9

No había preguntado por el año, porque de todos modos no tenía ninguna importancia. De hecho, todo se veía igual que en mi anterior visita. El sofá verde estaba en medio de la habitación, y le dirigí una mirada furiosa, como si él tuviera la culpa de todo. Como la última vez, había un montón de sillas apiladas junto a la pared ante el escondrijo de Lucas, y al verlas me entraron las dudas. ¿Debía vaciar el escondrijo? Si Gideon había empezado a sospechar—y seguro que lo había hecho—, era muy posible que lo primero que hiciera fuera registrar la habitación. Tal vez lo mejor sería que ocultara el contenido fuera, en los corredores, y luego volviera antes de que llegara Gideon…

Febrilmente, empecé a apartar las sillas, pero luego me lo pensé mejor. En primer lugar, no podía esconder la llave fuera, porque tendría que volver a cerrar la puerta; y por otra parte, aunque Gideon encontrara el escondite, ¿cómo iba a demostrar que estaba destinado a mí?

Sencillamente me haría la tonta.

Volví a dejar las sillas donde estaban, procurando no cambiar nada, y me encargué de borrar todas las huellas en el polvo. Luego fui hasta la puerta para asegurarme de que estaba realmente cerrada y después me senté en el sofá verde.

Me sentía un poco como hacía cuatro años, aunque Leslie y yo, por el incidente con la rana, habíamos tenido que esperar en el despacho del director Gilles hasta que este había tenido tiempo para venir a echarnos un sermón. En realidad no habíamos hecho nada malo. Había sido Cynthia la que había atropellado personalmente al animal con su bicicleta, y como después no había mostrado ningún remordimiento («Es solo una estúpida rana»), Leslie y yo, indignadas, habíamos decidido vengar a la rana.

Queríamos enterrarla en el parque pero antes—como ya estaba muerta— pensamos que tal vez impresionaría a Cynthia y la sensibilizaría un poco de cara al futuro si se la volvía a encontrar—esta vez en su sopa—. Nadie podía prever que a Cynthia le daría un ataque de histeria al verla… En cualquier caso, el director Gilles nos había tratado como si fuéramos dos criminales peligrosas, y por desgracia no había olvidado el episodio.

Cada vez que nos encontrábamos por los pasillos decía: «Ah, las chicas malas de la rana», y las dos nos sentíamos fatal.

Cerré los ojos un momento. Gideon no tenía ningún motivo para tratarme tan mal. Yo no había hecho nada malo. Todos decían continuamente que no se podía confiar en mí, me vendaban los ojos y nadie respondía a mis preguntas; así que era perfectamente natural que tratara de descubrir por mí misma lo que estaba pasando, ¿no?

¿Dónde se habría metido? La bombilla del techo crepitó, y la luz parpadeó un momento. Hacía bastante frío ahí abajo. Tal vez me habían envidiado a uno de esos crudos inviernos de la posguerra de los que siempre hablaba la tía Maddy. Fantástico. Las tuberías se habrían helado y habría animales muertos tirados por las calles, rígidos por el frío. A modo de prueba, miré si mi respiración formaba nubecillas blancas en el aire; pero no, no se veía nada.

De nuevo parpadeó la luz, y me entró miedo. ¿Y si de repente tenía que quedarme ahí sentada a oscuras? Esta vez nadie había pensado en darme una linterna. La verdad es que no podía decirse que se hubieran mostrado muy solícitos conmigo. Seguro que en la oscuridad las ratas se atreverían a salir de sus escondrijos. Tal vez tuvieran hambre… Y donde había ratas, las cucarachas no andaban muy lejos. Quizá incluso el espíritu del templario blanco del que había hablado Xemerius se diera una vuelta por aquí.

Crrrric.

Era la bombilla.

Paulatinamente llegué a la conclusión de que la presencia de Gideon siempre sería preferible a la de las ratas y los espíritus. Pero no venía. En lugar de eso la bombilla volvió a tiritar, como si estuviera en las últimas.

Cuando de niña tenía miedo de la oscuridad, siempre cantaba, y eso fue lo que hice ahora instintivamente. Primero muy bajo, y luego cada vez más fuerte. Al fin y al cabo, no había nadie que pudiera oírme.

Cantar me ayudaba a luchar contra el miedo. Y también contra el frío. Al cabo de unos minutos, incluso dejó de parpadear la luz. Aunque volvió a hacerlo de todas las canciones de María Mena, y tampoco pareció entusiasmarle Emiliana Torrini. En cambio, respondía a las antiguas canciones de Abba con una irradiación tranquila y regular. Por desgracia, yo no conocía muchas, y aún menos las letras. Pero la bombilla también aceptaba «lalala… one chance in a lifetime, lalala». Estuve cantando durante horas. O al menos eso me pareció.

Después de «The Winter Takes it All». (La canción ideal para las penas de amor de Leslie), volví a empezar con «I Wonder», y mientras tanto bailaba por la habitación para no coger frío. Hasta la tercera «Mamma mia» no me convencí de que Gideon ya no vendría.

¡Maldita sea! Habría podido deslizarme hasta arriba sin problemas. Lo intenté con «Head Over Heels», cuando estaba con «You’re Wasting my Time» apareció de pronto junto al sofá.

Cerré la boca y le dirigí una mirada de reproche.

—¿Por qué llegas tan tarde?

—Ya me imagino que la espera se te habrá hecho larga. —Su mirada era tan fría y extraña como antes. Fue hasta la puerta y sacudió el pestillo—. De todos modos, has sido lo bastante inteligente para no salir de la habitación.

No podías saber cuándo vendría yo.

—Ja, ja. ¿Se supone que es una broma?

Gideon apoyó la espalda contra la puerta.

—Gwendolyn, conmigo puedes ahorrarte esos aires de inocencia.

No podía soportar esa frialdad en su mirada. El verde de sus ojos, que tanto me gustaba, había adquirido de pronto el color de la gelatina, de la asquerosa gelatina de fruta del comedor de la escuela, para ser precisos.

