5

Para abreviar: la clase con Charlotte y mister Giordano resultó mucho más horrible aún de lo que había imaginado. El motivo principal fue que trataban de explicármelo todo al mismo tiempo: mientras yo (vestida con un miriñaque a rayas rojo cereza, que encajaba de maravilla con mi blusa color puré de patatas de la escuela) luchaba por dominar los pasos del minué, debía comprender simultáneamente hasta qué punto se distanciaban las posturas de los whigs y las de los tories, cómo se sostenía un abanico y cuál era la diferencia entre «alteza», «serenísima» e «ilustrísima». Al cabo de una hora y diecisiete formas diferentes de abrir un abanico, tenía un intenso dolor de cabeza y ya no sabía dónde estaba la derecha y dónde la izquierda. Mi intento de relajar los ánimos con una broma. —«¿No podríamos disfrutar de un serenísimo descanso, ilustrísimas?»— tampoco fue bien recibido. «Eso no tiene gracia, ignorante criatura», me espetó Giordano con voz engolada.

El Antiguo Refectorio consistía en una gran sala situada en la planta baja con ventanas altas que daban a un patio interior. A excepción de un piano de cola y unas pocas sillas pegadas a la pared, no había ningún mobiliario.

Por eso Xemerius se colgó, como hacía a menudo, cabeza abajo de una araña y replegó cuidadosamente sus alas a la espalda.

Mister Giordano se había presentado con las palabras: «Giordano, Giordano a secas, por favor. Doctor en historia, famoso creador de moda, maestro de reiki, diseñador de joyas creativo, conocido coreógrafo, adepto de tercer grado y especialista en los siglos XVIII y XIX».

—Pero ¿qué es todo este rollo? —dijo Xemerius—. A este tipo le falta un tornillo.

En silencio, por desgracia, no pude dejar de darle la razón. Mister Giordano, perdón, Giordano a secas, recordaba terriblemente a uno de esos vendedores pasados de vueltas de los canales de televenta, que siempre hablan como si llevaran una pinza en la nariz y se comportan como si en ese preciso momento un caniche les estuviera mordiendo las pantorrillas por debajo de la mesa. Esperaba que en cualquier instante sus (¿operados?) labios se deformaran en una sonrisa y dijera: «Y ahora, queridos telespectadores, pasemos a nuestro modelo Brigitte, una elegante fuente de interior que proporcionará un toque distinguido a su hogar, un pequeño oasis de felicidad por solo veintisiete libras, una verdadera ganga, no lo dejen escapar, yo mismo tengo dos en casa…».

Pero en lugar de eso dijo (sin sonrisa):

—¡Mi querida Charlotte! Hola hola. —Y besó el aire a la derecha y a la izquierda de sus orejas—. Me he enterado de lo ocurrido, ¡y me parece incre-í-ble! ¡Todos estos años de entrenamiento y todo ese talento desperdiciados! Es una desgracia, un escándalo que clama al cielo, y tan injusto… Y esa es ella, ¿no? La suplente.

Me examinó de arriba abajo, frunciendo sus carnosos labios. Yo no pude sino mirarle a mi vez, absolutamente fascinada. El tipo llevaba un peculiar peinado complicadísimo que tenía que haber sido fijado con cantidades ingentes de gel y laca para mantenerse firme sobre su cabeza. Unas finas barbas negras cruzaban la mitad inferior de su cara como ríos en un mapa.

Tenía las cejas estaban depiladas y subrayadas con una especie de rotulador negro, y si no me equivocaba, se había empolvado la nariz.

—¿Y esto debe adaptarse como un guante a una soirée del año 1782 en el tiempo que queda hasta pasado mañana por la noche? —inquirió.

Con «esto» debía de referirse a mí. Con «soirée» a alguna otra cosa. La pregunta era a qué.

—Oye, oye, Labios de Morcilla te ha ofendido —dijo Xemerius—. Si estás buscando algún insulto que lanzarle a la cabeza, estoy a tu disposición para soplártelo.

La verdad es que Labios de Morcilla tampoco estaba mal.

—Una soirée es una recepción nocturna mortalmente aburrida —continuó Xemerius—. Lo digo por si no lo sabes. La gente se reúne después de la cena, tocan algunas piezas en el pianoforte y tratan de no dormirse.

—¡Ah, gracias! —respondí.

—Aún no puedo creer que realmente quieran arriesgarse a hacerlo —dijo Charlotte mientras colgaba su abrigo de una silla—. Va contra todas las reglas de la discreción dejar suelta a Gwendolyn entre la gente. Basta con mirarla para ver enseguida que hay algo que no encaja en ella.

—¡No hace falta que lo digas! —exclamó Labios de Morcilla—. Pero el conde es conocido por sus arranques excéntricos. Mira, ahí está la leyenda de tu sustituta. Espeluznante. Léela, ya verás.

¿Mi qué? Hasta ese momento yo pensaba que las leyendas se limitaban al ámbito de los cuentos. O a los mapas.

Charlotte revolvió en una carpeta que estaba colocada sobre el piano de cola.

—¿Se supone que representa a la pupila del vizconde de Batten? ¿Y Gideon es el hijo de este? ¿No es un poco arriesgado? Podría estar presente alguien que conociera al vizconde y a su familia. ¿Por qué no han optado por un vizconde francés en el exilio?

Giordano suspiró.

—No funcionaría debido a sus escasos conocimientos de idiomas. Tal vez el conde solo quiera ponernos a prueba. Tendremos que demostrarle que podemos convertir milagrosamente a esta chica en una dama del siglo XVIII. ¡Sencillamente, es nuestro deber hacerlo! —dijo retorciéndose las manos.

—Encuentro que si han podido conseguirlo con Keira Knightley, podrán lograrlo conmigo —intervine confiada. Keira Knightley me parece la chica más moderna del mundo, y a pesar de todo, siempre está maravillosa en las películas de época, incluso con las pelucas más estrambóticas.

