también. Se quedó allí unos instantes, sonriendo. Su madre llevaba unos vaqueros viejos y camiseta. Se había recogido el pelo en la nuca. Casi parecía la de antes. En una vieja foto —tomada en una fiesta de cumpleaños de Maisie, mientras preparaba cucuruchos de helado— aparecía con una coleta como aquella.
—¿Te encuentras bien? —preguntó la mujer.
—Sí… —dijo Eleanor—. Sí, solo estoy cansada. Voy a hacer los deberes y a meterme en la cama.
La madre de Eleanor presentía que algo iba mal, pero no la presionó. Antes, la obligaba a contárselo todo. «¿Qué pasa por ahí dentro? —le decía, golpeándole la cabeza con los nudillos—. ¿Ya te estás comiendo el coco?». Eleanor no había vuelto a oírlo desde su regreso, como si su madre fuera consciente de que había perdido el derecho a irrumpir en su intimidad.
Eleanor se encaramó a la litera y empujó al gato a los pies. No tenía nada para leer. Nada nuevo, cuando menos. ¿Se habría hartado él de llevarle cómics? ¿Y por qué se los había empezado a prestar, en primer lugar? Pasó los dedos por encima de aquellos títulos de canciones que la habían puesto en apuros: «This Charming Man» y «How Soon Is Now?». Le habría gustado tacharlos, pero si lo hacía, él se daría cuenta y le haría algún comentario.
Estaba cansada, no había mentido. Se había tirado varias noches leyendo hasta las tantas. En cuanto cenó, se quedó dormida.
La despertaron los gritos. Los gritos de Richie. Eleanor no distinguía las palabras.
Oyó el llanto de su madre por debajo de las voces. Se diría que llevaba mucho rato llorando; debía de estar completamente desquiciada si ni siquiera era capaz de llorar en silencio.
Eleanor advirtió que sus hermanos se habían despertado también. Se asomó y clavó la vista en la oscuridad, hasta que las siluetas de los críos cobraron forma. Estaban los cuatro apiñados en el suelo, entre una maraña de mantas. Maisie mecía al más pequeño casi con frenesí. Eleanor bajó de la cama y se acurrucó con ellos. Al instante, Mouse buscó el regazo de su hermana mayor. Mojado y tembloroso, rodeó a Eleanor con los brazos y las piernas como un monito. Cuando oyeron a la madre chillar en la habitación del fondo, todos dieron un respingo a la vez.
Si la escena se hubiera producido hacía dos veranos, la propia Eleanor habría corrido a llamar al dormitorio. Le habría gritado a Richie que parara. Como ultimísimo recurso, habría marcado el número de emergencias. Ahora, sin embargo, aquella conducta le parecía propia de un niño. O de un necio. Solo podía rezar para que el pequeñín no se echara a llorar. Gracias a Dios, no lo hizo. Incluso él parecía comprender que cualquier intento de detener aquello solo serviría para empeorarlo.
Al día siguiente, cuando sonó el despertador, Eleanor fue incapaz de recordar en qué momento se había dormido. Ni tampoco cuándo había cesado el llanto.
Se levantó presa de un terrible presentimiento. Tropezando con los niños y las mantas, abrió la puerta del dormitorio. Llegó hasta ella el aroma del beicon.
Eso significaba que su madre seguía viva.
Y que su padrastro aún estaba desayunando.
Eleanor inspiró profundamente. Toda ella apestaba a pis. Qué horror. No tenía nada limpio, y si se ponía la ropa del día anterior, seguro que la maldita Tina le hacía algún comentario porque, para colmo de males, aquel día tocaba gimnasia.
Cogió la ropa y salió a la salita con determinación, decidida a no mirar a Richie a la cara si acaso seguía en casa. Allí estaba. (Ese demonio. Ese cerdo). La madre de Eleanor se movía ante los fogones, más silenciosa que de costumbre. Era imposible no reparar en el morado que se extendía a un lado de su cara. O en el chupetón que llevaba bajo la barbilla. (Cabrón, cabrón, cabrón).
—Mamá —susurró Eleanor en tono apremiante—. Tengo que lavarme.
Los ojos de su madre la enfocaron con dificultad.
—¿Qué?
Eleanor señaló con un gesto el fardo de ropa que llevaba en las manos. A primera vista, solo debía de parecer arrugada.
—He dormido en el suelo con Mouse.
La madre de Eleanor echó un vistazo nervioso a la sala; Richie castigaría a Mouse si se enteraba.
—Vale, vale —dijo mientras empujaba a Eleanor al baño—. Dame la ropa. Vigilaré la puerta. Y procura que no se dé cuenta. Solo me faltaba eso esta mañana.
Como si hubiera sido Eleanor la que se hubiera meado por todas partes.
Se lavó la parte superior del cuerpo; luego la inferior, para no tener que desnudarse del todo. A continuación cruzó la sala, vestida con la ropa del día anterior, haciendo todo lo posible por no oler a pis.
Tenía los libros en el dormitorio, pero Eleanor no quería abrir la puerta por si el tufo rancio del cuarto se filtraba hasta la sala, así que los dejó allí.
Llegó a la parada del autobús con quince minutos de adelanto. Aún estaba alterada y asustada. Y por si fuera poco, gracias al beicon, le gruñía el estómago.