7

Por culpa del encuentro con el hermano pequeño de Gideon y la subsiguiente conversación frenética con Leslie (ella me preguntó diez veces: «¿Estás segura?», yo respondí diez veces: «¡Completamente segura!», y luego las dos dijimos todavía unas cien veces: «Alucinante» y «No me lo puedo creer» y «¿Has visto sus ojos?»), llegué unos minutos más tarde que Charlotte a la limusina. De nuevo habían enviado a mister Marley a recogernos, y el chico parecía más nervioso que nunca. Xemerius estaba agachado sobre el techo del coche moviendo la cola de un lado a otro.

Charlotte, que ya estaba sentada en el asiento trasero, me dirigió una mirada de odio.

—¿Dónde demonios te has metido tanto rato? No se hace esperar a un Giordano. Creo que no te acabas de dar cuenta del gran honor que supone para ti que te dé clases.

Cortado, mister Marley me invitó a subir al coche con mucha ceremonia y cerró la puerta.

—¿Pasa algo?

Tenía la desagradable sensación de haberme perdido algo importante. Y la expresión de Charlotte acabó de confirmar mis sospechas.

Cuando el coche se puso en movimiento, Xemerius se deslizó desde el techo al interior del vehículo y se dejó caer pesadamente en el asiento junto a mí.

Mister Marley se había sentado, como la última vez, junto al conductor.

—Estaría bien que hoy te esforzaras un poco más —dijo Charlotte—. Para mí todo esto es terriblemente penoso. Al fin y al cabo eres mi prima.

No pude sino echarme a reír.

—¡Vamos, Charlotte! Conmigo no hace falta que disimules. ¡Te lo pasas de maravilla viendo cómo quedo como una tonta!

—¡Eso no es verdad! —Charlotte negó con la cabeza—. Es típico de ti pensar algo así, con tu infantil tendencia a creerte el centro del mundo. Lo único que quieren todos es ayudarte para que… no lo estropees todo con tu incapacidad. Aunque tal vez ya no tengas oportunidad de hacerlo. No me extrañaría que lo anularan todo…

—¿Y eso por qué?

Charlotte se quedó mirándome un momento en silencio, y luego dijo, casi como si disfrutara de mi desgracia:

—No te preocupes, pronto lo sabrás. Si es que ocurre.

—¿Ha pasado algo? —pregunté, pero no me dirigía a Charlotte, sino a Xemerius. Yo tampoco era ninguna tonta—. ¿Mister Marley ha explicado algo antes de que yo llegara?

—Solo unas frases crípticas —respondió Xemerius, mientras Charlotte apretaba los labios y se ponía a mirar por la ventanilla—. Por lo visto, esta mañana se ha producido un incidente en un salto en el tiempo de… hum…

una piedrecita brillante… —Se rascó las cejas con la cola.

—¿Es que tengo que sacártelo todo con pinzas?

Charlotte, que comprensiblemente pensaba que estaba hablando con ella, dijo:

—Si no hubieras llegado tarde, lo sabrías.

—… Diamante —dijo Xemerius—, alguien le ha… esto… ¿cuál sería la mejor manera de expresarlo? Alguien le ha dado un buen trompazo en la cabeza.

Se me encogió el estómago.

—¡¿Qué?!

—No te pongas nerviosa —dijo Xemerius—. Está vivo. O al menos eso he deducido del parloteo excitado del pelirrojo. ¡Madre mía, estás blanca como la cera! Oh, oh, ¿no irás a vomitar? Contrólate un poco, por favor.

—No puedo —susurré. Me sentía fatal.

—¿No puedes qué? —susurró Charlotte—. Lo primero que tiene que aprender un portador del gen es a dejar en segundo plano sus propias necesidades y dar lo mejor de sí mismo por la causa. Tú, en cambio, haces lo contrario.

Ante mi ojo interior veía a Gideon tendido en el suelo, cubierto de sangre.

Me costaba respirar.

—Otros darían cualquier cosa por que Giordano les diera clases. Y tú te comportas como si con eso te atormentaran.

—¡Ya vale, cierra la boca de una vez, Charlotte! —grité.

Charlotte volvió a girarse hacia la ventana. Y yo empecé a temblar.

Xemerius tendió una de sus zarpas y la colocó tranquilizadoramente sobre mi rodilla.

—Voy a ver qué consigo descubrir. Buscaré a tu amiguito y luego te presentaré un informe, ¿de acuerdo? ¡Pero no te pongas a gimotear! Si lo haces, me pondré nervioso y escupiré agua sobre esta elegante tapicería de cuero y tu prima pensará que te has hecho pipí encima.

Xemerius pegó un salto, desapareció a través del techo del coche y se alejó volando. Cuando volvió a aparecer por fin a mi lado había transcurrido una hora y media torturadora. Una hora y media en la que me imaginé las cosas más espantosas y me sentí más muerta que viva. No contribuyó a arreglar la situación que mientras tanto llegáramos a Temple, donde el implacable maestro ya estaba al acecho esperándome. Pero yo no me encontraba en condiciones para escuchar las exposiciones de Giordano sobre la política colonial ni para imitar los pasos de baile de Charlotte. ¿Y si Gideon había sido atacado de nuevo por hombres armados con espadas y esta vez no había podido defenderse? Cuando no lo veía en el suelo bañado en sangre, me lo imaginaba en la unidad de cuidados intensivos tendido en una cama, más blanco que la cera y conectado a un montón de tubos. ¿Por qué no había nadie a quien pudiera preguntar cómo se encontraba?