—¿Keira Knightley? —Las cejas negras casi rozaron la base del tupé—. En una película es posible que funcione, pero Keira Knightley no duraría ni diez minutos en el siglo XVIII sin que la desenmascararan como una mujer moderna, ya solo por el hecho de que siempre enseña los dientes al sonreír, y al reír a carcajadas echa la cabeza hacia atrás y abre la boca. ¡Ninguna mujer hubiera hecho algo así en el siglo XVIII!

—No puede saberlo con tanta exactitud, ¿no? —repliqué.

—¿Cómo has dicho?

—He dicho que no puede…

Labios de Morcilla me fulminó con la mirada.

—Para empezar, deberíamos fijar una primera regla, que es la siguiente: no se pone en cuestión lo que dice el maestro.

—¿Y quién es el maestro? Ah, ya entiendo, es usted —dije, y me puse un poco colorada, mientras Xemerius soltaba un cacareo—. Muy bien. No enseñar los dientes al reír. Lo tendré en cuenta.

Probablemente no me sería difícil lograrlo. Me costaba imaginar que pudiera encontrar algún motivo para reír en ese, o esa, soirée.

El maestro Labios de Morcilla volvió a bajar las cejas, un poco más calmado, y como no podía oír a Xemerius, que bramaba desde el techo «¡Cabeza de chorlito!», empezó con el triste inventario de la situación.

Quería que le explicara lo que sabía de política, literatura y usos y costumbres del año 1782, y mi respuesta («Sé todo lo que no había; por ejemplo, váteres con cisterna o el derecho de voto para las mujeres») le hizo hundir la cabeza entre las manos durante unos segundos.

—Me estoy meando de risa aquí arriba —dijo Xemerius, y para mi gran desgracia empezó a contagiarme a mí también.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para reprimir una carcajada que amenazaba con salir desde las profundidades de mi diafragma.

Charlotte dijo suavemente:

—Pensaba que ya te habían explicado que su preparación era nula, Giordano.

—Pero yo… al menos las bases…

El rostro del maestro emergió de entre sus manos. No me atreví a mirar, porque si resultaba que se le había corrido el maquillaje, estaría perdida.

—¿Cómo vas de aptitudes musicales? ¿Piano? ¿Canto? ¿Arpa? ¿Y los bailes de sociedad? Supongo que dominarás un simple menuett à deux, pero ¿qué me dices de los otros bailes? ¿Arpa? ¿Menuett à deux? ¡Cómo no! Aquello acabó definitivamente con mi autocontrol y empecé a reír entre dientes.

—Está bien que al menos alguien se divierta aquí —dijo Labios de Morcilla desconcertado, y ese debió de ser el momento en que decidió hacerme la pascua hasta que se me acabaran las ganas de reír.

De hecho, no tuvo que pasar mucho tiempo para que ocurriera. Solo un cuarto de hora más tarde ya me sentía como la máxima representante de la estupidez y el fracaso. Y eso a pesar de que Xemerius, bajo el techo, se esforzaba al máximo en animarme.

—¡Vamos, Gwendolyn, enséñales a estos dos sádicos lo que llevas dentro!

Nada me hubiera gustado más. Pero, por desgracia, no llevaba gran cosa.

Tour de main, mano izquierda, ignorante criatura, girar a la derecha he dicho, Cornwallis capituló y lord North dimitió en marzo de 1782, lo que condujo a… Giro a la derecha, ¡no, a la derecha! ¡Por todos los cielos!

¡Charlotte, por favor, enséñaselo otra vez!

Y Charlotte me lo enseñó. Había que concederle que bailaba maravillosamente; al verla parecía que fuera un juego de niños.

Y en el fondo, lo era. Se iba hacia delante, se iba hacia atrás, daba una vuelta y mientras tanto se sonreía incansablemente sin enseñar los dientes.

La música correspondiente salía de unos altavoces ocultos en el artesonado, y debo decir que no era precisamente la clase de música que hace que sientas un inmediato picorcillo en las piernas.

Tal vez habría podido fijarme mejor en la serie de pasos si Labios de Morcilla no me hubiera estado atolondrando al mismo tiempo con sus lecciones.

—Desde 1779, pues, guerra con España… ahora el mouline, por favor, al cuarto hombre sencillamente nos lo imaginamos, y reverencia, eso es, con un poco más de ánimo, por favor. Otra vez desde el principio, no olvides sonreír, cabeza recta, mentón alto, justo entonces Gran Bretaña pierde Norteamérica, por Dios, no, hacia la derecha, brazo a la altura del pecho y extender, es un duro golpe, y existe una marcada animadversión hacia los franceses, se considera poco patriótico… No mires los pies, aunque de todos modos con ese vestido no pueden verse.

Charlotte se limitaba a lanzar de improviso extrañas preguntas («¿Quién era el rey de Burundi en 1782?») y a sacudir la cabeza permanentemente, lo que contribuía a hacerme sentir aún más insegura.

Al cabo de una hora Xemerius encontró aquello demasiado aburrido. La gárgola se alejó aleteando de la araña, me saludó con un gesto y desapareció a través de la pared. Me habría gustado encargarle que buscara a Gideon, pero de hecho no hizo falta, porque después de otro cuarto de hora de tortura con el minué, Gideon entró en el Antiguo Refectorio acompañado de mister George. Los dos llegaron a tiempo de ver cómo, Charlotte, Labios de Morcilla y yo, junto con un cuarto hombre inexistente, bailábamos una figura que Labios de Morcilla llamaba le chain, en la que yo debía dar la mano al compañero de baile invisible. Por desgracia, le di la mano equivocada.

—Mano derecha, hombro derecho, mano izquierda, hombro izquierdo —exclamó Labios de Morcilla enojado—. ¿Tan difícil es? Mira, fíjate en cómo lo hace Charlotte, ¡así es perfecto!

La perfecta Charlotte siguió bailando mucho después de haberse dado cuenta de que teníamos visita, mientras yo me paraba, avergonzada, deseando que se me tragara la tierra.

