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—Te has quedado de piedra, ¿eh? —exclamó la pequeña gárgola, que desde que me había bajado del taxi no había parado de hablarme—. Ya ves que no es tan fácil librarse de nosotros.

—De acuerdo, muy bien. Escucha…

Miré nerviosamente hacia el taxi. Le había dicho al taxista que necesitaba aire fresco con urgencia porque me encontraba mal, y ahora el hombre miraba hacia nosotros con aire desconfiado, preguntándose extrañado por qué estaba hablando con la pared de una casa. Gideon aún no había aparecido.

—Además, puedo volar. —Para demostrarlo, la gárgola desplegó sus alas en abanico—. Como un murciélago. Más rápido que cualquier taxi.

—Oye, haz el favor de escucharme: el hecho de que pueda verte no significa ni mucho menos que…

—¡Verme y oírme! —me interrumpió la gárgola—. ¿Sabes lo raro que es eso?

La última que pudo verme y oírme fue madame Tussaud, y por desgracia no apreciaba especialmente mi compañía. Por regla general me rociaba con agua bendita y se ponía a rezar. La pobre era demasiado sensible. —Puso los ojos en blanco—. Ya sabes: demasiadas cabezas cortadas…

De nuevo escupió un chorro de agua justo ante mis pies.

—¡Deja de hacer eso!

—¡Perdona! Son los nervios. Un pequeño vestigio de mi época de canalón.

No tenía muchas esperanzas de deshacerme de él, pero al menos pensaba intentarlo. Con el truco de la amabilidad. Así que me incliné hacia abajo hasta que nuestros ojos estuvieron a la misma altura.

—¡Seguro que eres muy simpático, pero es imposible que te quedes conmigo! Mi vida ya es bastante complicada y, para serte sincera, con los fantasmas que conozco tengo más que suficiente. De manera que hazme el favor de desaparecer y no se hable más.

—Yo no soy ningún fantasma —dijo la gárgola ofendida—. Soy un daimon, o, mejor dicho, lo que ha quedado de un daimon.

—¿Y dónde está la diferencia? —grité desesperada—. ¡Me gustaría no ver ni fantasmas ni daimones, entiendes! Tienes que volver a tu iglesia.

—¿Que dónde está la diferencia? ¡Por favor! Los fantasmas son solo trasuntos de personas muertas que por algún motivo no quieren abandonar este mundo. Pero yo ya era un daimon cuando vivía. No puedes meterme en el mismo saco que a los espíritus corrientes. Además, esa no es «mi iglesia». Solo me gusta rondar por allí.

El taxista me miraba con la boca abierta. Seguramente a través de la ventana podía oír todas y cada una de mis palabras.

Me froté la frente con la mano.

—A mí tanto me da, ¿sabes? En cualquier caso, no puedes quedarte conmigo.

—¿De qué tienes miedo? —La gárgola se acercó mansamente y ladeó la cabeza—. Ya no queman a nadie por brujería, solo porque vea y sepa algo más que la gente corriente.

—No, pero ahora encierran en los psiquiátricos a la gente que ve espíritus y… hum… daimones —dije—. ¿No entiendes que…? —Me detuve. No tenía ningún sentido. Con el truco de la amabilidad no iba a conseguir nada. Por eso fruncí el entrecejo y espeté con la máxima rudeza posible—: Solo porque tenga la desgracia de poder verte, no te mereces mi compañía.

La gárgola no pareció en absoluto impresionada.

—Pero tú sí la mía. Qué suerte…

—Para que quede bien claro: ¡me molestas! ¡Así que, por favor, lárgate! —le solté.

—¡No, no lo haré! Aún lo lamentarías. Y, por cierto, ahí vuelve tu amiguito.

—Frunció los labios y empezó a emitir un ruido de besos.

—¡Cierra la boca! —Vi cómo Gideon doblaba la esquina caminando a zancadas—. Y lárgate, te he dicho.

Lo último lo susurré sin mover los labios, como una ventrílocua.

Naturalmente, la gárgola ni se inmutó.

—¡Vigila ese tono, señorita! —dijo alegremente—. Recuerda que siempre se recoge lo que se siembra.

Gideon no estaba solo, detrás de él vi acercarse la figura rolliza y jadeante de mister George, que tenía que correr para mantenerse a su paso y ya desde lejos me dirigió una sonrisa radiante.

Me enderecé y me alisé el vestido.

—¡Gwendolyn, gracias a Dios! —exclamó mister George mientras se secaba el sudor de la frente dándose unos toquecitos con su pañuelo—. ¿Va bien todo, jovencita?

—El gordito está a punto de echar los bofes —dijo la gárgola.

—Perfectamente, mister George. Solo hemos tenido… ejem… un par de problemillas…

Gideon, que le estaba dando unas libras al taxista, me dirigió una mirada de advertencia por encima del techo del coche.

—… con los horarios —murmuré mirando hacia el taxista, que sacó el coche del aparcamiento sacudiendo la cabeza y se alejó.