Entonces, por fin, Xemerius llegó volando directamente a través de la pared del Antiguo Refectorio.

—¿Qué? —le pregunté sin prestar atención a Giordano y a Charlotte.

En ese momento los dos me estaban enseñando cómo se aplaudía en una soirée del siglo XVIII. Y, naturalmente, no tenía nada que ver con la forma en que yo lo hacía.

—Eso es «Bravo, bravo, hoy hay pastel de chocolate», ignorante criatura —dijo Giordano—. Así aplauden los críos en el cajón de arena cuando están contentos… ¿Y ahora adónde demonios vuelve a mirar? ¡Me está volviendo loco!

—Todo va perfecto chica del pajar —dijo Xemerius sonriendo alegremente—. El muchacho ha recibido un buen golpe en la cabeza y ha pasado unas horas fuera de combate, pero, por lo que parece, tiene el cráneo duro como un diamante y ni siquiera ha sufrido una conmoción cerebral. Y esa herida en la frente de algún modo le hace… ¡Eh…! ¡No volverás a ponerte pálida! ¡Ya te he dicho que todo va bien!

Respiré hondo. Del alivio que sentía, estaba como mareada.

—Así está mejor —convino Xemerius—. No hay motivo para hiperventilar. Los bonitos dientes blancos de Loverbog siguen intactos. Y se pasa el rato maldiciendo para sí; supongo que debe de ser una buena señal.

Oh, gracias, Dios mío, gracias, gracias.

Pero el que ahora estaba a punto de hiperventilar era Giordano. Por mi causa. De pronto sus chillidos me importaban un pepino. Al contrario, me parecía realmente divertido observar cómo el color de su piel entre las líneas de la barba pasaba del rosa oscuro al violeta.

Mister George llegó justo a tiempo para impedir que Labios de Morcilla acabara por estallar y me soltara una bofetada.

—Hoy ha sido aún peor, si es que eso es posible. —Giordano se dejó caer en una elegante silla y se secó el sudor con unos toquecitos de un pañuelo de su color de piel actual—. No ha parado de mirar embobada hacia delante con los ojos vidriosos; ¡si no supiera que no puede ser cierto, habría asegurado que tiene algún problema con las drogas!

—Giordano, por favor… —dijo mister George—. Hoy no es un día especialmente bueno para ninguno de nosotros…

—¿Cómo está… él? —preguntó Charlotte en voz baja, dirigiéndome una mirada de soslayo.

—Como cabría esperar dadas las circunstancias —replicó mister George muy serio.

De nuevo Charlotte me dirigió una breve mirada escrutadora. La miré fijamente con el ceño fruncido. ¿Le proporcionaba alguna clase de satisfacción enfermiza el hecho de saber algo que pensaba que me interesaría terriblemente?

—Bah, bobadas —dijo Xemerius—. ¡Está estupendamente, créeme, tesoro!

Antes se ha zampado un filete de ternera gigante con patatas asadas y verdura. ¿Suena eso a «como cabría esperar dadas las circunstancias»?

A Giordano le irritaba que nadie le escuchara.

—Solo espero no ser yo quien cargue luego con las consecuencias —dijo en tono estridente, y apartó su silla a un lado—. He trabajado con talentos desconocidos y con los más grandes de este mundo, pero nunca me había encontrado con nada como «esto».

—Mi querido Giordano, ya sabe usted cuánto le valoramos. Y nadie podría ser más apropiado para ayudar a Gwendolyn…

Mister George calló al ver que Giordano hacía un mohín y echaba hacia atrás la cabeza con el peinado petrificado.

—Pero luego no diga que no le he avisado —soltó—. Es todo lo que pido.

—De acuerdo —dijo mister George suspirando—. Yo… bueno, en fin, lo transmitiré. ¿Vienes, Gwendolyn?

Yo ya me había desabrochado el miriñaque y lo había depositado cuidadosamente sobre el taburete del piano.

—Hasta la vista —le dije a Giordano, que seguía poniendo morros.

—Mucho me temo que eso es algo que no podrá evitarse —respondió.

* * *

En el camino hacia el antiguo laboratorio de alquimia, que a estas alturas ya casi podía recorrer con los ojos vendados, mister George me explicó lo que había pasado por la mañana. Estaba un poco sorprendido de que mister Marley aún no me hubiera informado de los acontecimientos, y yo no me tomé la molestia de explicarle cómo habían ido las cosas.

Habían enviado a Gideon a ejecutar una misión de poca importancia (mister George no quiso explicarme de qué misión se trataba) y dos horas después lo habían encontrado sin sentido en un corredor no muy lejos de la sala del cronógrafo, con una herida abierta en la frente que sin duda había sido causada por un objeto con forma de maza. Gideon no podía recordar nada, porque su asaltante debía de haberse escondido y le había atacado por sorpresa.

—Pero ¿quién…?

—No lo sabemos. Un hecho preocupante, especialmente en nuestra actual situación. Le hemos realizado una revisión completa, y no presenta ningún pinchazo que induzca a pensar que han podido extraerle sangre…

—¿No habría bastado la sangre de la herida? —pregunté, y solo de pensarlo sentí un escalofrío.