—¿Por qué eres tan… desagradable conmigo? —La bombilla volvió a parpadear. Seguramente echaba en falta mis canciones de Abba—. ¿No tendrás por casualidad una bombilla por ahí?

—El olor a tabaco te traicionó —dijo Gideon jugueteando con la linterna que llevaba en la mano—. Entonces investigué un poco y sumé dos y dos.

Tragué saliva.

—¿Por qué es tan terrible que haya fumado un poco?

—No fumaste. Y no puedes mentir ni la mitad de bien de lo que imaginas. ¿Dónde está la llave?

—¿Qué llave?

—La llave que te ha dado mister George para que puedas buscarles a él y a tu abuelo en el año 1956. —Dio un paso hacia mí—. Si eres lista, la habrás escondido en algún sitio por aquí; si no lo eres, aún la llevarás encima. —Se acercó al sofá, cogió los cojines y los fue tirando uno a uno al suelo—Aquí no está.

Le miré asustada.

—Mister George no me ha dado ninguna llave. ¡De verdad que no!

Y eso del humo de tabaco es completamente… —No era solo cigarrillos. También olías a puro—dijo con calma. Su mirada se paseó por la habitación y se detuvo en las sillas apiladas ante la pared.

Yo volvía a temblar de frío, y la bombilla, como si hubiera estado esperando el momento, se puso a parpadear aún más rápido que antes.

—Bueno… —empecé indecisa.

—¿Si? —dijo Gideon con un tono exageradamente afable—. ¿También te fumaste un puro? ¿Además de los tres Lucky Strike? ¿Es eso lo que querías decir?

Guardé silencio.

Gideon se agachó e iluminó con la linterna por debajo del sofá.

—¿Te escribió mister George la contraseña en una hoja o te la aprendiste de memoria? ¿Y cómo pudiste pasar de nuevo, a la vuelta, ante la Guardia de Cerbero sin que lo mencionaran en el acta?

—Pero ¿de qué demonios estás hablando? —pregunté. Pretendía parecer indignada, pero por desgracia sonó algo opacado.

—Violet Purpleplum. Qué nombre más extraño, ¿no te parece? ¿No lo habrás oído antes?

Gideon se había vuelto a incorporar y me miraba. No, la gelatina no era una buena comparación para sus ojos. Era más bien un verde fosforescente de residuos tóxicos.

Sacudí la cabeza despacio.

—Es curioso —dijo—. Porque resulta que es una amiga de vuestra familia.

Cuando mencioné casualmente el nombre ante Charlotte, me dijo que esa buena señora os teje unos chales que pican mucho.

¡Condenada Charlotte! ¿Es que no podía mantener la boca cerrada?

—No, eso no es verdad —repliqué con tozudez—. Solo pican los de Charlotte.

Los nuestros siempre son muy suaves.

Gideon se apoyó contra el sofá y cruzó los brazos sobre el pecho. La linterna de bolsillo apuntaba al techo, donde la bombilla seguía parpadeando aceleradamente.

—Por última vez, ¿dónde está la llave, Gwendolyn?

—Te juro que mister George no me ha dado ninguna llave —dije tratando desesperadamente limitar los daños—. Él no tiene nada que ver con esto.

—Ah, ¿no? Como he dicho, me parece que no mientes demasiado bien. —Con la linterna de bolsillo iluminó las sillas—. Si yo fuera tú, habría metido la llave bajo algún cojín de esos.

Muy bien. Que mirara los cojines. Así al menos tendría algo que hacer hasta que saltáramos de vuelta. Ya no podía faltar tanto.

—Por otro lado… —Gideon balanceó la linterna de modo que el cono de luz cayó justo sobre mi rostro—. Por otro lado, sería un trabajo digno de Sísifo.

Di un paso a un lado y exclamé enfadada:

—¡Deja de hacer eso!

—Y no siempre hay que confiar en que los demás hagan lo que uno haría en su lugar—continuó Gideon. A la luz titileante de la bombilla, sus ojos se habían vuelto cada vez más oscuro, y de pronto me inspiró miedo—. Tal vez sencillamente te hayas metido la llave en el bolsillo de los pantalones. ¡Dámela! —Tendió la mano hacia mí con brusquedad.

—No tengo ninguna maldita llave, maldita sea.

Gideon se acercó a mí despacio.

—Yo de ti la entregaría voluntariamente. Pero, como he dicho, uno no puede confiar en que los demás hagan lo que uno haría.

En ese momento la bombilla exhaló su último aliento.

Gideon estaba justo ante mí y su linterna de bolsillo iluminaba un punto de la pared. Aparte de ese foco de luz, todo estaba negro como boca de lobo.

—¿Y bien?

—No se te ocurra acercarte más —dije, y retrocedí unos pasos hasta que mi espalda chocó contra la pared. Hacía solo dos días ninguna distancia me hubiera parecido bastante corta, pero ahora me daba la sensación de que estaba con un extraño. De repente me puse terriblemente furiosa—. ¿Se puede saber qué te pasa? —le espeté—. ¡Yo no te he hecho nada! No entiendo cómo puedes besarme un día y odiarme al siguiente. ¿Por qué?

Las lágrimas llegaron tan rápido que no pude evitar que se deslizaran por mis mejillas. Por suerte, la oscuridad lo ocultaba.

—Tal vez porque no me gusta que nadie me engañe. —A pesar de mi advertencia, Gideon se me acercó, y esta vez no pude retroceder—. Sobre todo las chicas que un día me echan los brazos al cuello y al siguiente hace me apaleen.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Te vi, Gwendolyn.

—¿Cómo? ¿Dónde me viste?

—En mi salto en el tiempo de ayer por la mañana. Tenía que cumplir un pequeño encargo, pero apenas había andado uno metro cuando apareciste de repente en mi camino como un espejismo. Me miraste y me sonreíste, como si te alegraras al verme. Y luego giraste en redondo y desapareciste en la esquina.

—¿Y cuándo se supone que fue eso?