—Sí, Gideon ya me ha dicho que ha habido complicaciones. Es incomprensible, parece que hay alguna grieta en el sistema, tendremos que analizarlo a fondo. Y, posiblemente, disponer las cosas de otro modo. Pero lo principal es que a ustedes no les ha pasado nada. —Mister George me ofreció el brazo, lo que resultaba un poco curioso, porque yo le sacaba casi media cabeza—. Vamos, jovencita, aún tenemos cosas que hacer.

—La verdad es que me gustaría ir a casa cuanto antes —dije.

La gárgola trepó ágilmente por un tubo de desagüe y nos siguió balanceándose colgada de un canalón mientras cantaba a voz en cuello «Friends Will Be Friends».

—Oh, claro, desde luego —dijo mister George—. Pero hoy solo has permanecido tres horas en el pasado. Para poder estar tranquilos hasta mañana por la tarde, ahora deberías elapsar unas horas más. No te preocupes, nada fatigoso. En un agradable sótano donde puedas hacer los deberes.

—Pero… ¡seguro que mi madre ya me está esperando, y estará preocupada por mí!

Además, era miércoles, y en casa era el día del pollo asado con patatas.

¡Aparte de que allí me esperaban una bañera y mi cama!

Que vinieran a fastidiarme también con los deberes en una situación como esa era una auténtica vergüenza. Bastaría con que alguien me escribiera una nota de disculpa. «Dado que en la actualidad Gwendolyn debe ejecutar diariamente importantes misiones relacionadas con los viajes en el tiempo, en el futuro deberá ser liberada de los deberes escolares». La gárgola seguía berreando en el tejado, y tuve que esforzarme para no corregirla. Gracias a Singstar y a las tardes de karaoke con mi amiga Leslie en casa, era muy buena con los textos de las canciones, incluso de Queen, y estaba segura de que esa no mencionaba ningún pepino.

—Bastarán dos horas —intervino Gideon, que de nuevo se había puesto a dar unas zancadas tan largas que mister George y yo apenas podíamos seguirlo—. Luego puede ir a casa y dormir.

Odiaba que se hablara de mí en tercera persona cuando yo estaba presente.

—Sí, y se alegra solo de pensarlo —dije—. Porque está realmente agotada.

—Telefonearemos a tu madre y le explicaremos que, como máximo a las diez, te llevarán a casa —dijo mister George.

¿A las diez? Adiós al pollo asado. Apostaría cualquier cosa a que a esa hora mi hermano pequeño ya se habría zampado mi parte.

«When you’re through with life and all hope is lost», cantó la gárgola, y se deslizó, medio volando medio trepando, por la pared de ladrillo, para aterrizar graciosamente a mi lado en el empedrado.

—Diremos que aún tienes clase —añadió mister George, hablando más para sí mismo que para mí—. Y tal vez sería mejor que no le hablaras de tu excursión al año 1912; ella opinaba que debíamos enviarte a 1956 para elapsar.

Habíamos llegado ante el cuartel general de los Vigilantes. Desde allí se controlaban, desde hacía siglos, los viajes en el tiempo. La familia De Villiers descendía supuestamente en línea directa del conde de Saint Germain, uno de los más famosos viajeros del tiempo en la línea masculina.

En cambio, nosotros, los Montrose, constituíamos la línea femenina, lo que para los De Villiers parecía significar básicamente que en realidad no contábamos.

El conde de Saint Germain era la persona que había descubierto los viajes en el tiempo controlados con la ayuda del cronógrafo, y también el que había dado la extravagante orden de registrar como fuera a cada uno de los doce viajeros del tiempo en el cronógrafo.

A estas alturas ya solo faltaban Lucy, Paul, lady Tilney y otra buena señora, una dama de la corte de cuyo nombre nunca podía acordarme. Gideon y yo debíamos tratar de hacernos con unas gotas de sangre de cada uno de ellos.

Ahora bien, la pregunta crucial era: ¿qué pasaría exactamente cuando los doce viajeros del tiempo se hubieran registrado en el cronógrafo y el Círculo se hubiera cerrado? Nadie parecía conocer exactamente la respuesta a esta pregunta. De hecho, los Vigilantes se comportaban como auténticos lemmings en lo que se refería al conde. ¡La veneración ciega no era nada comparado con aquello!

A mí, en cambio, se me hacía textualmente un nudo en la garganta cuando pensaba en Saint Germain, ya que mi único encuentro con él en el pasado no podía decirse que hubiera sido agradable, sino más bien todo lo contrario.

Delante de mí, mister George subía resoplando los escalones de la entrada.

Había algo reconfortante en su pequeña figura rechoncha. De hecho, él era el único, en toda la sociedad, que me inspiraba un poco de confianza.

Aparte de Gideon, aunque en realidad lo que tenía con él no podía llamarse confianza.