—Oh —dijo Charlotte finalmente, haciendo como si acabara de ver a mister George y a Gideon.

Y ejecutó una graciosa reverencia que, como ahora sabía, era una especie de flexión que se hacía en el baile del minué al principio y al final y de vez en cuando también en medio. Debía parecer completamente fuera de lugar, con mayor razón aún porque Charlotte llevaba el uniforme de la escuela, pero en lugar de eso de algún modo resultaba… encantador.

Al instante me sentí doblemente incómoda, primero, por el monstruoso miriñaque a rayas rojas y blancas en combinación con la blusa del uniforme (parecía uno de esos conos de plástico que se colocan en la calzada para proteger una obra), y segundo, porque Labios de Morcilla no perdió un segundo para empezar a quejarse de mí.

—… no sabe dónde está la derecha ni la izquierda… un prodigio de torpeza… corta de entendederas… empresa imposible… criatura ignorante… un pato no puede transformarse en un cisne… de ningún modo puede asistir a esa soirée sin llamar la atención… pero ¡mírenla, por favor!

Eso hizo mister George, y Gideon también, y yo me puse como un tomate.

Al mismo tiempo sentí que la rabia crecía en mi interior. ¡Aquello ya pasaba de la raya! Precipitadamente me desabotoné la falda junto con el armazón de alambre acolchado que Labios de Morcilla me había atado a las caderas, mientras bufaba:

—No sé por qué voy a tener que hablar de política en el siglo XVIII.

Tampoco lo hago ahora; ¡no tengo ni la más mínima idea de política! ¿Y qué? Si alguien me pregunta por el marqués de lo que sea, contestaré simplemente que me importa un pepino la política. Y en caso de que alguien se emperré en bailar un minué conmigo (lo que creo que puede darse por excluido porque no conozco a nadie en el siglo XVIII), le diré: «No, gracias, es muy amable pero me he torcido el tobillo». Y también es algo que puedo hacer sin necesidad de enseñar los dientes.

—¿Ve lo que quiero decir? —preguntó Labios de Morcilla, y volvió a retorcerse las manos, en lo que parecía ser una costumbre suya—. Ni asomo de buena voluntad, y en cambio, un espantoso desconocimiento y falta de talento en todos los campos. Y luego se echa a reír como una niña de cinco años porque menciono el nombre de lord Sándwich.

Ah, sí, lord Sándwich. Increíble que se llamara así. Pobre tipo.

—Seguro que estará… —empezó mister George, pero Labios de Morcilla le cortó.

—Al contrario que Charlotte, esta muchacha no posee ni un ápice de… ¡espièglerie!

¡Puaj! Fuera lo que fuese, si Charlotte lo tenía, yo no lo quería tener.

Charlotte había desconectado la música y se había sentado al piano, desde donde dedicaba una sonrisa cómplice a Gideon. Y él le devolvía la sonrisa.

En cambio, a mí solo se había dignado dirigirme una mirada, aunque había sido una mirada muy significativa. Y no en sentido positivo. Seguramente le resultaba penoso estar en la misma habitación con una fracasada como yo, con mayor motivo porque parecía muy consciente de que estaba fabuloso con sus vaqueros desgastados y esa estrecha camiseta negra. Por alguna razón me puse más furiosa aun. Casi me rechinaban los dientes de rabia.

Mister George paseó la mirada, inquieto, de Labios de Morcilla a mí y otra vez al profesor, y dijo con la frente marcada por profundas arrugas de preocupación: —Lo conseguirá, Giordano, ya verá. Con Charlotte, cuenta usted con una ayudante muy capacitada. Además, aún tenemos unos días de tiempo.

—¡Como si fueran semanas! Nunca hay tiempo suficiente cuando hay que prepararse para un gran baile —dijo Labios de Morcilla—. Una soirée tal vez, en un círculo restringido y con mucha suerte, pero un baile, posiblemente incluso en presencia de la pareja ducal… totalmente descartado. Solo puedo suponer que el conde se ha permitido gastarnos una broma.

Ahora mister George le miró con frialdad.

—Con toda seguridad, no —dijo—. Y con toda seguridad no le corresponde a usted poner en tela de juicio las decisiones del conde. Gwendolyn lo conseguirá, ¿no es cierto, Gwendolyn?

No dije nada. En las últimas dos horas mi autoestima había sido violentamente maltratada. Si solo se trataba de no llamar la atención desfavorablemente, eso podía conseguirlo, sí. Me limitaría a colocarme en un rincón y agitar el abanico con discreción. O no, mejor no agitarlo; quién sabe lo que eso podía significar. Sencillamente, estaría quieta y sonreiría sin enseñar dientes. Naturalmente, mientras tanto nadie debía molestarme o preguntar por el marqués de Stafford o pedirme un baile.

Charlotte empezó a tocar suavemente unas notas en el piano. Era una pequeña melodía muy tierna del estilo de la música que habíamos bailado antes. Gideon se colocó a su lado y ella le miró y dijo algo que no pude entender, porque Labios de Morcilla suspiró sonoramente.

—Hemos tratado de enseñarle los pasos básicos del minué de forma convencional, ¡pero me temo que tendremos que recurrir a otros métodos!

No podía sino admirar a Charlotte por su capacidad de hablar, mirar a Gideon a los ojos, enseñar su encantador hoyuelo y tocar el piano simultáneamente.

Labios de Morcilla seguía lamentándose.

—… tal vez ayuden algunas figuras o signos de tiza en el suelo, para eso deberíamos…

—Podrá continuar las clases mañana mismo —le interrumpió mister George—. Ahora Gwendolyn tiene que ir a elapsar. ¿Vienes, Gwendolyn?

Asentí aliviada, y cogí mi cartera y mi abrigo. Por fin libre. El sentimiento de frustración pasó a convertirse en una tensa espera. Si todo iba bien, hoy me enviarían a elapsar a una fecha posterior a mi encuentro con el abuelo y encontraría la llave y la contraseña en el escondite secreto.