Estaba tan desconcertada que durante unos segundos dejé de llorar.

Gideon ignoró mi intervención.

—Cuando un segundo después yo también doblé la esquina, recibí un golpe en la cabeza y por desgracia ya no me encontré en condiciones de pedirte una explicación.

—¿Crees que… esa herida te la hice yo?

Las lágrimas volvieron a correr por mis mejillas.

—No —respondió Gideon—. No lo creo. No llevabas nada en la mano cuando te vi, y además dudo que puedas golpear tan fuerte. No, tú solo me atrajiste hasta la esquina donde había alguien esperándome.

Excluido. Total y definitivamente excluido.

—Yo nunca haría algo así —conseguí soltar por fin de modo más o menos inteligible—. ¡Nunca!

—Yo también me quedé un poco perplejo —continuó Gideon sin inmutarse—. Pensaba que éramos… amigos. Pero cuando ayer por la noche volviste a elapsar y noté que olías a puro, me di cuenta de que podías haberme mentido todo el tiempo. ¡Ahora dame la llave!

Me sequé las lágrimas de las mejillas. Pero, por desgracia, siguieron brotando sin parar. Tuve que esforzarme para reprimir un sollozo, y aquello solo hizo que me odiara aún más a mí misma.

—Si realmente es cierto lo que dices, ¿por qué luego le explicaste a todo el mundo que no viste quién te había golpeado?

—Porque es la verdad. No vi quién era.

—Pero tampoco dijiste nada sobre mí. ¿Por qué no?

—Porque ya hace tiempo que pienso que mister George… ¿Estás llorando?

La linterna de bolsillo me iluminó y tuve que cerrar los ojos, deslumbrada.

Seguramente tenía la cara llena de churretones. ¿Por qué habría decidido ponerme rímel?

—Gwendolyn…

Gideon apagó la linterna.

¿Qué venía ahora? ¿Un cacheo a oscuras?

—Apártate —espeté sollozando—. No llevo ninguna llave encima, te lo juro. Y sea quien sea la persona a la que hayas visto, no puedo haber sido yo. Yo nunca, nunca, permitiría que nadie te hiciera daño.

Aunque no podía ver nada, sentía que Gideon se encontraba justamente delante de mí. Su calor corporal era como un radiador en la oscuridad.

Cuando su mano me tocó la mejilla, me estremecí. La retiró rápidamente.

—Lo siento —le oí susurrar—. Gwen, yo… De pronto sonó desamparado, pero yo estaba demasiado trastornada para aquello me proporcionara ninguna satisfacción.

No sé cuánto tiempo permanecimos así, sin decir nada, uno frente al otro. A mí se me seguían saltando las lágrimas, y no sé qué hacía él mientras tanto porque no podía verle.

En algún momento volvió a encender la linterna, carraspeó e iluminó su reloj de pulsera.

—Tres minutos y volvemos a saltar —dijo en tono neutro—. Deberías salir de ese rincón; si no, aterrizarás sobre el arca.

Volvió al sofá y recogió los cojines que había tirado al suelo.

—¿Sabes?, de todos los vigilantes, mister George siempre me había parecido uno de los más leales. Alguien en quien se puede confiar en cualquier situación.

—Pero es que mister George no tiene absolutamente nada que ver con esto —dije mientras salía titubeando de mi rincón—. Fue algo completamente distinto. —Con el dorso de la mano me sequé las lágrimas de la cara. Sería mejor que le explicara la verdad, para que al menos no pusiera en duda la lealtad del pobre mister George—. La primera vez que me enviaron a elapsar sola, casualmente me encontré aquí a mi abuelo. —Bueno, tal vez no toda la verdad—. Estaba buscando el vino… En fin, eso ahora tampoco importa. Fue un encuentro curioso, sobre todo cuando comprendimos quiénes éramos. Él escondió la llave y la contraseña para mi próxima visita en esta habitación, para que pudiéramos volver a hablar. Y por eso ayer, o en 1956, estuve aquí de visita como Violet Purpleplum. ¡Para encontrarme con mi abuelo! Murió hace unos años y le echo mucho de menos. ¿No habrías hecho tú lo mismo si hubieras podido? Volver a hablar con él fue tan… —Volví a callar.

Gideon no dijo nada. Mantuve la mirada fija en silueta y esperé.

—¿Y mister George? Entonces ya era el asistente de tu abuelo —dijo finalmente.

—De hecho, le vi un momento, y mi abuelo le explicó que yo era su prima Hazel. Seguro que hace tiempo que lo habrá olvidado; para él fue solo un encuentro sin importancia que tuvo lugar hace cincuenta y cinco años. —Me llevé la mano al estómago—. Creo… —Sí. —Gideon tendió la mano, pero luego, por lo visto, se lo pensó mejor—. No tardará —se limitó a decir con tono apagado—. Acércate unos pasos más hacia aquí.

La habitación empezó a girar, y un instante después me encontré parpadeando, un poco insegura, frente a una luz clara, y mister Whitman dijo.

—Ah, ya estáis aquí.

Gideon dejó su linterna sobre la mesa y me dirigió una rápida mirada. Tal vez solo me lo imaginara, pero esta vez me pareció leer en ella algo parecido a la compasión. Volví a secarme la cara disimuladamente, aunque de todos modos mister Whitman vio que había llorado. Aparte de él, no había nadie en la habitación. Seguro que Xemerius había acabado por aburrirse y se había marchado.

—¿Qué ocurre, Gwendolyn? —preguntó mister Whitman con su tono de maestro sensible y supercomprensivo—. ¿Ha pasado algo?

Si no le hubiera conocido, posiblemente habría estado tentada de romper a llorar de nuevo y abrirle mi corazón. («¡El ma-a-alvado Gideon me ha he-e-echo enfa-a-adar!» Pero le conocía demasiado bien para eso. La semana pasada había utilizado el mismo tono para preguntarnos quién había pintado la caricatura de mistress Counters en la pizarra. «Encuentro que el artista tiene auténtico talento», había dicho sonriendo divertido. Enseguida Cynthia (¡naturalmente!) había confesado que había sido Peggy, y mister Whitman había dejado de sonreír y había escrito una nota sobre Peggy en el parte de clase. «Lo del talento en realidad no era ninguna mentira», había dicho.