El edificio de la logia no se diferenciaba exteriormente del resto de casas que se levantaban en las estrechas callejuelas en torno a la Temple-Church, que albergaban principalmente despachos de abogados y locales para profesores del Instituto de Jurisprudencia. Pero yo sabía que el cuartel general de la sociedad era mucho mayor y mucho menos modesto de lo que aparentaba exteriormente, y que se extendía sobre todo bajo tierra, ocupando una enorme superficie.

Un poco antes de llegar a la puerta, Gideon me retuvo un momento y me susurró:

—He dicho que estabas muy afectada por lo ocurrido, de manera que procura mostrarte un poco aturdida si quieres irte pronto a casa.

—Pensaba que era lo que estaba haciendo —murmuré.

—Los esperan en la Sala del Dragón —dijo jadeando mister George desde el pasillo—. Deberías adelantarse; yo le pediré a mistress Jenkins que les traiga algo de comer. Deben estar hambrientos. ¿Alguna petición especial?

Antes de que pudiera formular mi petición, Gideon me había cogido del brazo y me arrastraba hacia delante.

—¡Lo máximo posible de todo! —tuve tiempo de gritar a mister George por encima del hombro, antes de que Gideon me remolcara a través de una puerta hasta otro pasillo más ancho mientras yo me esforzaba en no tropezar con la falda.

La gárgola brincaba ágilmente a nuestro lado.

—Encuentro que tu amiguito no tiene muy buenos modales —dijo—. Normalmente, así se tira de una cabra para llevarla al mercado.

—No corras tanto, haz el favor —le dije a Gideon.

—Cuanto antes hayamos dejado atrás este asunto, antes podrás volver a casa.

¿Su voz había sonado realmente preocupada, o solo pretendía librarse de mí?

—Sí, pero… ¿no se te ha ocurrido que tal vez yo también quiera participar en esto? Tengo un montón de preguntas pendientes, y estoy harta de que nadie me dé respuestas.

Gideon aflojó un poco el paso.

—De todos modos, hoy ya nadie te dará respuestas; hoy solo quieren saber cómo es posible que Lucy y Paul nos estuvieran esperando. Y, por desgracia, tú sigues siendo nuestra principal sospechosa.

Ese «nuestra» me hizo sentir una punzada en el corazón, y me puso furiosa.

—¡Yo soy la única que no tiene ni idea de qué va todo esto!

Gideon suspiró.

—Ya he tratado de explicártelo antes. Ahora posiblemente no tengas ni idea de nada y seas totalmente… inocente, pero nadie sabe lo que harás en el futuro. No olvides que también entonces podrás viajar al pasado, y de ese modo podrías informar a Lucy y a Paul de nuestra visita. —Calló un momento—. Hummm… habrías podido informar.

Puse los ojos en blanco.

—¡Y tú exactamente igual! Y, bien mirado, ¿por qué tiene que ser precisamente uno de nosotros? ¿No podría Margret Tilney haberse dejado un mensaje a sí misma en el pasado? ¿Y los Vigilantes? Podrían haber entregado una carta a uno de los viajeros del tiempo, de cualquier época a cualquier época…

—¿Quééé…? —inquirió la gárgola, que ahora volaba sobre nosotros—. ¿Alguien puede explicarme de qué están hablando? No entiendo ni una palabra.

—Seguro que hay unas cuantas posibilidades de explicarlo… —contestó Gideon, y aflojó aún más el paso—, pero hoy he tenido la sensación de que Lucy y Paul, de algún modo, digamos que te han impresionado. —Se quedó parado, me soltó el brazo y me miró con aire muy serio—. Si yo no hubiera estado allí, habrías hablado con ellos, habrías escuchado sus falsas historias, tal vez incluso les habrías entregado voluntariamente tu sangre para el cronógrafo robado.

—No, no lo habría hecho —le contradije—. Pero sí que me habría gustado oír lo que querían decirnos. No me produjeron ninguna mala impresión.

Gideon asintió con la cabeza.

—¿Ves? Eso es exactamente lo que quería decir. Gwendolyn, esas personas se proponen destruir un secreto que ha sido protegido durante cientos de años. Quieren hacerse con algo que no les pertenece. Y para eso, lo único que les falta es nuestra sangre. No creo que se detengan ante nada para conseguirla.

Se apartó un rizo castaño de la frente e inconscientemente contuve el aliento.

¡Dios mío, qué guapo era! Esos ojos verdes, la hermosa curva que dibujaban sus labios, la piel pálida, todo en él era sencillamente perfecto.

Además, olía tan bien que por un segundo estuve jugando con la idea de dejar caer sin más mi cabeza sobre su pecho. Pero naturalmente no lo hice.

—Tal vez hayas olvidado que nosotros también queremos su sangre. Y fuiste tú quien apuntó con una pistola a la cabeza de Lucy, y no al revés —dije—. Ella no llevaba ningún arma.

Entre las cejas de Gideon se formó una arruga de enfado.

—Gwendolyn, por favor, no seas tan ingenua. Está bien claro que nos tendieron una emboscada. Lucy y Paul tenían refuerzos armados, ¡eran al menos cuatro contra uno!