—Deja que la lleve yo. —Mister George me cogió la cartera y me dedicó una sonrisa de ánimo—. Cuatro horas más, y podrás irte a casa. Hoy ya pareces mucho menos cansada que ayer. Te buscaremos un año bien tranquilo, ¿qué te parece 1953? Gideon dice que en esa época en el mun… bueno, en la sala del cronógrafo, todo es muy agradable. Parece que incluso hay un sofá.

—1953 es perfecto —dije yo, tratando de no parecer muy entusiasmada.

¡Cinco años después de mi último encuentro con Lucas! Era de esperar que en el tiempo que había pasado hubiera podido enterarse de algo más.

—Ah, por cierto, Charlotte, mistress Jenkins ha llamado a un coche, por hoy puedes descansar.

Charlotte dejó de tocar.

—Sí, mister George —respondió cortésmente, y luego ladeó la cabeza y sonrió a Gideon—. ¿Tú también te tomas un descanso?

¿De qué iba eso? ¿Ahora le iba a preguntar si quería ir al cine con ella?

Contuve el aliento, esperando la respuesta.

Pero Gideon sacudió la cabeza.

—No. Acompañaré a Gwendolyn.

Seguro que Charlotte y yo pusimos la misma cara de sorpresa.

—No, no la acompañarás —dijo mister George—. Por hoy has cubierto el cupo.

—Y pareces agotado… —añadió Charlotte—. Lo que no es nada extraño, desde luego. Deberías aprovechar el tiempo para dormir.

Por una vez estaba de acuerdo con ella. Si Gideon venía conmigo, no podría sacar la llave del escondrijo ni ir a buscar a mi abuelo.

—Sin mí, Gwendolyn pasará cuatro horas en el sótano sin ningún provecho —contestó Gideon—. Si voy, en cambio, podría aprender algo durante ese tiempo. —Y esbozando una sonrisa, añadió—: Por ejemplo, cómo se distingue la derecha de la izquierda. Eso del minué no debe ser tan difícil de captar.

¿Cómo? ¡Por el amor de Dios, más clases de danza no!

—Pierdes del tiempo —dijo Labios de Morcilla.

—Tengo que hacer los deberes —dije yo con el tono más desagradable posible—. Además, mañana tengo que entregar una redacción sobre Shakespeare.

—Yo también podría ayudarte en eso —repuso Gideon, y me dirigió una mirada que no pude descifrar. Para alguien que no le conociera, podía parecer inocente, pero a mí no me engañaba.

Charlotte, mientras tanto, seguía sonriendo, pero ahora sin el encantador hoyuelo.

Mister George se encogió de hombros.

—Por mi parte, no hay problema. Así Gwendolyn no estará tan sola y no tendrá por qué tener miedo.

—De vez en cuando también me gusta estar sola —repliqué desesperada—. Sobre todo cuando me he pasado todo el día rodeada de gente, como hoy.

—Y de gente insoportable.

—Ah, ¿sí? —preguntó Charlotte burlonamente—. Si tú nunca estás del todo sola, ¿no? Siempre tienes a tus amigos invisibles.

—Exacto —repliqué yo—. No harías más que estorbar, Gideon.

«¿Por qué no te vas con Charlotte al cine? ¿O por qué no montáis un club de lectura, por ejemplo?» Eso fue lo que pensé. Pero ¿lo deseaba realmente? Por un lado, no había nada que me pareciera más urgente que hablar con mi abuelo y preguntarle si había descubierto algo sobre el Caballero Verde; pero por el otro, en mi cerebro surgían vagos recuerdos de los «Oooh» y «Mmm…» y «Más» del día anterior…

¡Se acabó! Tenía que mantener la calma y pensar en todas esas cosas que me parecían tan despreciables de Gideon.

Pero no me dio tiempo, porque él ya nos estaba abriendo la puerta a mister George y a mí.

—¡Vamos, Gwendolyn! ¡Directos a 1953!

Seguro que Charlotte me habría fulminado con la mirada si hubiera podido.

* * *

De camino abajo, al antiguo laboratorio de alquimia, mister George me vendó los ojos, no sin antes disculparse por ello, y luego me cogió la mano suspirando. Gideon tuvo que llevarme la cartera.

—Sé que mister Giordano no es un hombre de trato fácil —dijo mister George cuando hubimos dejado atrás la escalera de caracol—. Pero tal vez podrías esforzarte un poco más con él.

Dejé escapar un sonoro resoplido.

—¡Él también podría esforzarse un poco más conmigo! Maestro de reiki, famoso creador de moda, diseñador de joyas creativo… ¿qué demonios hace ese hombre entre los Vigilantes? Creía que eran todos eminentes científicos y políticos.

—Sí, podría decirse que mister Giordano es un poco el bicho raro entre los Vigilantes —admitió mister George—. Pero es un hombre brillante. Junto a sus exóticos… ejem… oficios, que por otra parte le han hecho multimillonario, es un reconocido historiador y…

—… y hace cinco años, cuando publicó un trabajo a partir de fuentes hasta el momento desconocidas sobre una sociedad secreta londinense con conexiones con los masones y el legendario conde de Saint Germain, los Vigilantes decidieron que era urgente conocerle de más cerca —lo interrumpió Gideon desde más adelante.

Su voz rebotó en las paredes de piedra.

Mister George carraspeó.

—Hum… sí, eso también. Cuidado, un escalón.

—Comprendo —dije—. Entonces Giordano es miembro de los Vigilantes para que no pueda chivarse. ¿Y qué tipo de fuentes desconocidas eran esas?

—Cada miembro da a la sociedad algo que la hace más fuerte —explicó mister George sin atender a mi pregunta—. Y las capacidades de mister Giordano son particularmente variadas.

—Sin duda —dije—. ¿Quién podría pegarse a sí mismo una piedrecita de estrás en la uña?

Oí que mister George tosía como si se hubiera atragantado. Durante un rato caminamos en silencio uno junto al otro.