—¿Sí? —soltó ahora sonriendo con aire benévolo.

Pero yo no iba a caer en la trampa.

—Una rata —murmuré—. Usted dijo que no habría ninguna… Y resulta que la bombilla se estropeó y no me había dado ninguna linterna. Estaba sola en la oscuridad con esa asquerosa rata.

Estuve a punto de añadir: «Se lo pienso decir a mi madre», pero me reprimí en el último momento.

Mister Whitman parecía un poco afectado.

—Lo siento —dijo—. La próxima vez nos ocuparemos de eso. —Luego volvió a su tono de superioridad docente—. Ahora te llevarán a casa. Te recomiendo que te vayas pronto a la cama, mañana será un día duro para ti.

—La acompañaré al coche —dijo Gideon, mientras cogía de la mesa el pañuelo negro con el que siempre me vendaban los ojos—. ¿Dónde está mister George?

—Está en una conferencia —replicó mister Whitman frunciendo el ceño—. Gideon, creo que deberías reflexionar un poco sobre el tono que empleas.

Te consentimos muchas cosas porque sabemos que en estos momentos no lo tienes fácil, pero deberías mostrar un poco más de respeto hacia los miembro del Círculo Interior.

Gideon no movió ni una ceja, aunque de todos modos respondió cortésmente:

—Tiene razón, mister Whitman. Lo siento. —Me tendió la mano—. ¿Vienes?

Estuve a punto de cogérsela en un acto reflejo, y el hecho de que no pudiera hacerlo sin perder la cara me dolió tanto que faltó poco para que faltó poco para que volviera a estallar en lágrimas.

—Hum… Hasta luego —le dije a mister Whitman mirando al suelo. Gideon abrió la puerta.

—Hasta mañana —contestó mister Whitman—. Y pensad los dos en esto: la mejor preparación es un buen sueño.

La puerta se cerró tras nosotros.

—Vaya, vaya, de manera que estabas totalmente sola con una rata asquerosa en ese oscuro sótano… —dijo Gideon sonriéndome.

Aquello era increíble. Durante dos días se había limitado a dirigirme miradas frías —y en las últimas horas incluso algunas que habrían podido congelarme y convertirme en una estatua como los pobres animales de los inviernos de la guerra—, ¿y ahora esto?, ¿una broma, como si nada hubiera cambiado? ¿Tal vez era un sádico y solo podía empezar a sonreír después de haberme dejado hecha polvo?

—¿No quieres vendarme los ojos?

Ya podía ir dándose cuenta de que no estaba de humor para reírme de sus estúpidas bromas.

Gideon se encogió de hombros.

—Supongo que conoces el camino. De modo que creo que podemos ahorrarnos lo de vendarte los ojos. Ven.

Otra sonrisa amistosa.

Por primera vez pude ver cómo eran los corredores del sótano en nuestra época. Estaban impecablemente revocados, y luces empotradas en las paredes, algunas con detectores de movimiento, iluminaban perfectamente todo el recorrido.

—No es demasiado impresionante, ¿verdad? —observó Gideon—. Todos los corredores que llevan al exterior están protegidos con puertas especiales e instalaciones de alarma; en la actualidad esto es tan seguro como una caja fuerte. Pero todo no se hizo hasta los años setenta. Antes de esa fecha desde aquí se podía pasear bajo tierra por medio Londres.

—No me interesa —dije malhumorada.

—Entonces, ¿de qué te gustaría hablar?

—De nada.

¿Cómo podía hacer como si no hubiera pasado absolutamente nada? Esa estúpida sonrisa y ese tono de presentador de televisión me sacaba de quicio. Aceleré el paso y apreté los labios, decidida a no hablar, pero al final no pude evitar que las palabras salieran disparadas de mi boca:

—¡No puedo soportarlo, Gideon! No puedo comprender que primero me beses y a la mínima de cambio me trates como si me despreciara profundamente.

Gideon permaneció callado un momento.

—Yo también preferiría besarte todo el tiempo en lugar de despreciarte —dijo al cabo de un momento—. Pero de algún modo tú tampoco lo pones fácil.

—Yo no te he hecho nada —le espeté.

Se detuvo en seco.

—¡Vamos Gwendolyn! ¿No creerás en serio que me he tragado esa historia? ¡Como si tu abuelo fuera a aparecer por casualidad precisamente en la habitación en la que elapsas! ¿Y Lucy y Paul también aparecieron por casualidad en casa de lady Tilney? ¿Y esos hombres en Hyde Park?

—Sí, exacto, yo misma pedí que vinieran porque siempre me había hecho ilusión atravesar a alguien con una espada. ¡Por no hablar de poder ver de cerca a un hombre al que le falta media cara! —resoplé.

—Lo que vayas a hacer en el futuro y por qué lo hagas…

—¡Vamos, cierra la boca de una vez! —le corté indignada—. ¡Estoy tan harta de esto! Desde el lunes pasado vivo como en una pesadilla que no hay manera de que termine. Cuando pienso que me he despertado, me doy cuenta de que sigo soñando. Tengo en la cabeza millones de preguntas a las que nadie quiere responder, ¡y todos esperan que me rompa los cuernos por algo que no entiendo en absoluto! —Había echado a andar de nuevo y casi estaba corriendo, pero Gideon se mantenía a mi altura sin el menor esfuerzo. En la escalera no había nadie para preguntarnos por la contraseña. Claro. ¿Por qué iban a hacerlo si todos los corredores estaba asegurados como en Fort Knox? Subí saltando los escalones de dos en dos—. Nadie me ha preguntado siquiera si quiero hacer todo esto. Tengo que enfrentarme a profesores de baile que están como cabras y no paran de insultarme, mi querida prima puede dedicarse a enseñarme todo lo que sabe hacer y que yo nunca conseguiré aprender, y tú… tú…

Gideon negó con la cabeza.