—¡Contra dos! —grité—. ¡Yo también estaba allí!

—Cinco, si se cuenta a lady Tilney. Sin mi pistola, probablemente ahora estaríamos muertos. O como mínimo, habrían podido extraernos sangre a la fuerza, porque estaban allí para eso. ¿Y tú querías hablar con ellos?

Me mordí el labio.

—¿Hola? —intervino la gárgola—. ¿Por casualidad alguien se acuerda de mí?

¡Todo esto es un galimatías!

—Comprendo que estés desconcertada —dijo Gideon, ahora con un tono mucho más suave pero con un inequívoco aire de superioridad—. En los últimos días sencillamente has descubierto y vivido demasiadas cosas para las que no estabas en absoluto preparada. ¿Cómo vas a comprender de qué va este asunto? Lo que tienes que hacer es irte a casa a dormir. De modo que deja que acabemos con esto cuanto antes. —Volvió a cogerme del brazo y tiró de mí—. Yo hablo y tú confirmas mi historia, ¿de acuerdo?

—¡Sí, lo has dicho al menos veinte veces! —repliqué irritada, y me planté ante un cartel de latón con la inscripción «Ladies»—. Pouedes empezar sin mí, tengo que ir al lavabo desde junio de 1912.

Gideon me soltó.

—¿Encontrarás el camino sola?

—Naturalmente —repliqué, aunque no estaba del todo segura de si podía confiar en mi sentido de la orientación. Esa casa tenía demasiados pasillos, escaleras, rincones y puertas.

—¡Muy bien! Ya nos hemos deshecho del pastor de cabras —dijo la gárgola—. ¡Ahora podrás explicarme con calma de qué va toda esta historia!

Esperé a que Gideon doblara la esquina, y luego abrí la puerta de los lavabos y le chillé a la gárgola:

—¡Venga, entra ahí!

—¿Cómo dices? —La gárgola me miró ofendida—. ¿En los lavabos? Vamos, encuentro que esto es un poco…

—Me importa un pepino cómo lo encuentres. ¡No existen muchos lugares donde se pueda hablar con calma con un daimon, y no quiero arriesgarme a que nadie nos oiga, de modo que entra de una vez!

La gárgola se tapó la nariz y me siguió a regañadientes a los lavabos. Solo olía débilmente a desinfectante y a limón. Eché una rápida ojeada al cubículo. No había nadie.

—Bien, ahora vas a escucharme con atención: sé que probablemente no me desharé de ti con facilidad, pero, si quieres quedarte conmigo, tendrás que atenerte a unas cuantas normas, ¿está claro?

—No hurgarse la nariz, no utilizar palabras soeces, no asustar a los perros… —recitó la gárgola.

—¿Qué? No, lo que me gustaría es que respetaras mi espacio. Me gustaría estar sola por las noches y en el baño, y en el caso de que alguien volviera a besarme —al llegar a este punto tuve que tragar saliva—, me gustaría no tener ningún espectador, ¿está claro?

—Pssst —soltó la gárgola—. ¡Y eso lo dice alguien que me ha arrastrado a un retrete!

—Bien, ¿estamos de acuerdo? ¿Respetarás mi espacio?

—De ningún modo quiero verte mientras te duchas, o, ¡puaj, Dios me libre!, mientras te besan —dijo la gárgola enfáticamente—. Te aseguro que no tienes por qué preocuparte por eso. Y por regla general encuentro más bien aburrido observar a la gente mientras duerme. Con esos ronquidos y babeos, por no hablar de todo lo demás…

—Además, no te pondrás a cotorrear mientras yo esté en la escuela o cuando esté hablando con alguien y, por favor, ¡si tienes que cantar, hazlo cuando yo no esté presente!

—También puedo imitar muy bien una trompeta —dijo la gárgola—. O una corneta de postillón. ¿Tienes perro?

—¡No!

Respiré hondo. Necesitaría unos nervios de acero para aguantar a ese tipo.

—¿No puedes conseguir uno? En caso de urgencia también serviría un gato, aunque los gatos son siempre tan arrogantes… y además no se dejan importunar. Algunos pájaros también pueden verme. ¿Tienes un pájaro?

—Mi abuela no soporta a los animales de compañía —contesté, y me reprimí para no añadir que seguramente también tenía algo contra los daimones de compañía—. Muy bien, ahora empecemos otra vez desde el principio: me llamo Gwendolyn Shepherd. Me alegro de conocerte.

—Xemerius —dijo la gárgola con una sonrisa resplandeciente—. Encantado. —Trepó al lavabo y me miró a los ojos—. ¡De verdad! ¡Muy, pero que muy encantado! ¿Me comprarás un gato?

—No. Y ahora, fuera de aquí, ¡tengo que utilizar el lavabo! —Uf.

Xemerius salió precipitadamente por la puerta sin abrirla, y luego le oí cantar otra vez en el pasillo «Friends Will Be Friends».

Permanecí mucho más tiempo en el lavabo del que necesitaba en realidad.