—Es posible —admitió mister George—. Pero si… alguien hubiera querido ir sobre seguro, le habría extraído la sangre de otro modo. En fin, hay innumerables explicaciones posibles. Nadie sabía que Gideon aparecería allí esa noche, de modo que es improbable que estuvieran esperándole a él en concreto. Parece mucho más probable que se tratara de un encuentro casual. Es posible que… en otro tiempo por aquí abajo pulularan elementos subversivos: contrabandistas, asesinos, gente de los bajos fondos en el sentido más literal del término. Personalmente creo que se trata de una lamentable casualidad… —Se aclaró la garganta—. En fin, en cualquier caso, parece que Gideon ha superado el incidente, al menos el doctor White no ha podido encontrar ninguna herida seria; de modo que podréis asistir los dos a la soirée el domingo al mediodía tal como estaba planeado. —Rió—. Qué raro suena, ¿eh?: una soirée el domingo al mediodía.

Oh, sí, ja, ja, muy divertido.

—¿Dónde está Gideon ahora? —pregunté con impaciencia—. ¿En el hospital?

—No. Está descansando, o eso espero. Solo ha ido al hospital para que le hicieran una tomografía, y como, gracias a Dios, no han encontrado nada, él mismo se ha dado el alta. Además, anoche recibió la visita sorpresa de su hermano…

—Lo sé —dije—. Hoy mister Whitman ha inscrito a Raphael en el Saint Lenno.

Oí cómo mister George suspiraba profundamente.

—El muchacho se escapó de casa después de haber hecho alguna tontería con sus amigos. Una idea loca de Falk la de traer a Raphael a Inglaterra.

En estos tiempos turbulentos todos nosotros, y sobre todo Gideon, tenemos cosas mejores que hacer que preocupamos de jóvenes díscolos… Pero Falk nunca ha podido negarle nada a Selina, Y Por lo que se ve, es la última oportunidad para Raphael de poder acabar la secundaria bien lejos de esos amigos que ejercen una influencia tan negativa sobre él.

—¿Selina es la madre de Gideon y Raphael?

—Sí —respondió mister George—. La mujer de la que los dos han heredado esos bonitos ojos verdes. Bueno, ya estamos. Puedes quitarte el pañuelo.

Esta vez nos encontrábamos completamente solos en la sala del cronógrafo.

—Charlotte ha dicho que en estas circunstancias anularían la visita planeada al siglo XVIII —dije esperanzada—. O que la aplazarían. Solo para que Gideon tuviera tiempo de recuperarse, y yo de practicar un poco más…

Mister George negó con la cabeza.

—No. No lo haremos. Tomaremos todas las medidas de precaución imaginables, pero la ajustada planificación temporal era muy importante para el conde. Gideon y tú iréis pasado mañana a esa soirée, eso está decidido. ¿Tienes alguna preferencia sobre el año al que te enviaremos a elapsar hoy?

—No —dije en un tono marcadamente indiferente—. De todos modos importa poco cuando uno tiene que quedarse encerrado en un sótano, ¿no le parece?

Mister George extrajo con cuidado el cronógrafo de su envoltorio de terciopelo.

—Sí, es cierto. Generalmente enviamos a Gideon al año 1953, un año tranquilo, lo único que tenemos que vigilar es que no se encuentre consigo mismo. —Sonrió divertido—. Me imagino que debe de ser una experiencia siniestra permanecer encerrado en algún sitio uno solo consigo mismo. —Mister George se frotó la abultada barriga y se quedó mirando al vacío con aire pensativo—. ¿Qué te parece 1956? También fue un año muy tranquilo.

—Sí, suena perfecto —dije.

Mister George me tendió la linterna de bolsillo y se sacó el sello del dedo.

—Solo por si acaso… No tengas miedo, seguro que no aparece nadie a las dos y media de la mañana.

—¿A las dos y media de la mañana? —repetí yo horrorizada. ¿Cómo iba a buscar a mi abuelo en mitad de la noche? Nadie creería que me había perdido en el sótano a las dos y media. Tal vez ni siquiera había nadie en la casa a esas horas. ¡Y en ese caso todo habría sido inútil!—. ¡No, por favor, mister George! ¡No me envíe por la noche a esa horrible catacumba completamente sola…!

—Pero, Gwendolyn, la hora no tiene ninguna importancia, bajo tierra, en una habitación cerrada…

—Pero es que yo… ¡por la noche tengo miedo! Por favor, por lo que más quiera, no me deje ahí sola…

Estaba tan desesperada que los ojos se me llenaron de lágrimas sin que tener que esforzarme en provocarlas artificialmente.

—Muy bien —dijo mister George, y me miró tranquilizadoramente con sus minúsculos ojillos—. Olvidaba que tú… Elijamos otra hora, pues. Pongamos por la tarde… ¿hacia las tres?

—Mejor —contesté—. Gracias, mister George.

—No hay de qué. —Mister George alzó un momento la mirada del cronógrafo y me dirigió una sonrisa—. Realmente te exigimos mucho; creo que en tu lugar, yo también me sentiría mal si tuviera que quedarme completamente solo en un sótano. Con mayor motivo todavía si se piensa que a veces ves cosas que otros no ven…

—Sí, gracias por recordármelo —dije. Por suerte, Xemerius no estaba aquí, porque seguro que se habría puesto frenético al oír la palabra «cosas»—. ¿Y qué es eso de que hay tumbas llenas de restos humanos y calaveras a la vuelta de la esquina?