—¡Y tú qué! ¿No podrías ponerte en mi lugar por una vez? —Ahora también él había perdido la calma—. ¡A mí me pasa lo mismo, sabes! Dime, ¿cómo te comportarías tú si supieras a ciencia cierta que más pronto o más tarde me ocuparé de que alguien te dé con una maza en la cabeza? No creo que en esas circunstancias me encontraras inocente y encantador, ¿no?

—¡Es que no voy a hacer nada parecido! —repuse excitada—. ¿Sabes qué te digo? Que a estas alturas creo que no me importaría darte yo misma con esa maza en la cabeza.

—Por favor… —suplicó Gideon, y volvió a sonreír.

Yo me limité a resoplar furiosamente. Pasamos frente al taller de madame Rossini. Una franja de luz se filtraba por debajo de la puerta.

Probablemente aún estaba trabajando en nuestros vestidos.

Gideon se aclaró la garganta.

—Ya te he dicho que lo siento. Y ahora, ¿podemos volver a tener una conversación normal?

¡Una conversación normal! Qué chistoso.

—Esto… dime, ¿qué vas a hacer esta noche? —preguntó con un tono cordial y anodino.

—Como es natural, practicaré con tesón el baile del minué y antes de acostarme me entrenaré en formar frases sin las palabras «aspiradora», «reloj de pulsera», «jogging» y «transplante de corazón» —repliqué mordazmente—. ¿Y tú?

Gideon miró su reloj.

—He quedado con Charlotte y mi hermano y… Bueno, ya veremos. Al fin y al cabo es sábado.

Sí, claro. Que hiciera lo que quisiera, yo ya tenía bastante.

—Gracias por acompañarme —dije tan fríamente como pude—. Desde aquí ya encontraré el coche sola.

—De todos modos, me viene de camino —replicó Gideon—. Y podrías dejar de correr, si no te importara. Tengo que evitar los esfuerzos excesivos.

Consejo del doctor White.

A pesar de que estaba furiosa con él, por un momento tuve algo así como mala conciencia. Le miré de reojo.

—Pero si en la próxima esquina alguien te da con un palo en la cabeza, no digas que yo te he llevado hasta allí.

Gideon sonrió.

—Tú no harías eso.

«Nunca haría eso», me cruzó por la cabeza. Por asquerosamente que se portara conmigo, nunca permitiría que nadie le hiciera daño. Fuera quien fuese la persona a la que había visto de ningún modo podía haber sido yo.

El arco ante nosotros se iluminó con el flash de una cámara fotográfica.

Aunque ya era de noche, todavía quedaban muchos turistas paseando por Temple. En el aparcamiento detrás del edificio estaba estacionada una limusina negra que ya conocía. Cuando nos vio acercarnos, el chófer bajó y me abrió la puerta. Gideon esperó a que hubiera entrado y luego se inclinó hacia mí.

—¿Gwendolyn?

—¿Sí?

Estaba demasiado oscuro para distinguir bien su cara.

—Me gustaría que confiaras más en mí.

Sonaba tan serio y sincero que por un segundo me quedé sin habla.

—Me gustaría poder hacerlo —dije luego.

Solo después de que Gideon hubiera cerrado la puerta y el coche hubiera arrancado, se me ocurrió que habría sido mejor decir: «Me gustaría que tú hicieras lo mismo conmigo».

* * *

Los ojos de madame Rossini brillaban de entusiasmo. La modista me cogió de la mano y me llevó hasta el gran espejo de pared para que pudiera valorar el resultado de sus esfuerzos. Cuando me vi en el espejo, al principio apenas me reconocí, sobre todo debido a que mis cabellos, normalmente lisos, ahora se retorcían en incontables rizos y se levantaban sobre mi cabeza en un peinado altísimo parecido al que había llevado mi prima Janet en su boda. Algunos mechones sueltos caían formando pequeños tirabuzones sobre mis hombros desnudos. El color rojo oscuro del vestido me hacía parecer aún más pálida de lo que era, pero no tenía un aspecto enfermizo, sino radiante, en parte también porque madame Rossini me había empolvado cuidadosamente la nariz y la frente y había pintado mis mejillas con un poco de colorete, de manera que, a pesar de que ayer otra vez me había ido a dormir tarde, gracias a su habilidad en el arte del maquillaje ya no tenía ninguna sombra bajo los ojos.

—Como Blancanieves —comentó madame Rossini, y, conmovida, se dio unos toquecitos con un retal en los ojos vidriosos—. Rojo como la sangre, blanco como la nieve, negro como el ébano. Me regañarán porque destacarás como un perro verde en esa fiesta. Enséñame la uñas, sí, très bien, bien limpias y cortas. Y ahora sacude la cabeza. No, tranquila, más fuerte, este peinado tiene que aguantar toda la velada.

—Lo noto un poco como si llevara un sombrero encima —dije.

—Te acostumbrarás —replicó madame Rossini mientras fijaba mis cabellos con un poco más de laca. Además de los cuatro quilos de horquillas, como mínimo, que mantenían la montaña de rizos firme sobre mi cabeza, había algunas más que solo servían de adorno con las misma rosas que decoraban el escote del vestido. ¡Una monada!—. Muy bien, ya está cuellecito de cisne. ¿Quieres que haga unas fotos?

—¡Oh, sí, por favor! —Busqué en mi bolsillo y saqué el móvil.

Leslie me mataría si no inmortalizaba ese momento.

—Me gustaría haceros una foto a los dos—dijo madame Rossini después de haberme fotografiado unas diez veces desde todos los ángulos—. A ti y al joven maleducado. Para que se vea cómo vuestro guardarropa armoniza perfectamente sin dejar de ser por ello de una absoluta discreción. Pero de Gideon se ocupa Giordano; yo me he negado a discutir otra vez sobre la necesidad de las medias con dibujo. Llega un momento en que hay que decir basta.