Me lavé cuidadosamente las manos y me mojé bien la cara con agua fría, con la esperanza de aclarar las ideas. Pero no conseguí detener la vorágine de pensamientos que se agitaban en mi mente. Me contemplé el cabello en el espejo —ahora parecía que unos cuervos hubieran anidado en él—, y traté de alisármelo con los dedos para animarme un poco. Como lo habría hecho mi amiga Leslie si hubiera estado conmigo.

«Solo un par de horas más y habrá acabado, Gwendolyn. Y por cierto, para lo espantosamente cansada y hambrienta que estás, no tienes tan mal aspecto». En el espejo, unos grandes ojos rodeados de marcadas ojeras me miraron con aire escéptico.

«Está bien, es mentira —reconocí—. Tienes un aspecto horrible. Pero, bien mirado, lo has tenido mucho peor. Por ejemplo, cuando pasaste la varicela. ¡De modo que arriba esos ánimos! Lo conseguirás». Fuera, en el pasillo, Xemerius se había colgado como un murciélago de una araña del techo.

—Un poco siniestro todo esto —opinó—. Acaba de pasar un caballero templario manco; ¿le conoces?

—Gracias a Dios, no —respondí—. Ven, tenemos que seguir por aquí.

—¿Me explicas eso de los viajes en el tiempo?

—Ni yo lo entiendo.

—¿Me compras un gato?

—No.

—Si quieres, yo sé dónde se pueden encontrar gratis. ¡Eh, en esa armadura hay una persona escondida!

Dirigí una mirada furtiva a la armadura, y de hecho tuve la impresión de que veía brillar un par de ojos tras la visera cerrada. Se trataba de la misma armadura a la que ayer había golpeado cordialmente en el hombro, creyendo, naturalmente, que era solo de adorno.

De algún modo, parecía que hubieran pasado siglos desde ayer.

Al llegar a la Sala del Dragón me encontré con mistress Jenkins, la secretaria. La mujer llevaba una bandeja en las manos y me agradeció que le aguantara la puerta.

—Solo hay té y galletas, tesoro —me dijo con una sonrisa de disculpa—. Mistress Mallory hace rato que se ha ido a casa y tengo que echar una ojeada en la cocina para ver si aún puedo prepararles algo, chicos hambrientos.

Yo asentí educadamente con la cabeza, pero estaba segura de que cualquiera que se esforzara un poco habría podido oír gruñir mi estómago: «¿Y no sería más sencillo que encargaras algo del restaurante chino?».

En la sala ya nos estaban esperando el tío de Gideon, Falk, que, con sus ojos ambarinos y su melena gris, siempre me recordaba a un lobo; el doctor White, muy rígido y con cara de malhumor, con su eterno traje negro, y, para mi sorpresa, también mi profesor de inglés e historia, mister Whitman, también llamado Ardilla. Aquello me hizo sentir doblemente incómoda, y, presa de los nervios, empecé a tirar de la cinta azul cielo de mi vestido. Esa misma mañana mister Whitman nos había cogido a mi amiga Leslie y a mí haciendo novillos y nos había echado un sermón, y además, había confiscado las investigaciones de Leslie. Hasta ese momento mi amiga y yo solo suponíamos que podía pertenecer al Círculo Interno de los Vigilantes, pero su presencia aquí parecía confirmar oficialmente nuestras sospechas.

—Ah, por fin has llegado, Gwendolyn —dijo Falk de Villiers amablemente pero sin sonreír.

El tío de Gideon parecía necesitar un buen afeitado, aunque tal vez pertenecía a ese tipo de hombres que se afeitan por las mañanas y por la noche ya tienen una barba de tres días. Posiblemente se debiera a esa sombra oscura en torno a su boca, pero lo cierto era que parecía bastante más tenso y serio que ayer o incluso que al mediodía. Como un nervioso jefe de la manada.

Mister Whitman, al menos, me guiñó un ojo, y el doctor White gruñó algo incomprensible de lo que solo entendí «mujeres» y «puntualidad».

Como siempre, junto al doctor White se encontraba el joven fantasma rubio Robert, que, cuando entré en la sala, me dirigió una sonrisa radiante y fue el único que en realidad pareció alegrarse de verme. Robert era el hijo del doctor White. A los siete años se había ahogado en una piscina y desde entonces seguía en espíritu a su padre a dondequiera que fuera.

Naturalmente, nadie podía verlo aparte de mí, y como el doctor White siempre estaba a su lado, aún no había tenido ocasión de mantener una conversación en toda regla con él, por ejemplo sobre por qué seguía vagando por la tierra convertido en fantasma.

Gideon estaba apoyado, con los brazos cruzados, contra una de las paredes decoradas con tallas artísticas de la sala. Su mirada me estudió brevemente y luego se perdió en las galletas de mistress Jenkins. Supongo que su estómago gruñía tan alto como el mío.

Xemerius, que se había colado en la habitación antes de que yo entrara, miraba a su alrededor con aire de aprobación.