—Oh —dijo mister George—. No quisiera asustarte aún más.

—No se preocupe—le contesté—. No me dan miedo los muertos. Al contrario que los vivos, según mi experiencia, no pueden hacerte nada. —Vi que mister George levantaba una ceja y continué rápidamente—: Naturalmente, de todos modos me parecen siniestros y de ninguna manera querría quedarme por la noche junto a unas catacumbas… —Le alargué una mano y con la otra mantuve la cartera firmemente apretada contra mi cuerpo—. Por favor, esta vez coja el ámbar; hasta ahora no le ha tocado.

* * *

Con el corazón acelerado, cogí la llave del escondrijo detrás del ladrillo y desdoblé la hoja que Lucas me había dejado allí. Solo había palabras latinas, ningún mensaje personal. La contraseña del día me pareció inhabitualmente larga y ni siquiera traté de aprenderla de memoria. Cogí un bolígrafo de mi cartera y me la escribí en la palma de la mano. Lucas también había dibujado un plano de los corredores subterráneos. Según este, debía doblar a mano derecha en la puerta, y luego doblar en total tres veces a la izquierda hasta llegar a la gran escalera, junto a la que se encontrarían los primeros guardianes. La puerta se abrió sin esfuerzo cuando moví la llave en la cerradura. Me lo pensé un momento, pero al final decidí no cerrarla de nuevo por si volvía con prisas. Olía a moho allí abajo, y las paredes revelaban claramente lo antiguas que eran las bóvedas. El techo era bajo, y los corredores, muy estrechos. Cada pocos metros había una bifurcación o una puerta encajada en el muro. Sin mi linterna de bolsillo y el plano de Lucas seguramente me habría perdido, aunque estos pasadizos subterráneos despertaban en mí una extraña sensación de familiaridad. Cuando giré a la izquierda en el último pasillo antes de llegar a la escalera, oí voces y contuve la respiración.

Ahora se trataba de convencer a los guardias de que había una buena razón para que me dejaran pasar. Al contrario que en el siglo XVIII, los dos de aquí no parecían en absoluto peligrosos. Estaban sentados al pie de la escalera jugando a las cartas. Me acerqué con aire decidido. Cuando me vieron, a uno se le cayeron las cartas de la mano y el otro se levantó de un salto y se puso a buscar frenéticamente su espada, que estaba apoyada en la pared.

—Buenos días —dije animosamente—. Sigan, sigan, no se preocupen por mí.

—¿Qué…? ¿Cómo…? —tartamudeó el primero, mientras el segundo, que ya había cogido su espada, me miraba indeciso.

—¿Una espada no es un arma algo exótica para el siglo XX? —pregunté yo estupefacta—. ¿Qué hacen si alguien se presenta con una granada de mano o con una pistola ametralladora?

—Oh, por aquí no pasa mucha gente —dijo el de la espada, y sonrió tímidamente—. Es más un arma tradicional que… —Sacudió la cabeza, como si quisiera llamarse a sí mismo al orden, y luego hizo un esfuerzo, se puso firmes y preguntó—: ¿Contraseña?

Me miré la palma de la mano.

Nam quod in iuventus non discitur, in matura aetate nescitur.

—Es correcto —dijo el que aún estaba sentado en la escalera—. Pero ¿de dónde viene, si puedo preguntarlo?

—Del Palacio de Justicia —contesté—. Un superatajo. Si les interesa, se lo puedo enseñar; pero ahora tengo una cita muy importante con Lucas Montrose.

—¿Montrose? La verdad es que ni siquiera sé si hoy está en casa—dijo el de la espada.

Y el otro añadió:

—La llevaremos arriba, miss, pero antes debe darnos su nombre.

Para el acta.

Dije el primer nombre que me vino a la cabeza. Tal vez un poco precipitadamente.

—¿Violeta Purpleplum? —repitió el de la espada, incrédulo, mientras el otro me miraba las piernas.

Supongo que la longitud de la falda de nuestro uniforme escolar no se ajustaba del todo a la moda del año 1956. Pero tanto daba, tendría que aguantarse.

—Sí —dije en un tono ligeramente agresivo, porque estaba enojada conmigo misma—. Y no veo el motivo para sonreír así. No todos tienen que llamarse Smith o Millar. ¿Podemos ir ya?

Los dos hombres discutieron un momento sobre quién tenía que llevarme arriba, y finalmente el de la espada cedió y volvió a ponerse cómodo en la escalera. En el camino hacia arriba, el otro quiso saber si yo ya había estado alguna vez allí. Le dije que desde luego, que varias veces, y que qué bonita era la Sala del Dragón, ¿verdad?, y que la mitad de mi familia eran miembros de los Vigilantes, y al llegar a este punto el hombre creyó recordar de pronto que ya me había visto en la última fiesta en el jardín.

—Usted era la chica que servía la limonada, ¿no? Junto con lady Gainsley.

—Eee… Exacto —dije yo, y enseguida nos enfrascamos en una fantástica charla sobre la fiesta, las rosas y un montón de gente a la que yo no conocía (lo que no impidió que me explayara sobre el extraño sombrero de mistress Lamotte y el hecho de que precisamente mister Masón se hubiera liado con una oficinista, ¡uf!).