De Gideon ya no se oía ni el ruido de sus pasos, de modo que supuse que se había adelantado (debido a mi venda, nosotros avanzábamos a paso de tortuga). Al final hice de tripas corazón y pregunté en voz baja: —¿Por qué exactamente voy a ir a esa soirée y a ese baile, mister George?

—Oh, ¿nadie te ha informado? Gideon estuvo ayer por la tarde, o, mejor dicho, más bien por la noche, con el conde para ilustrarle sobre vuestra reciente… aventura. Y volvió con una carta en la que el conde manifiesta expresamente su deseo de que tú y Gideon le acompañéis a una soirée en casa de lady Brompton, así como a un gran baile que se celebra unos días más tarde. Además, haréis también una visita al Temple por la tarde. El objetivo es que el conde os conozca mejor.

Pensé en mi primer encuentro con el conde y me estremecí.

—Comprendo que quiera conocerme mejor, pero ¿por qué quiere que me mueva entre gente desconocida? ¿Es una especie de prueba?

—Más bien viene a confirmar que no tiene ningún sentido mantenerte alejada de todo esto. Para serte sincero, me he alegrado mucho de recibir esa carta. Demuestra que el conde confía mucho más en ti que algunos de nuestros Vigilantes, que piensan que no eres más que una especie de figurante en esta obra.

—Y una traidora —dije, y pensé en el doctor White.

—O una traidora —agregó mister George como de pasada—. En ese sentido hay discrepancias. Bien, hemos llegado, hija. Puedes quitarte la venda.

Gideon ya nos estaba esperando. Hice un último intento de deshacerme de él anunciando que tenía que aprenderme de memoria un soneto de Shakespeare y que solo podía hacerlo en voz alta, pero él se limitó a encogerse de hombros y replicó que llevaba su iPod y que no me oiría.

Mister George sacó el cronógrafo de la caja fuerte e insistió en que no nos dejáramos nada.

—Ni siquiera un minúsculo pedacito de papel, ¿me oyes, Gwendolyn? Traes aquí de vuelta todo el contenido de tu cartera. Y, naturalmente, la propia cartera. ¿Entendido?

Afirmé con la cabeza, le cogí a Gideon la cartera de la mano y la apreté con fuerza contra mi pecho. Luego le alargué el meñique a mister George, ya tenía el pobre índice bastante maltratado por los pinchazos.

—¿Y en caso de que alguien entre en la habitación mientras estamos allí? —pregunté.

—Eso no pasará —aseguró Gideon—. Allí es plena noche.

—Bueno, ¿y qué? A alguien podría ocurrírsele la idea de mantener una reunión inspirativa en el sótano.

—Conspirativa, en todo caso —dijo Gideon.

—¿Cómo has dicho?

—No te preocupes —intervino mister George, y deslizó mi dedo por el pequeño registro abierto en el interior del cronógrafo.

Me mordí los labios cuando la conocida sensación de vértigo se extendió por mi estómago y la aguja penetró en mi carne. La habitación se sumergió en una luz rojo rubí, y luego aterricé en medio de una oscuridad absoluta.

—¿Hola? —dije en voz baja, pero no obtuve respuesta.

Un segundo después, Gideon aterrizó a mi lado y encendió enseguida una linterna de bolsillo.

—¿Ves? No se está tan mal aquí —dijo mientras se acercaba a la puerta y encendía la luz.

Como antes, una bombilla desnuda colgaba del techo, pero el resto de la habitación había mejorado visiblemente desde mi última visita. Mi primera mirada se dirigió a la pared donde Lucas había querido ubicar nuestro escondrijo secreto. Delante había unas sillas apiladas, pero de una forma mucho más ordenada que la última vez. Ya no había cosas tiradas por ahí, y la habitación, en comparación, estaba limpia y, sobre todo, mucho más despejada. Además de las sillas junto a la pared, también había una mesa y un sofá, con un tapizado de terciopelo verde desgastado.

—Sí, de hecho es bastante más acogedor que en mi última visita aquí. Todo el rato tenía miedo de que saliera una rata y me mordiera.

Gideon bajó el picaporte y dio unos tirones. Estaba cerrado.

—Solo me encontré la puerta abierta una vez —dijo sonriendo—. Fue una tarde interesante. Desde aquí, un pasadizo secreto conduce hasta debajo del Palacio de Justicia. Y aún desciende más, hasta unas catacumbas con restos humanos y calaveras… Y no muy lejos de aquí, en el año 1953, hay una bodega.

—Habría que tener una llave.

De nuevo eché un vistazo a la pared de enfrente. En algún sitio detrás de un ladrillo suelto había una llave. Suspiré. Era una verdadera lástima que aquello no me sirviera de nada. Pero de algún modo también resultaba agradable saber algo de lo que Gideon no tenía ni idea.

—¿Probaste el vino?

—¿Tú qué crees? —Gideon cogió una de las sillas de la pared y la colocó ante la mesa—. Toma, para ti. Que te diviertas con los deberes.

—Ah, gracias.

Me senté, extraje las cosas de la cartera e hice como si me dispusiera a concentrarme profundamente en mi libro. Mientras tanto Gideon se tendió en el sofá, se sacó el iPod del bolsillo y se colocó los auriculares en las orejas. Al cabo de dos minutos me arriesgué a lanzarle una mirada y vi que había cerrado los ojos. ¿Se habría dormido? No era extraño teniendo en cuenta que esa noche había vuelto a salir.

Durante un rato me perdí un poco en la contemplación de una nariz larga y recta, la piel pálida, los labios suaves, las gruesas y rizadas pestañas. En ese estado de relajación parecía mucho más joven de lo habitual, y de pronto pude imaginarme perfectamente cómo debía de haber sido de pequeño. En todo caso, una verdadera monada. Su pecho se levantaba y descendía regularmente, y pensé en si podría atreverme a… No, era demasiado peligroso. No debía volver a mirar esa pared si quería guardar mi secreto y proteger a Lucas.