—Caramba, no está mal esta cueva…

Dio una vuelta al recinto, admirando las tallas, que tampoco yo me cansaba de ver. Sobre todo me tenía fascinada la de la sirena que nadaba sobre el sofá. Cada una de sus escamas estaba trabajada hasta el mínimo detalle, y sus aletas centelleaban en todos los tonos del azul. La sala debía su nombre a un enorme dragón que serpenteaba entre las arañas que colgaban del alto techo y parecía tan real que daba la sensación de que en cualquier momento podía desplegar las alas y salir volando.

Al ver a Xemerius, el joven fantasma abrió unos ojos como platos y se ocultó detrás de las piernas del doctor White.

Me hubiera gustado decirle «No hace nada, solo quiere jugar» (con la esperanza de que fuera así realmente), pero hablar con un fantasma sobre un daimon en una habitación llena de gente que no podía ver ni al uno ni al otro no era lo más recomendable.

—Voy a ver si encuentro algo más de comer en la cocina —dijo mistress Jenkins.

—Hace rato que debería haberse ido a casa, mistress Jenkins —dijo Falk de Villiers—. Últimamente hace demasiadas horas extra.

—Sí, váyase a casa —le ordenó con brusquedad el doctor White—. Nadie va a morirse de hambre.

¡Yo iba a morirme de hambre! Y estaba segura de que Gideon pensaba lo mismo. Cuando nuestras miradas se cruzaron, vi que sonreía.

—Pero unas galletas no son precisamente lo que se entiende por una cena saludable para unos niños —replicó mistress Jenkins, aunque lo dijo muy bajito.

Naturalmente, Gideon y yo ya no éramos unos niños, pero de todos modos me parecía que teníamos derecho a disfrutar de una comida decente. Era una lástima que mistress Jenkins fuera la única que compartía mi opinión, porque por desgracia no pintaba gran cosa. En la puerta tropezó con mister George, que seguía sin aliento y además iba cargado con dos pesados tomos encuadernados en cuero.

—Ah, mistress Jenkins —dijo—. Muchas gracias por el té. Ya puede irse y, por favor, cierre el despacho antes de marcharse.

Mistress Jenkins esbozó una mueca de disgusto, pero se limitó a responder cortésmente:

—Hasta mañana, pues.

Mister George cerró la puerta tras ella lanzando un sonoro resoplido y colocó los pesados libros sobre la mesa.

—Bueno, aquí estoy. Ya podemos empezar. Con solo cuatro miembros del Círculo Interior no estamos capacitados para tomar ninguna decisión, pero mañana estaremos prácticamente al completo. Sinclair y Hawkins, como era de esperar, no podrán acudir; los dos me han transferido su derecho a voto. Hoy solo se trata de fijar a grandes rasgos la dirección que seguir.

—Será mejor que nos sentemos. —Falk señaló las sillas dispuestas en torno a la mesa bajo el dragón tallado, y todos se dispusieron a ocupar sus puestos.

Gideon colgó su levita del respaldo de una silla colocada oblicuamente frente a mi asiento y se remangó la camisa.

—Reitero una vez más que Gwendolyn no debería estar presente en esta conversación. Está cansada y asustada por todo lo sucedido. Debería elapsar, y luego alguien debería llevarla a casa.

«Aunque antes alguien debería encargar para ella una pizza con doble ración de queso».

—No te preocupes, Gwendolyn solo tendrá que exponernos brevemente sus impresiones —dijo mister George—, y luego yo mismo la llevaré al cronógrafo.

—A mí no me da la impresión de que se encuentre especialmente asustada —murmuró el oscuro doctor White.

Robert, el joven fantasma, se había colocado detrás del respaldo de su silla y miraba intrigado hacia el sofá en el que estaba tumbado Xemerius.

—¿Qué clase de cosa es? —me preguntó.

Naturalmente yo no dije nada.

—Yo no soy ninguna cosa. Soy un buen amigo de Gwendolyn —respondió Xemerius en mi lugar, y le sacó la lengua—. Si no el mejor. Me va a comprar un perro.

Dirigí una mirada severa al sofá.

—Lo imposible ha ocurrido —dijo Falk—, cuando Gideon y Gwendolyn se presentaron en casa de lady Tilney, ya les estaban esperando. Todos los aquí presentes pueden dar testimonio de que la fecha y la hora de su visita se eligieron totalmente al azar. Y a pesar de eso, Lucy y Paul ya estaban allí. Es imposible que se trate de una casualidad.

—Eso significa que alguien tiene que haberles informado de la reunión —dijo mister George mientras hojeaba uno de los tomos que había traído—. La pregunta es quién.

—Más bien cuándo —dijo el doctor White mirándome.

—Y con qué objetivo —añadí yo.

Gideon frunció el ceño.

—El motivo está muy claro —dijo—. Necesitan nuestra sangre para poder registrarla en su cronógrafo robado. Por eso habían traído refuerzos.