Cuando pasamos ante las primeras ventanas, miré con curiosidad al exterior. Todo me pareció familiar. Sin embargo, saber que la ciudad, más allá de los venerables muros de Temple, ofrecía una imagen totalmente distinta a la que tenía en mi época resultaba, de algún modo, extraño; como si tuviera que precipitarme inmediatamente al exterior y observarlo por mí misma para creerlo.

En el primer piso el guardia llamó a la puerta de un despacho. Leí el nombre de mi abuelo en un cartel y me inundó una oleada de orgullo. ¡Lo había logrado!

—Una tal miss Purpleplum quiere ver a mister Montrose —dijo el guardia por la rendija de la puerta.

—Muchas gracias por acompañarme —dije yo mientras pasaba a su lado y me deslizaba dentro—. Ya nos veremos en la próxima fiesta en el jardín.

—Oh, sí. Me alegraría mucho —dijo, pero para entonces yo ya le había cerrado la puerta en las narices. Me volví con aire triunfal—. ¿Qué, qué me dices ahora?

—Miss… eh… ¿Purpleplum?

El hombre del escritorio me miraba con los ojos abiertos de par en par. Sin lugar a dudas no era mi abuelo. Yo le miré a mi vez fijamente, espantada.

Era muy joven, en realidad casi un muchacho todavía, y tenía la cara redonda y fina con unos ojitos claros y amistosos que me resultaron más que conocidos.

—¿Mister George? —pregunté incrédula.

—¿Nos conocemos?

El joven mister George se había levantado.

—Naturalmente. De la última fiesta en el jardín —tartamudeé mientras mis pensamientos se agolpaban en mi cabeza—. Yo era la de la limonada… ¿dónde está mi ab… Lucas? ¿No le ha dicho que hoy tenía una cita con él?

—Yo soy su asistente y no hace mucho tiempo que estoy aquí —balbuceó tímidamente mister George—. Pero no, no ha dicho nada. De todos modos, tiene que volver en cualquier momento. ¿Quiere sentarse mientras tanto, miss… eh…?

—¡Purpleplum!

—Eso es. ¿No querrá tomar tal vez una taza de café? Dio la vuelta a la mesa y me acercó una silla, lo que me vino francamente bien, porque sentía que me flaqueaban las piernas. —No, gracias, no quiero café.

Me observó indeciso. Yo le devolví la mirada sin decir palabra.

—¿Es usted… de los exploradores?

—¿Cómo dice?

—Lo digo… por el uniforme.

—No.

No podía apartar la mirada de mister George, ¡porque era él, no cabía duda! El hombre, cincuenta y cinco años más viejo, se le parecía increíblemente, solo que ya no tenía pelo, llevaba gafas y era más o menos tan alto como ancho.

El joven mister George, en cambio, tenía una gran cantidad de pelo, dominado con mucha laca y una raya bien marcada, y estaba francamente delgado. Al parecer, le resultaba desagradable ser observado así, porque se sonrojó, se sentó de nuevo en su puesto detrás del escritorio y se puso a hojear unos papeles. Me pregunté qué diría si me sacaba su sello del bolsillo y se lo enseñaba.

Durante al menos un cuarto de hora permanecimos callados y luego la puerta del despacho se abrió y entró mi abuelo. Cuando me vio, sus ojos se pusieron por un instante redondos como bolas pero luego se dominó y dijo:

—¡Vaya, mira quién está aquí, pero si es mi querida prima!

Me levanté de un salto. Estaba claro que, desde nuestro último encuentro, Lucas Montrose había pasado a convertirse en un adulto. Llevaba un traje elegante y pajarita, y se había dejado un bigote que no le sentaba especialmente bien.

El bigote me picó cuando me besó en las dos mejillas.

—¡Qué alegría, Hazel! Dime, ¿cuánto tiempo vas a quedarte en la ciudad?

¿Y han venido también tus queridos padres?

—No —tartamudeé. ¿Por qué tenía que ser precisamente la horrible Hazel?—. Están en casa, con los gatos…

—Por cierto, este es Thomas George, mi nuevo asistente. Thomas, esta es Hazel Montrose de Gloucestershire. Ya te dije que seguro que pronto vendría a visitarme.

—¡Pensaba que se llamaba Purpleplum! —dijo mister George.

—Sí —contesté yo—. Es que también me llamo así. Es mi segundo apellido.

Hazel Violet Montrose Purpleplum, pero ¿quién va a acordarse de un nombre así?

Lucas me miró frunciendo el ceño.

—Ahora iré a dar un pequeño paseo con Hazel, ¿de acuerdo? —dijo dirigiéndose a mister George—. Si alguien pregunta por mí, dile que estoy reunido con un cliente.

—Sí, mister Montrose —respondió mister George, esforzándose en poner cara de indiferencia.

—Hasta la vista —dije.

Lucas me cogió del brazo y me sacó de la habitación.

Caminamos sin decir nada, con una sonrisa tensa dibujada en el rostro, hasta la salida, y solo cuando la pesada puerta de entrada se cerró y nos encontramos en la callejuela soleada frente a la casa, volvimos a hablar.

—No quiero ser la horrible Hazel —protesté, y miré alrededor intrigada. Temple no parecía haber cambiado mucho en cincuenta y cinco años, si se prescindía de los coches—. ¿Es que tengo el aspecto de ser alguien que sujeta a los gatos por la cola y les hace girar por encima de su cabeza?

—¡Purpleplum! —protestó Lucas a su vez—. ¿No se te ha ocurrido nada más extravagante? —Luego me cogió por los hombros y me observó—. ¡Deja que te mire, nieta! Tienes el mismo aspecto que hace ocho años.