—Pues estas medias no están tan mal —dije.

—Eso es porque parecen medias de época, pero gracias al elastán son mucho más cómodas —replicó madame Rossini—. Seguramente antes una liga como esa te habría dejado marcado medio muslo; las tuyas, en cambio, son solo de adorno. Naturalmente, no espero que nadie vaya a echar una mirada bajo tu falda, pero si lo hacen, no tendrán motivos de quejarse, n’est-ce pas? —Dio una palmada y añadió—: Bien, llamaré arriba y les diré que ya estás lista.

Mientras telefoneaba, volví a colocarme ante el espejo. La verdad es que estaba emocionada. Esa mañana me había hecho el firme propósito de desterrar a Gideon de mis pensamientos, y aunque hasta cierto punto lo había conseguido, había sido al precio de tener que pensar continuamente en el conde de Sanint Germain. Pero al miedo a un nuevo encuentro con el conde se sumaba una inexplicable ilusión por esa soirée que a mí misma me resultaba un poco inquietante.

Ayer mi madre había permitido que Leslie durmiera en casa, y por eso habíamos tenido de nuevo una noche hasta cierto punto agradable.

Analizar en detalles los acontecimientos con Leslie y Xemerius me había sentado bien. Tal vez habían dicho solo para animarme, pero tanto Leslie como Xemerius opinaban que no tenía ningún motivo para tirarme de un puente. Los dos afirmaban que, dadas las circunstancias, la conducta de Gideon estaba perfectamente justificada, y Leslie opinaba que en honor a la igualdad entre sexos había que aceptar que los chicos tuvieran momentos de mal humor y tenía la clara sensación de que en el fondo Gideon era un tipo realmente estupendo.

—¡Pero si no le conoces! —Había exclamado yo sacudiendo la cabeza—. ¡Solo lo dices porque sabes que es lo que quiero oír!

—Sí, y porque yo también quiero que sea cierto —había dicho Leslie—. Si al final se demuestra que es un cerdo, ¡ya me encargaré yo de buscarle y de darle lo que se merece! Prometido.

Xemerius había llegado bastante tarde porque antes, a petición mía, había espiado lo que hacían Charlotte, Raphael y Gideon.

Al contrario que a él, a Leslie y a mí no nos parecía en absoluto aburrido oír cómo era Raphael.

—Ya que me lo preguntáis, os diré que para mí el chico es un poquito demasiado guapo —había refunfuñado Xemerius—. Y él lo sabe perfectamente.

—Pues con Charlotte lo tiene claro —había dicho Leslie satisfecha—. Hasta ahora nuestra Reina del Hielo ha conseguido amargar la vida a todo el que se le ha acercado.

Nos habíamos sentado sobre la ancha repisa de mi ventana, mientras Xemerius se instalaba en la mesa con la cola bien enrollada en torno al cuerpo y empezaba su relato.

Primero Charlotte y Raphael habían ido a tomar un helado, luego habían ido al cine y finalmente se habían encontrado con Gideon en un restaurante italiano. Leslie y yo queríamos conocer todos los detalles, desde el tipo de pizza, pasando por el título de la película, hasta cada palabra que habían pronunciado. Según Xemerius, Charlotte y Raphael se habían empeñado en mantener conversaciones distintas sin mostrar ningún interés por lo que el otro decía. Mientras Raphael parecía interesado en charlar sobre las diferencias entre las chicas inglesas y francesas y su conducta sexual, Charlotte volvía continuamente a los premios Nobel de Literatura de los últimos diez años, lo que había provocado que Raphael se aburriera visiblemente y, sobre todo, se dedicara a mirar sin demasiado disimulo a las otras chicas que había en el local. Y en el cine, Raphael (para gran sorpresa de Xemerius) no solo no había hecho ningún intento de manosear a su acompañante, sino que al cabo de diez minutos más o menos se había quedado profundamente dormido. Leslie opinó que era lo más simpático que había oído desde hacía mucho tiempo, y yo coincidí totalmente con ella. Luego, como es natural, insistimos en que nos explicara si Gideon, Charlotte y Raphael también habían hablado de mí en el restaurante italiano, y entonces Xemerius nos reprodujo (un poco a regañadientes) el siguiente diálogo indignante (que yo repetí para Leslie, por así decirlo, en traducción simultánea):

Charlotte: Giordano está preocupado; tiene miedo de que mañana Gwendolyn se equivoque en todo lo que puede equivocarse.

Gideon: ¿Puedes pasarme el aceite, por favor?

Charlotte: Para Gwendolyn, la política y la historia son secretos guardados bajo siete llaves, y además es incapaz de recordar los nombres: le entra por un oído y le sale por el otro. No puede hacer más, sencillamente su cerebro no tiene suficiente capacidad para más. Está atiborrado de nombres de miembros de grupos pop para adolescentes y de listas inacabables de actores de películas de amor cursis.

Raphael: Gwendolyn es tu prima viajera del tiempo, ¿no? Creo que ayer la vi en la escuela. Es esa con el cabello largo negro y los ojos azules ¿verdad?

Charlotte: Y esa mancha de nacimiento en la sien que parece un plátano.

Gideon: Parece una pequeña media luna.

Raphael: ¿Y cómo se llama su amiga? La rubia con pecas. ¿Lilly?

Charlotte: Leslie Hay. Algo más de capacidad cerebral que Gwendolyn; aunque, para compensar, también es un buen ejemplo de cómo los perros se parecen a sus amos. El suyo es una mezcla de golden retriever. Se llama Bertie.

Raphael: ¡Qué monada!

Charlotte: ¿Te gustan los perros?

Raphael: Sobre todo la mezcla de golden retriever con pecas.

Charlotte: ¡Entiendo! Bueno, puedes probar suerte. No lo tendrás muy difícil. Leslie colecciona chicos aún más rápido que Gwendolyn.

Gideon: ¿De verdad? ¿Y cuántos… hum… amigos ha tenido Gwendolyn?