Como no tenía otra cosa que hacer y no iba a pasarme cuatro horas seguidas mirando a Gideon dormir (aunque reconozco que tenía su encanto), al final me dediqué a mis deberes, primero a las riquezas minerales del Cáucaso, y luego a los verbos irregulares franceses. A la redacción sobre la vida y obra de Shakespeare solo le faltaba la conclusión, que resumí intrépidamente en una única frase: «Shakespeare pasa sus últimos cinco años de vida en Stratford-on-Avon, donde muere en 1616». Listo. Ahora solo me faltaba aprenderme un soneto de memoria.

Como todos eran igualmente largos, escogí uno al azar. «Mine eye and heart are at a mortal war, how to divide the conquest of thy sight», murmuré.

—¿Te refieres a mí? —preguntó Gideon, incorporándose y quitándose los auriculares.

Por desgracia, no pude evitar sonrojarme.

—Es Shakespeare —dije.

Gideon sonrió.

—«Mine eye my heart thy picture’s sight would bar, my heart mine eye the freedom of that right»… o una cosa así.

—No, es bastante exacto —repliqué, y cerré el libro de golpe.

—Aún no puedes repetirlo —dijo Gideon.

—De todas maneras, mañana ya lo habría olvidado otra vez. Será mejor que lo aprenda justo antes de la escuela, entonces tendré una buena oportunidad de retenerlo hasta la clase de inglés de mister Whitman.

—¡Pues mejor! Así ahora podremos practicar el minué. —Gideon se levantó—. Al menos aquí tenemos espacio suficiente para bailar.

—¡Oh, no, por favor!

Pero Gideon ya se inclinaba ante mí.

—¿Me concedéis este baile, miss Shepherd?

—Sería un gran placer, señor —le aseguré mientras me abanicaba con el libro de Shakespeare—, pero lamentablemente me he torcido el tobillo. Tal vez sería mejor que le preguntara a mi prima, allí al fondo. La dama de verde. —Señalé el sofá—. Ella le mostrará encantada lo bien que baila.

—Pero yo desearía bailar con vos. Hace tiempo que sé cómo baila vuestra prima.

—Me refería a mi prima Sofá, no a mi prima Charlotte —dije—. Le aseguro… hum… Os aseguro que con Sofá disfrutaréis mucho más que con Charlotte.

Tal vez Sofá no sea tan elegante, pero es más reposada y tiene mucho más encanto, y sobre todo mejor carácter.

Gideon rió.

—Como he dicho, mi interés se centra únicamente en vos. Por favor, concededme este honor.

—¡Pero un caballero como vos debería mostrar consideración por un tobillo dislocado!

—Pues no, lo lamento. —Gideon cogió su iPod del bolsillo de los pantalones—. Un poco de paciencia, la orquesta estará preparada enseguida.

Me colocó los auriculares en las orejas y me ayudó a levantarme.

—Oh, bien, Linkin Park —dije, mientras mi pulso se aceleraba por la repentina cercanía de Gideon.

—¿Cómo? Pardon. Un momento, enseguida estará. —Sus dedos se deslizaron por el display—. Bien. Mozart servirá. —Me tendió el iPod—. Póntelo en el bolsillo de la falda, tienes que tener las dos manos libres.

—Pero tú no oyes nada —dije cuando los violines susurraron en mis oídos.

—Oigo lo suficiente, no hace falta que grites tanto. Muy bien, imaginemos que es una formación de ocho. A la izquierda, a mi lado, hay otro caballero, a mi derecha, otros dos, ordenados en fila. A tu derecha, lo mismo pero con damas. Una reverencia, por favor.

Me incliné y puse, vacilando, mi mano en la suya.

—¡Pero pararé inmediatamente si me llamas «ignorante criatura»!

—Jamás haría tal cosa —replicó Gideon, y me guió hacia delante pasando junto al sofá—. En un baile se trata sobre todo de saber mantener una conversación como es debido. ¿Puedo preguntaros a qué se debe vuestra predisposición contra el baile? A la mayoría de las jóvenes damas les agrada.

—Chissst, tengo que concentrarme. —Hasta ahora iba bastante bien. Yo misma estaba francamente sorprendida. El tour de main salió como la seda, giro a la izquierda, giro a la derecha—. ¿Podemos hacerlo otra vez?

—Mantén la barbilla alta, así, exacto. Y mírame. No debes apartar nunca la mirada de mí, por guapo que sea mi vecino.

Se me escapó una sonrisa. ¿Y ahora de qué iba la cosa? ¿Buscaba un cumplido? Ni hablar, no le daría esa satisfacción. Aunque tenía que reconocer que Gideon bailaba realmente bien. Con él era muy distinto que con Labios de Morcilla; de algún modo todo salía solo. De hecho, poco a poco le iba encontrando el gusto al baile del minué.

Gideon también se dio cuenta.

—Mírame, puedes hacerlo. Mano derecha, hombro derecho, mano izquierda, hombro izquierdo. Muy bien.

Tenía razón. ¡Podía hacerlo! De hecho, era un juego de niños. Triunfalmente giré en círculo con otro de los hombres invisibles y luego volví a posar mi mano en la de Gideon.

—Y ahora, ¿qué, eh? ¡Quién decía que tenía la gracia de un molino de viento! —exclamé.

—Una comparación absolutamente inapropiada —me dio la razón Gideon—. Podrías sacarle los colores a cualquier molino.

Solté una risita. Y luego di un brinco.

—Ups. Otra vez Linkin Park.

—Tanto da.

Mientras «Papercut» me martilleaba en los oídos, Gideon me guió, imperturbable, a través de la última figura y a continuación se inclinó. Casi me dio pena que se hubiera acabado.

Hice una profunda reverencia y me quité los auriculares.

—Aquí los tienes. Gracias por enseñármelo.

—Pura conveniencia personal —admitió Gideon—. Al fin y al cabo, normalmente soy el tipo que da la nota contigo, ¿lo has olvidado?

—No.