—Claro, es que en realidad solo fue anteayer —expliqué.

—Increíble —dijo Lucas—. Durante todos estos años he estado pensando que tal vez solo había soñado todo esto…

—Ayer aterricé en el año 1953, pero no estaba sola.

—¿Cuánto tiempo tenemos hoy?

—He aterrizado a las tres de vuestro tiempo, y a las seis y media en punto saltaré de vuelta.

—Entonces al menos tenemos algo de tiempo para hablar. Ven, en la esquina hay un pequeño café, allí podremos tomar un té. —Lucas me cogió del brazo y nos dirigimos hacia el Strand—. No lo creerás, pero desde hace tres meses soy padre —me explicó mientras caminábamos—. Debo decir que es una agradable sensación. Y creo que Arista fue una buena elección.

Claudine Seymore, en cambio, ha cogido kilos y además, según dicen, es aficionada a empinar el codo.

Desde por la mañana.

Recorrimos una callejuela estrecha y luego salimos a la calle por el arco.

Allí me quedé parada, fascinada. Como siempre, había mucho tráfico en el Strand, pero ahora este estaba compuesto exclusivamente por coches de época. Los autobuses de dos pisos parecían sacados de un museo y hacían un ruido espantoso, y la mayoría de la gente que caminaba por la acera llevaba sombrero —hombres, mujeres, ¡e incluso los niños!—. En la pared de la casa situada en diagonal frente a nosotros había un cartel de cine que hacía publicidad de Alta sociedad, con la ultraterrenalmente bella Grace Kelly y el increíblemente feo Frank Sinatra. Avancé a paso de tortuga mirando a derecha e izquierda con la boca abierta. Todo parecía sacado de una postal de estilo retro, solo que con mucho más colorido.

Lucas me llevó hasta un bonito café que hacía esquina y encargó té y bollos.

—La última vez estabas hambrienta —recordó—. Aquí también hacen buenos sándwiches.

—No, gracias —dije—. Abuelo, ¿qué ocurre con mister George? En el año 2011 actúa como si no me hubiera visto nunca.

Lucas se encogió de hombros.

—Bah, no te preocupes por el muchacho. Hasta que os volváis a ver tienen que pasar aún cincuenta y cinco años. Lo más probable es que sencillamente te haya olvidado para entonces.

—Sí, tal vez —dije, y miré irritada al montón de fumadores que había en el café.

Directamente junto a nosotros, ante una mesa en forma de riñón sobre la que había un cenicero de vidrio del tamaño de una calavera estaba sentado un señor gordo con un cigarro. El aire era tan denso que se podía cortar con un cuchillo. ¿Es que la gente de 1956 aún no había oído hablar del cáncer de pulmón?

—En el tiempo que ha pasado, ¿has descubierto qué es el Caballero Verde?

—No, pero he descubierto algo mucho más importante. Ahora sé por qué Lucy y Paul van a robar el cronógrafo. —Lucas miró un momento alrededor y acercó su silla a la mía—. Después de tu visita, Lucy y Paul vinieron algunas veces a elapsar, sin que pasara nada especial. Tomábamos té juntos, les preguntaba los verbos franceses y nos aburríamos mortalmente durante cuatro horas. No podían abandonar la casa, era una de las normas, y Kenneth de Villiers, ese viejo soplón, se encargaba de que nos atuviéramos a ellas. De hecho, una vez saqué a escondidas a Lucy y a Paul para que vieran una película y dieran echar un vistazo fuera, y nos pillaron de la forma más tonta. Qué digo nos pillaron: Kenneth nos pilló. Se montó un buen escándalo. A mí me impusieron un castigo disciplinario y durante un año colocaron a un guardia ante la puerta de la Sala del Dragón mientras Lucy y Paul se encontraban entre nosotros. Esto solo cambió cuando conseguí el rango de adepto de tercer grado. Oh, muchas gracias.

Esto último iba dirigido a la camarera, que era clavada a Doris Day en la película El hombre que sabía demasiado. Llevaba el pelo corto teñido de un color rubio claro y un vestido vaporoso con una falda con mucho vuelo. La mujer colocó el pedido ante nosotros con una sonrisa radiante y no me habría sorprendido nada si de repente se hubiera puesto a cantar «Qué será, será».

Lucas esperó a que se alejara lo suficiente para no poder oírnos y luego siguió hablando.

—Naturalmente, he realizado prudentes indagaciones para tratar de descubrir que motivo podían tener para largarse con el cronógrafo. Pero no hay nada. Su único problema era que estaban terriblemente enamorados.

Al parecer, su relación no estaba bien vista en su época, de modo que la mantuvieron en secreto. Solo unas pocas personas la conocían, yo, por ejemplo, y tu madre, Grace.

—¡Entonces tal vez huyeron al pasado solo porque no podían estar juntos!

Como Romeo y Julieta. Dios. Terriblemente romántico.

—No —dijo Lucas—. No fue ese el motivo. Mi abuelo removió su té, mientras yo miraba con avidez el cestito lleno de bollos calientes, colocados bajo una servilleta de tela, de la que surgía un olor tentador.

—Yo fui la razón —continuó Lucas.

—¿Qué? ¿Tú?

—Bueno, no directamente yo. Pero fue culpa mía. Un día se me ocurrió la disparatada idea de enviar sencillamente a Lucy y a Paul un poco más atrás en el pasado.