—En los Anales no aparece ni una sola mención sobre su visita —dijo mister George—. Y, sin embargo, tuvieron contacto con al menos tres Vigilantes, aparte de los apostados en las salidas. ¿Pueden recordar sus nombres?

—Nos recibió el primer secretario. —Gideon se apartó un mechón de la frente—. Burghes o algo así, se llamaba. Dijo que esperaban que los hermanos Jonathan y Timothy de Villiers vinieran a elapsar a media tarde, mientras que lady Tilney ya había elapsado por la mañana. Y un hombre llamado Winsley nos llevó en un coche de punto a Belgravia. Tendría que habernos esperado allí, ante la puerta, pero cuando abandonamos la casa, el carruaje había desaparecido. Tuvimos que huir a pie y esperar hasta nuestro salto en el tiempo.

Sentí que me sonrojaba al recordar el rato que habíamos pasado escondidos. Rápidamente cogí una galleta y dejé que el pelo me cayera sobre la cara.

—El informe de ese día fue redactado por un vigilante del Círculo Interno, un tal Frank Mine. Ocupa solo unas líneas: unas palabras sobre el tiempo, luego algo sobre una marcha de protesta de las sufragistas en la City, y menciona también que lady Tilney apareció puntualmente para elapsar.

Ningún acontecimiento especial. No se refiere a los gemelos De Villiers, aunque en esos años eran igualmente miembros del Círculo Interno. —Mister George suspiró y cerró de golpe el tomo—. Es muy extraño. Supongo que todo esto sugiere un complot en nuestras propias filas.

—Y la pregunta clave sigue siendo: ¿cómo pudieron saber Lucy y Paul que ustedes dos iban a aparecer ese día y a esa hora en casa de lady Tilney? —dijo mister Whitman.

—Buf —soltó Xemerius desde el sofá—, no hay quien se aclare con tantos nombres.

—La explicación es muy sencilla —dijo el doctor White, y de nuevo sus ojos se posaron en mí.

Todos se quedaron mirando al vacío con aire pensativo y sombrío; también yo.

Aunque no había hecho nada, era evidente que todos partían de la base de que en algún momento en el futuro sentiría la necesidad de revelar a Lucy y a Paul cuándo íbamos a visitar a lady Tilney fuera por la razón que fuese.

Todo aquello era muy desconcertante, y cuanto más pensaba en el asunto, más ilógico me parecía. Y de repente me sentí muy sola.

—¿Qué clase de frikis son ustedes? —dijo Xemerius, y saltó del sofá para colgarse boca abajo de una enorme araña—. ¿Viajes en el tiempo? Los de mi especie hemos pasado por muchas cosas, pero incluso para mí eso es terreno desconocido.

—Hay algo que no entiendo —dije—. ¿Por qué esperaba que apareciera algo sobre nuestra visita en esos Anales, mister George? Quiero decir que, si hubiera algo en los documentos, usted ya habría visto y sabido antes que ese día viajaríamos allí y lo que nos ocurriría en ese lugar. ¿O es como en esa película con Ashton Kutcher? ¿Cada vez que uno de nosotros vuelve del pasado ha cambiado también todo el futuro?

—Es una pregunta muy interesante y filosófica, Gwendolyn —contestó mister Whitman, como si estuviéramos en su clase—. Aunque no conozco la película de la que hablas, según las leyes de la lógica, el más mínimo cambio en el pasado puede influir enormemente en el futuro. Existe un relato de Ray Bradbury en el que…

—Tal vez podríamos dejar las discusiones filosóficas para otro momento —le interrumpió Falk—. Ahora me gustaría que me explicaran los detalles de la emboscada en casa de lady Tilney y cómo conseguieron huir.

Miré hacia Gideon. Ya podía contar su versión sin pistolas de la historia. Yo, por mi parte, cogí otra galleta.

—Tuvimos suerte —dijo Gideon con la misma tranquilidad con la que había hablado hacía un momento—. Enseguida me di cuenta de que había algo que no funcionaba. Lady Tilney no pareció en absoluto sorprendida de vernos. La mesa estaba puesta, y cuando Paul y Lucy aparecieron y el mayordomo se plantó ante la puerta, Gwendolyn y yo escapamos por la habitación contigua y la escalera de servicio. El carruaje había desaparecido, de modo que huimos a pie.

No parecía que le costara mucho mentir. Ningún rubor revelador, ningún signo de nerviosismo en la mirada, ni un pestañeo, ni sombra de inseguridad en la voz. Pero, aun así, encontré que a su versión de la historia le faltaba ese algo especial que habría podido hacerla realmente creíble.

—Curioso —dijo el doctor White—. Si la emboscada hubiera sido correctamente planeada, habrían ido armados y se habrían asegurado de que no pudieran huir.

—Empieza a darme vueltas la cabeza —dijo Xemerius desde el sofá—. Necesitaría un esquema para no perderme.

Miré expectante a Gideon. Ahora tendría que sacarse un as de la manga si quería atenerse a su versión sin pistolas.