Charlotte: Dios. Uf. Esto me resulta un poco incómodo, ¿sabes? No quiero decir nada malo sobre ella, es solo que es bastante poco selectiva, sobre todo cuando ha bebido. En nuestra clase prácticamente se ha liado con todos, y de los chicos del curso siguiente… En fin, en algún momento perdí la cuenta. Y también será mejor que no os diga el mote que le han puesto.

Raphael: ¿El colchón del Saint Lennox?

Gideon: ¿Quieres pasarme la sal, por favor?

Cuando Xemerius llegó a este punto de su relato, me entraron ganas de levantarme de un salto, salir corriendo a buscar a Charlotte y estrangularla, pero Leslie me estuvo alegando que la venganza es un plato que se sirve frío. Mi argumento de que mi motivo no era la venganza, sino el simple deseo de matar, no le pareció válido. Además, me dijo que, si Gideon y Raphael eran solo la mitad de inteligentes de lo que parecían, no creerían ni una palabra de lo que había dicho Charlotte.

—Encuentro que Leslie sí que se parece a un golden retriever —había comentado entonces Xemerius, y al ver cómo le miraba, había añadido rápidamente—. ¡Me gustan los perros, ya lo sabes! Son unos animales inteligentes…

Y sí. Leslie era realmente inteligente. Entrenando ya había conseguido descifrar el secreto del libro del Caballero Verde. Aunque, después de mucho contar, el resultado obtenido había sido un poco decepcionante. Era sencillamente otro código numérico con dos letras y unos curiosos trazos en medio.

«Cincuenta y uno cero tres cero cuatro uno punto siete ocho coma cero cero cero ocho cuatro nueve punto nueve uno». Aunque ya era casi medianoche, nos habíamos deslizado hasta la biblioteca —bueno, en realidad nos habíamos deslizado Leslie y yo, porque Xemerius nos había precedido volando— y allí habíamos pasado una hora larga tratando de encontrar nuevas pistas en las estanterías.

El libro cincuenta y uno de la tercera fila… Línea cincuenta y uno, trigésimo libro, página cuatro, línea siete, palabra ocho… Pero no importaba el rincón por el que empezábamos a contar, no dábamos con nada que tuviera sentido. Finalmente empezamos a sacar libros al azar y los sacudimos con la esperanza de que cayera otra hoja. Tampoco. Leslie, sin embargo, se mostraba confiada. Había escrito el código en un papel que se sacaba continuamente del bolsillo para mirarlo. «Esto significa algo —murmuraba para sí—. Y descubriré qué es». Al final nos habíamos ido a la cama, y por la mañana mi despertador me había sacado bruscamente de un letargo sin sueños. Desde ese momento prácticamente de un letargo sin sueños. Desde ese momento prácticamente solo había pensado en la soirée.

—Ahí viene Monsieur George a recogerte. —Madame Rossini me arrancó de mis pensamientos.

La modista me tendió un bolsito, muy «ridículo», y pensé si en el último momento no podría colar dentro el cuchillo para la verdura. El consejo de Leslie de enganchármelo al muslo con cinta adhesiva no me había convencido. Con mi suerte solo habría conseguido herirme a mí misma, y de todos modos para mí constituía un enigma cómo soltarlo de debajo de la falda en caso de urgencia. Cuando mister George entró en la habitación, madame Rossini me colocó en torno a los hombros un amplio chal lleno de bordados y me besó las dos mejillas.

—Mucha suerte, cuello de cisne —dijo—. Solo le pido que me la traiga de vuelta sana y salva, mister George.

Mister George le dirigió una sonrisa un poco forzada, y de repente me dio la sensación de que no tenía un aspecto tan orondo y afable como de costumbre.

—Por desgracia, eso no está en mi mano, madame. Ven, querida, hay unas personas que quieren conocerte.

Todo el proceso de vestirme y peinarme había durado más de dos horas, y ya era media tarde cuando subimos a la Sala del Dragón, un piso más arriba. Mister George estaba inusualmente callado, y yo me concentré en no pisarme la orla del vestido en la escalera. Pensé en nuestra última visita al siglo XVIII y en lo difícil que sería escapar de unos hombres armados con espadas con esa voluminosa y pesada vestimenta.

—Mister George, ¿podría explicarme, por favor, ese asunto de la Alianza Florentina? —pregunté siguiendo un impulso repentino.

Mister George se detuvo en seco.

—¿La Alianza Florentina? ¿Quién te ha hablado de eso?

—En realidad nadie —dije suspirando—. Pero de vez en cuando escucho alguna cosa. Solo pregunto porque… tengo miedo. Fueron los tipos de la Alianza los que nos atacaron en Hyde Park, ¿verdad?

Mister George me miró muy serio.

—Es posible, sí. Incluso probable. Pero no tienes por qué tener miedo. Creo que podéis descartar la posibilidad de que hoy se repita algo así. Junto con el conde y Rakoczy, hemos tomado todas las medidas de precaución imaginables.

Abrí la boca para decir algo, pero mister George se me adelantó:

—Está bien, ya que no vas a dejarme en paz hasta saberlo, te diré que efectivamente debemos partir de la base de que en el año 1782 existe un traidor entre los Vigilantes, tal vez el mismo hombre que ya en los años anteriores proporcionó informaciones que condujeron a los atentados contra la vida del conde de Saint Germain en parís, Dover y Ámsterdam. —Se frotó la calva—. Sin embargo, en los Anales no se menciona el nombre de ese hombre. Aunque el conde consiguió desarticular la Alianza Florentina, el traidor en las filas de los Vigilantes nunca fue desenmascarado. Vuestra visita al año 1782 debe cambiar eso.

—Gideon opina que Lucy y Paul tenían algo que ver con ese asunto.

—Lo cierto es que hay indicios que sustentan esa suposición. —Mister George señaló la puerta de la Sala del Dragón—. Pero ahora no tenemos tiempo para entrar en detalles. Escucha: pase lo que pase, tú quédate con Gideon.