—¿Con el cronógrafo? Pero ¿cómo…?

—Sí, ya lo sé, una idea disparatada, como he dicho. —Lucas se pasó la mano por el pelo—. Pero pasábamos encerrados cuatro horas al día en esa maldita sala con el cronógrafo, y en esa situación era muy fácil acabar por pensar en ello. Estudié a fondo viejos planos, los Escritos secretos y los Anales, luego cogí unos disfraces del almacén y finalmente registramos la sangre de Lucy y de Paul en el cronógrafo y los envié a modo de prueba durante dos horas al año 1590.

Funcionó sin ningún problema. Cuando hubieron pasado las dos horas, saltaron de vuelta conmigo al año 1948 sin que nadie se diera cuenta de que habían estado fuera. Y media hora después saltaron de regreso a 1992. Todo fue perfecto.

Me metí en la boca un bollo bien untado con nata. Podía pensar mejor si masticaba. Había un montón de preguntas que me parecía urgente hacer, y sencillamente elegí la primera de todas.

—Pero en 1590 aún no existían los Vigilantes, ¿no?

—Exacto —dijo Lucas—. Por entonces ni siquiera existía este edificio. Y esa fue nuestra suerte. O nuestra desgracia, según como se mire. —Tomó un trago de té. Aún no había comido nada, y yo empezaba a preguntarme cómo iba a poder ganar todos esos kilos—. Estudiando planos antiguos, yo había descubierto que el edificio con la Sala del Dragón había sido construido exactamente en un lugar en el que, de finales del siglo XVI hasta finales del XVII, había habido una placita con una fuente.

—No acabo de entender…

—Espera. Este descubrimiento fue para nosotros como un billete para viajar sin riesgo al pasado. Lucy y Paul podían saltar al pasado desde la Sala del Dragón a esa plaza, y bastaba con que se encontraran de nuevo allí a tiempo para que volvieran a saltar automáticamente de regreso a la Sala del Dragón. ¿Me sigues?

—¿Y si aterrizaban en la plaza en pleno día? ¿No los apresarían y los quemarían por brujos?

—Era una placita tranquila, la mayoría de las veces ni siquiera los verían. Y si no era así, la gente se limitaría a frotarse los ojos asombrada y pensaría que se había despistado un momento. Por descontado, a pesar de todo resultaba increíblemente peligroso, pero a nosotros nos pareció genial. Nos encantaba habernos salido con la nuestra engañándolos a todos, y Lucy y Paul se divertían como locos Y yo también, a pesar de que siempre estaba esperando en la gran sala con el alma en vilo a que Lucy y Paul volvieran, por no hablar de lo que podía ocurrir si entraba alguien…

—Tenías mucho valor —dije.

—Sí —reconoció Lucas con un aire un poco culpable—. Estas cosas solo se hacen cuando se es joven. Hoy no lo haría, seguro que no. Pero pensaba que, si era realmente peligroso, mi viejo y sabio yo intervendría desde el futuro, ¿entiendes?

—¿De qué sabio yo del futuro hablas? —pregunté sonriendo irónicamente.

—Pues de mí mismo —exclamó Lucas, y enseguida volvió a bajar la voz—. En 1992 todavía sabré lo que maquiné con Lucy y Paul en 1948, y si hubiera salido mal, seguro que les habría advertido contra mi frívolo joven yo… pensé.

—Sí, de acuerdo —dije lentamente, y cogí otro bollo, alimento para el cerebro, podríamos decir—. Pero no lo hiciste.

Lucas sacudió la cabeza.

—Estúpidamente, por lo visto no lo hice. De hecho, cada vez actuábamos de una forma más frívola. Cuando Lucy tuvo que hablar de Hamlet en la escuela, los envié a los dos al año 1602. Durante tres días consecutivos pudieron ver la representación original de los Lord Chamberlain’s Men en el teatro Globe.

—¿En Southwark?

Lucas asintió con la cabeza.

—Sí, era bastante complicado. Tenían que cruzar el London Bridge para pasar al otro lado del Támesis, pescar allí todo lo que pudieran de Hamlet y estar de vuelta antes de que se produjera el salto en el tiempo. Los dos primeros días todo funcionó bien, pero el tercero hubo un accidente en el London Bridge y Lucy y Paul fueron testigos de un crimen. No consiguieron llegar a tiempo a esta orilla para el salto, sino que aterrizaron en el Southwark del año 1948, en las aguas del Támesis, mientras yo me volvía loco de preocupación. —Por lo visto, le asaltaron los recuerdos de ese episodio, porque la tez se le puso pálida—. Al final llegaron a Temple, empapados y con sus trajes del siglo XVII, con el tiempo justo para volver a saltar al año 1992. Yo no me enteré de nada de todo esto hasta su siguiente visita.

La cabeza empezaba ya a darme vueltas con todo ese lío de años.

—¿Y qué clase de crimen presenciaron?

Lucas acercó su silla aún más. Estaba tan serio que sus ojos bajo las gafas se veían muy oscuros.

—¡Ahí está el quid de la cuestión! Lucy y Paul vieron cómo el conde de Saint Germain mataba a alguien.

—¿El conde?