Mi buen humor volvió a esfumarse. No pude evitar que mi mirada se perdiera en la pared con las sillas delante.

—Eh, que aún no hemos acabado —dijo Gideon—. Aunque ha estado francamente bien, aún no es perfecto. ¿Por qué tienes de repente esa mirada tan sombría?

—Dime, ¿por qué crees tú que el conde de Saint Germain está tan interesado en que yo asista a una soirée y a un baile? Podría hacer sencillamente que me enviaran aquí, a Temple; de ese modo no habría ningún peligro de que me pusiera en ridículo ante personas desconocidas. Y nadie se extrañaría de mi comportamiento ni habría posibilidad de que dejara constancia de lo ocurrido para las generaciones futuras.

Gideon me miró un momento desde arriba antes de responder: —Al conde no le gusta enseñar sus cartas, pero detrás de cada una de sus ideas se esconde un plan genial. Tiene una sospecha concreta sobre los hombres que nos atacaron en Hyde Park, y creo que quiere hacer salir de la sombra al que mueve o a los que mueven los hilos en este asunto presentándonos en una reunión numerosa.

—¡Oh! —exclamé—. ¿Quieres decir que otra vez habrá hombres armados y…?

—No mientras estemos rodeados de gente —dijo Gideon, y después de sentarse en el respaldo del sofá, añadió cruzando los brazos sobre el pecho—: De todos modos, considero que es demasiado peligroso, al menos para ti.

Me apoyé contra el borde de la mesa.

—¿No sospechaste de Lucy y de Paul por el asunto de Hyde Park?

—Sí y no —respondió Gideon—. Un hombre como el conde de Saint Germain ha tenido que granjearse, en el curso de su vida, unos cuantos enemigos. En los Anales hay algunos informes de atentados contra él. Y sospecho que Lucy y Paul, para conseguir sus objetivos, pueden haber colaborado con alguno de esos enemigos.

—¿También cree eso el conde?

Gideon se encogió de hombros.

—Eso espero.

Reflexioné un momento.

—Estoy de acuerdo en que vuelvas a contravenir las normas y te lleves una de esas pistolas de James Bond —propuse entonces—. Todos esos tipos con sus espadas no podrán hacer nada contra eso. Y por cierto, ¿de dónde la has sacado? Yo también me sentiría mejor si tuviera un trasto de esos.

—Un arma que no se sabe manejar como es debido normalmente acaba por ser utilizada contra uno mismo —dijo Gideon.

Pensé en mi cuchillo de cocina japonés. No resultó nada agradable imaginar que pudieran utilizarlo contra mí.

—¿Charlotte es buena con la esgrima? ¿Y también sabe cómo utilizar una pistola?

De nuevo se encogió de hombros.

—Lleva recibiendo clases de esgrima desde los doce años; claro que es buena.

Por descontado. Charlotte destacaba en todo. Excepto en simpatía.

—Seguro que al conde le habría gustado —dije. No hacía falta ser muy listo para ver que yo no era su tipo.

Gideon rió.

—Aún puedes hacer que cambie la imagen que tiene de ti. De hecho, el conde también quería conocerte mejor, sobre todo para comprobar si las profecías aciertan o no en lo que se refiere a ti.

—¿Te refieres a la magia del cuervo? —Como siempre que la conversación iba a parar a este tema, me sentí incómoda—. ¿Revelan las profecías también qué quiere decir eso exactamente?

Gideon dudó un momento, y luego recitó en voz baja:

—«… En su cimbreo rojo rubí oye el cuervo cantar a los muertos, apenas conoce el precio, apenas la fuerza, el poder se alza y el Círculo se cierra…» —Carraspeó—. Se te ha puesto la carne de gallina.

—La verdad es que suena siniestro. Sobre todo eso de los muertos que cantan. —Me froté los brazos—. ¿Continúa?

—No. Es más o menos todo lo que hay. Debes reconocer que tampoco encaja mucho contigo, ¿no?

Supongo que tenía razón.

—¿También hay algo sobre ti en la profecía?

—Naturalmente —respondió Gideon—. Sobre cada uno de los viajeros del tiempo. Yo soy el león con crines de diamante ante cuya visión el Sol… —Por un instante pareció que se sentía cohibido, y luego continuó sonriendo—: Y bla bla bla. Ah, y tu tatatarabuela, la recalcitrante lady Tilney, es, pertinentemente, un zorro, un zorro de jade que se oculta tras un tilo.

—¿Y se puede sacar algo en claro de esas profecías en realidad?

—Desde luego; solo que están plagadas de símbolos. Todo es cuestión de interpretación. —Miró su reloj de pulsera—. Aún tenemos tiempo. Voto por que continuemos con nuestras clases de baile.

—¿También se bailará en la soirée?

—No lo creo —respondió Gideon—. Seguramente solo se comerá, se beberá, se charlará y… hum… se tocará música. Ya puedes contar con que también a ti te pedirán que toques o cantes algo.

—Vaya —murmuré—. Supongo que hubiera hecho mejor tomando clases de piano en lugar de ir a ese curso de hip-hop con Leslie. Pero la verdad es que canto muy bien. El año pasado, en la fiesta de Cynthia, gané el concurso de karaoke de forma absolutamente incontestable. Con una interpretación muy personal de «Somewhere Over the Rainbow». Y eso a pesar de que el disfraz de estación de autobús no me favorecía en absoluto.

—Bueno. Si te preguntan, diles sencillamente que siempre te que das sin voz cuando tienes que cantar ante un grupo de gente.

—¿Puedo decir eso, pero no puedo decir que me he torcido el tobillo?

—Toma, los auriculares. Otra vez lo mismo.

Se inclinó ante mí.

—¿Qué hago si alguien que no seas tú me pide un baile?

Me concentré en mi inclinación, quiero decir, mi reverencia.

—Pues hacerlo todo exactamente igual —dijo Gideon, y me cogió la mano—. Pero en el siglo XVIII estas cosas funcionaban de un modo muy formal. Uno no sacaba a bailar a una chica desconocida si no habían sido presentados oficialmente.