Si tuvierais que separaros, escóndete en algún sitio donde puedas esperar con seguridad a tu salto de vuelta.

Asentí con la cabeza. Por algún motivo, de repente tenía la boca seca.

Mister George abrió la puerta y me cedió el paso. Pasé a su lado, rozándole con mi ancha falda, y entré en la habitación. La sala estaba llena de gente que me miraba, y la timidez hizo que inmediatamente me subiera la sangre a la cara. Aparte del doctor White, Falk de Villiers, mister Whitman, mister Marley, Gideon y el inefable Giordano, había otros cinco hombres con trajes negros y caras serias bajo el enorme dragón. Me habría gustado que Xemerius estuviera a mi lado para decirme cuál de ellos era el ministro del Interior y cuál el premio Nobel, pero el diamon había recibido otro encargo (no de mí, sino de Leslie; pero dejemos eso para más adelante).

—Caballeros, ¿puedo presentarles a Gwendolyn Shepherd? —Supongo que era más bien una pregunta retórica, pronunciada en tono solemne por Falk de Villiers—. Es nuestro Rubí. El último viajero del tiempo en el Círculo de los Doce.

—Que esta noche viajará como Penelope Gray, pupila del cuarto vizconde de Batten —completó mister George.

Y Giordano murmuró:

—Que esta noche probablemente entrará en la historia como la Dama sin abanico.

Lancé una rápida mirada a Gideon. En efecto, su levita bordada de un color burdeos armonizaba maravillosamente con mi vestido. Para mi gran alivio, no llevaba peluca, porque si no seguramente, de puro nerviosismo, habría estallado en una carcajada histérica: pero en su aspecto no había nada risible. Sencillamente estaba perfecto. Tenía el cabello castaño recogido en una trenza en la nuca y un rizo le caía como por descuido sobre la frente y le ocultaba hábilmente la herida. Como me ocurría tan a menudo, tampoco esta vez pude interpretar su mirada.

Luego tuve que estrechar la mano sucesivamente a cada uno de los caballeros desconocidos, que fueron pronunciando sus nombres (que me entraron por un oído y me salieron por el otro; Charlotte tenía toda la razón en lo referente a mi capacidad cerebral), a lo que yo fui murmurando algo así como «Encantada de conocerle» o «Buenas tardes, sir» en respuesta. En conjunto, podía decirse que eran unos contemporáneos francamente serios. Solo uno de ellos sonrió, y los otros me miraron como si estuvieran esperando a que les amputaran una perna. El que había sonreído sin duda era el ministro del Interior; los políticos son más generosos con las sonrisas, forma parte del oficio.

Giordano me examinó de arriba abajo y esperé que hiciera algún comentario, pero en lugar de eso se limitó a lanzar un ruidoso suspiro. Falk de Villiers tampoco sonrió, pero al menos dijo:

—El vestido te sienta maravillosamente bien, Gwendolyn. Seguro que a la auténtica Penelope Gray le habría encantado tener este aspecto. Madame Rossini ha hecho un trabajo magnífico.

—¡Es verdad! He visto un retrato de la auténtica Penelope Gray y no me extraña que no se casara nunca y viviera retirada en un rincón apartado de Derbyshire —se le escapó a mister Marley, que inmediatamente se pudo rojo como un tomate y se quedó mirando al suelo, avergonzado.

Mister Whitman citó a Shakespeare, o al menos eso supuse yo. (Mister Whitman estaba francamente obsesionado con Shakespeare).

—«Decidme, pues, ¿cómo debería apreciar los encantos que un cielo para mí en un infierno transformaron?» Oh… ese no es motivo para sonrojarse, Gwendolyn.

Le miré irritada. ¡Estúpido Ardilla! Ya estaba roja antes, y desde luego no por él. Aparte de eso, no había entendido en absoluto la cita; para mí podía ser tanto un cumplido como una ofensa.

Inesperadamente recibí apoyo de Gideon.

—«El soberbio se valora en exceso en relación con su propia valía» —le dijo afablemente a mister Whitman—. Aristóteles.

La sonrisa de mister Whitman cedió un poco.

—En realidad mister Whitman solo quería expresar lo fantástica que estás —me dijo Gideon, y volví a sonrojarme.

Gideon hizo como si no se hubiera fijado, pero cuando unos segundos más tarde miré de nuevo hacia él, sonreía para sí satisfecho. Mister Whitman, en cambio, parecía hacer grandes esfuerzos para no soltar otra cita de Shakespeare.

El doctor White —Robert se ocultaba tras las perneras de sus pantalones y me miraba con los ojos muy abiertos— miró su reloj.

—Deberíamos ir saliendo. El párroco tiene que oficiar un bautizo a las seis.

¿El párroco?

—Hoy no saltaréis al pasado desde el sótano, sino desde una iglesia de North Audley Street —me explicó mister George—. Para que no perdáis tanto tiempo en llegar a casa de lord Brompton.

—De este modo reducimos también el peligro de un ataque en el camino de ida o de vuelta —dijo uno de los desconocidos, lo que le valió una mirada irritada de Falk de Villiers.

—El cronógrafo ya está preparado —observó, y señaló un arca con asas de plata que estaba colocada sobre la m esa—. Fuera esperan dos limusinas, Caballeros…

—Os deseo mucho éxito —dijo el que yo imaginaba que era el ministro del Iinterior.

Giordano volvió a suspirar con fuerza.

El doctor White, con un maletín de médico (¿para qué?) en la mano, mantuvo la puerta abierta mientras mister Marley y mister Whitman cogían cada uno un asa del arca y la llevaban fuera con tanta solemnidad como si se tratara del Arca de la Alianza.

Gideon se colocó a mi lado y me ofreció su brazo.

—Bien, pequeña Penelope, vamos a presentarte a la gran sociedad londinense—dijo. ¿Estás preparada?

No. No estaba preparada en absoluto. Y penelope era un nombre horrible.

Pero supongo que no tenía elección. Miré a Gideon con tanta calma como pude.

—Estoy preparada si tú lo estás.