—Hasta ese momento Lucy y Paul solo habían visto dos veces al conde. Sin embargo, estaban completamente seguros de que era él. Después de su salto de iniciación, tanto el uno como la otra le habían sido presentados en el año 1784. El propio conde lo había decidido así, ya que no quería conocer hasta el final de su vida a los viajeros del tiempo que nacerían después de él. Me extrañaría mucho que no hubiera ocurrido lo mismo contigo. —Carraspeó—. Quiero decir, que no vaya a ocurrir. O como sea. En cualquier caso, los Vigilantes viajaron con Lucy y Paul y el cronógrafo expresamente al norte de Alemania, donde el conde pasaba sus últimos años de vida. Yo mismo estuve allí. Estaré allí. Como gran maestre de la logia; ¿puedes creerlo?

Torcí el gesto.

—¿No podríamos…?

—Ah, ya vuelvo a dispersarme, ¿verdad? Eso de que las cosas aún vayan a suceder a pesar de que hace tiempo que han sucedido es algo que me supera. ¿Por dónde íbamos?

—Pero… ¿cómo podía el conde haber cometido un asesinato en el año 1602…? ¡Oh, ya lo entiendo! ¡Lo hizo en uno de sus viajes en el tiempo!

Exacto. Y cuando era mucho más joven. Fue una casualidad increíble que justo en el mismo momento Lucy y Paul estuvieran exactamente en el mismo lugar. Si es que puede hablarse de casualidad en ese contexto. El propio conde escribe en uno de sus numerosos escritos: «Quien cree en casualidades no ha comprendido el poder del destino».

—¿A quién mató? ¿Y por qué?

Lucas volvió a mirar a su alrededor.

—Eso, querida nieta, tampoco lo supimos nosotros al principio. Tardamos semanas en descubrirlo. Su víctima fue nada menos que Lancelot de Villiers, el primer viajero del tiempo en el Círculo. ¡El Ámbar!

—¿Mató a uno de sus propios antepasados? Pero ¿por qué?

—Lancelot de Villiers era un barón belga que en 1602 se trasladó con toda su familia a Inglaterra. En las Crónicas y los Escritos secretos del conde de Saint Germain, que legó a los Vigilantes, se dice que Lancelot murió en 1607, por eso al principio no pensamos en él. Pero, de hecho (no hace falta que te explique aquí los detalles de nuestras investigaciones detectivescas), al barón le cortaron la garganta en su propia carroza en el año 1602.

—No lo entiendo —murmuré.

—Ni yo mismo he podido juntar todas las piezas del rompecabezas —dijo Lucas mientras se sacaba un paquete de cigarrillos del bolsillo y encendía uno—. Y a esto se suma que no he vuelto a ver a Lucy y a Paul desde el 24 de septiembre de 1949. Supongo que han saltado con el cronógrafo a una época anterior a la mía, porque si no, hace tiempo que habrían venido a verme. Oh… ¡maldita sea! ¡Sobre todo no mires!

—¿Qué pasa? ¿Y desde cuándo fumas?

—Ahí vienen Kenneth de Villiers y la pesada de su hermana.

Lucas trató de taparse con el menú.

—Dile sencillamente que queremos estar a solas —susurré.

—No puedo, es mi superior: en la logia y en la vida corriente. Él es el dueño de este condenado bufete… Si tenemos suerte, no nos verán.

No tuvimos suerte. Un hombre alto rondando la cuarentena y una dama con un sombrero color turquesa se dirigieron en línea recta hacia nuestra mesa y se sentaron en las dos sillas libres sin que nadie les hubiera pedido que lo hicieran.

—Parece que esta tarde todos hacemos novillos, ¿eh, Lucas? —dijo Kenneth de Villiers con tono campechano palmeándole el hombro—. Y no es que no esté dispuesto a hacer la vista gorda después de que ayer cerraras el caso Parker tan brillantemente. Te felicito de nuevo. Ya me han dicho que tenías visita del campo.

Sus ojos ambarinos me sometieron a un examen detallado. Traté de devolverle la mirada de la forma más despreocupada posible. Era realmente curioso cómo se parecían los De Villiers en todas las épocas, con sus pómulos marcados y esa nariz recta y aristocrática. Y este en concreto tenía una planta impresionante, aunque no era tan bien parecido como, por ejemplo, el Falk de Villiers de mi época.

—Hazel Montrose, mi prima —me presentó Lucas—. Hazel, mister y mistress de Villiers.

—Pero yo sí soy su hermana —dijo mistress de Villiers soltando una risita—. Oh, qué bien, tiene cigarrillos; tiene que darme uno.

—Por desgracia ahora mismo nos íbamos —dijo Lucas mientras le ofrecía galantemente un cigarrillo y le daba fuego—. Tengo que trabajar en algunos expedientes…

—Pero no hoy, amigo mío, no hoy.

Su jefe le guiñó un ojo amistosamente.

—Con Kenneth a solas es siempre tan aburrido… —dijo mistress de Villiers, y expulsó el humo del cigarrillo por la nariz—. Con él no se puede hablar de nada aparte de política. Kenneth, por favor, pide té para todos. ¿Y de dónde procede usted exactamente, querida?

—De Gloucestershire —dije, y tosí un poco.

Lucas suspiró resignado.

—Mi tío, es decir, el padre de Hazel, tiene una gran propiedad allí con muchos animales.

—Oh, a mí me encanta la vida en el campo. ¡Y me encantan los animales! —exclamó mistress de Villiers en tono entusiasta.

—Y a mí —dije yo—. Sobre todo los gatos.