—A no ser que ella hiciera determinados movimientos obscenos con el abanico. —Poco a poco iba automatizando los pasos de baile—. Cada vez que bajaba el abanico, aunque solo fuera un centímetro, a Giordano le daba un ataque de nervios y Charlotte sacudía la cabeza como uno de esos perros de juguete de los coches.

—Ella solo pretende ayudarte —dijo Gideon.

—Sí, exacto. Y la Tierra es plana —bufé, a pesar de que en el baile del minué seguro que no estaba permitido.

—Casi se deduce que no os gustáis demasiado…

Giramos en círculo con nuestras correspondientes parejas imaginarias.

Ah, ¿sí? ¿Eso parecía?

—Creo que aparte de la tía Glenda, lady Arista y nuestros profesores, no hay nadie a quien le guste Charlotte.

—Yo no lo creo —dijo Gideon.

—Oh, naturalmente me olvidaba de Giordano y de ti mismo. Ups, ahora he puesto los ojos en blanco, seguro que estaba prohibido en el siglo XVIII.

—¿No es posible que estés un poco celosa de Charlotte?

Me eché a reír.

—Créeme, si la conocieras tan bien como yo, nunca se te ocurriría hacer una pregunta tan tonta.

—En realidad la conozco muy bien —respondió Gideon en voz baja, y me cogió de nuevo la mano.

Ya me disponía a decirle: «Sí, pero solo su lado bueno» cuando comprendí el significado de su frase y de golpe sentí efectivamente unos celos terribles de Charlotte.

—¿Hasta qué punto os conocéis… en concreto?

Retiré la mano y cogí la de su vecino inexistente.

—Bueno, diría que tan bien como se conoce la gente cuando pasa mucho tiempo junta —dijo al pasar, sonriendo maliciosamente—. Y ninguno de los dos tenía mucho tiempo para otras… hum… amistades.

—Comprendo. En esos casos uno tiene que conformarse con lo que hay. —No podía resistirlo ni un segundo más—. Y… ¿cómo besa Charlotte?

Gideon me cogió la mano, que colgaba en el aire al menos veinte centímetros por encima de donde debía.

—Encuentro que realizáis magníficos progresos en la conversación; sin embargo, un caballero no habla sobre esas cosas.

—Aceptaría esa excusa si tú fueras un caballero.

—Si en algún momento he dado ocasión para que juzgarais mi conducta como inapropiada para un caballero, yo…

—¡Cierra la boca, por favor! Lo que pase entre Charlotte y tú no me interesa lo más mínimo, pero encuentro bastante descarado que al mismo tiempo te diviertas… tonteando conmigo.

—¿Tontear? Qué palabra más fea. Os estaría muy agradecido si me iluminarais sobre la causa de vuestro malhumor y prestarais atención a vuestros codos al mismo tiempo. En esta figura deben estar hacia abajo.

—No tiene gracia —exclamé—. No habría dejado que me besaras si hubiera sabido que Charlotte y tú…

Mozart había acabado y volvía a tocarle el turno a Linkin Park. Bien, encajaba mejor con mi estado de ánimo.

—Charlotte y yo, ¿qué?

—… sois más que amigos.

—¿Quién lo dice?

—¿Tú?

—Yo no he dicho nada de eso.

—Ajá. De modo que… nunca os habéis… digamos… ¿besado?

Renuncié a la reverencia y en lugar de eso le miré fijamente a los ojos.

—Tampoco he dicho eso. —Se inclinó ante mí y cogió el iPod de mi bolsillo—. Vamos a repetirlo, lo de los brazos aún tienes que practicarlo. Por lo demás, ha estado fantástico.

—En cambio, tu conversación deja mucho que desear —dije—. ¿Tienes algo con Charlotte o no?

—Creo que no te interesa para nada lo que pueda haber entre Charlotte y yo.

Volví a fulminarle con la mirada.

—Exacto, tú lo has dicho.

—Entonces no hay más que hablar. —Gideon me pasó el iPod. Por los auriculares podía oír «Hallelujah», en la versión de Bon Jovi.

—Te has equivocado de música —dije.

—No, no —replicó Gideon, y sonrió con ironía—. Creo que ahora necesitas algo tranquilizador.

—Eres… eres un…

—¿Sí?

—¿Un tarado?

Se acercó un paso más, de modo que aproximadamente debía de quedar un centímetro entre nosotros.

—¿Ves?, esa es la diferencia entre Charlotte y tú: ella nunca diría algo así.

De pronto me resultaba difícil respirar.

—Tal vez porque a ella no le das ningún motivo para hacerlo.

—No, no es eso. Creo que sencillamente tiene mejores modales.

—Sí, y unos nervios más resistentes —dije yo. Por alguna razón me había quedado mirando fijamente la boca de Gideon—. Solo por si se te ocurre repetirlo cuando estemos por ahí en un confesionario y nos aburramos: ¡la próxima vez no me cogerás por sorpresa!

—¿Quieres decir que no dejarás que te bese otra vez?

—Exacto —susurré, incapaz de moverme.

—Lástima —dijo Gideon, y su boca se acercó tanto a la mía que sentí su respiración en mis labios.

Era consciente de que no me estaba comportando precisamente como si me tomara mis palabras en serio. Y, de hecho, no lo hacía. En realidad ya era mucho que no le echara los brazos al cuello. En cualquier caso, hacía tiempo que había pasado el momento de dar media vuelta o apartarle de un empujón.

Por lo visto, Gideon lo veía del mismo modo. Su mano empezó a acariciarme los cabellos, y entonces sentí por fin el suave roce de sus labios.

«And every breath we took was hallelujah», cantó Bon Jovi en mis oídos.

Siempre me había encantado esa condenada canción, era una de esas que podía oír quince veces seguidas sin cansarme, pero ahora además probablemente quedaría ligada para siempre al recuerdo de Gideon.

Aleluya.