—Creo que sencillamente les cogimos por sorpresa —dijo Gideon.

—Hum… —murmuró Falk.

Tampoco los demás parecían muy convencidos. ¡Y no era de extrañar!

¡Gideon lo había hecho fatal! Si uno se decide a mentir, tiene que ofrecer detalles que en realidad no interesan a nadie para despistar.

—La verdad es que fuimos muy rápidos —dije a toda prisa—. La escalera de servicio debía de estar recién encerada, porque estuve a punto de resbalar; en realidad, más que bajar las escaleras corriendo, las bajé patinando. Si no me hubiera sujetado a la barandilla, ahora estaría con el cuello partido en el año 1912. Y ahora que lo pienso, ¿qué ocurre cuando se muere en un salto en el tiempo? ¿El cuerpo muerto puede saltar de vuelta por sí solo? En fin, el caso es que tuvimos suerte de que la puerta de abajo estuviera abierta porque en ese momento entraba una criada con la cesta de la compra. Una rubia gordita. Pensé que Gideon iba a atropellarla, y había huevos en la cesta, de manera que habría quedado todo bien pringado; pero la esquivamos y salimos corriendo calle abajo a toda velocidad. Tengo una ampolla en el pie.

Gideon se había reclinado en su silla y había cruzado los brazos. Era difícil interpretar su mirada, pero la verdad es que no parecía particularmente satisfecho o agradecido.

—La próxima vez me pondré unas zapatillas deportivas —añadí en medio del silencio general, y luego cogí otra galleta. Por lo visto, aparte de mí, nadie tenía apetito.

—Tengo una teoría —anunció mister Whitman lentamente, mientras jugueteaba con el sello que llevaba en la mano derecha—, y cuanto más pienso en ella, más seguro estoy de que no me equivoco. Si…

—Tengo la impresión de que me repito tontamente, porque ya lo he dicho un montón de veces, pero creo que ella no debería estar presente en esta conversación —lo interrumpió Gideon.

Noté cómo una punzada en el corazón pasaba a convertirse en algo peor.

Ahora ya no me sentía herida, sino indignada.

—Tiene razón —asintió el doctor White—. Denota una auténtica ligereza hacerla participar de nuestras reflexiones.

—Pero es que tampoco podemos prescindir de los recuerdos de Gwendolyn —dijo mister George—. Cualquier recuerdo, por pequeño que sea, acerca de la vestimenta, las palabras pronunciadas o la apariencia física, podría proporcionarnos una pista decisiva sobre la época de Lucy y Paul.

—Datos que seguirá sabiendo mañana o pasado mañana —intervino Falk de Villiers—. Creo que realmente lo mejor es que la acompañes abajo para elapsar, Thomas.

Mister George cruzó los brazos sobre su grueso vientre y calló.

—Iré con Gwendolyn a la… al cronógrafo y controlaré el viaje en el tiempo —informó mister Whitman, y corrió su silla hacia atrás.

—Bien. —Falk asintió—. Dos horas serán más que suficientes. Uno de los adeptos puede esperar a su salto de vuelta; te necesitamos aquí arriba.

Dirigí una mirada interrogativa a mister George, que se limitó a encogerse de hombros resignado.

—Ven, Gwendolyn. —Mister Whitman ya se había levantado—. Cuanto antes lo hayas pasado, antes estarás en la cama, y así al menos mañana, en la escuela, podrás trabajar otra vez como es debido. Por cierto, estoy ansioso por ver tu redacción sobre Shakespeare.

¡Vamos, ese tipo era increíble! ¡Había que tener narices para empezar a hablarme de Shakespeare ahora!

Dudé un momento si debía protestar, pero al final decidí no hacerlo. En el fondo no tenía ningunas ganas de seguir escuchando ese estúpido parloteo.

Quería irme a casa y olvidar de una vez toda esa murga de los viajes en el tiempo, incluido Gideon. Ya podían darles vueltas a sus secretos en esa sala de locos hasta caer reventados. Sobre todo se lo deseaba a Gideon, pesadilla incluida para acabar el día.

Xemerius tenía razón: esos tipos eran unos frikis.

Sin embargo, lo más estúpido era que, a pesar de todo, no podía dejar de mirar a Gideon mientras pensaba algo tan disparatado como «Solo con que sonría una vez, se lo perdono todo».

Naturalmente, no lo hizo. En lugar de eso me dirigió una mirada inexpresiva, imposible de interpretar. Por un momento la idea de que nos habíamos besado me pareció algo lejanísimo, y por alguna razón de repente me acordé de la estúpida rima que Cynthia Dale, el oráculo de la clase en asuntos amorosos, acostumbraba a recitar: «Ojos de rana, piel de serpiente que el amor no siente».

—Buenas noches —dije muy digna.

—Buenas noches —murmuraron todos.

Todos menos Gideon, claro, que soltó:

—No olvide vendarle los ojos, mister Whitman.

Mister George lanzó un resoplido irritado. Mientras mister Whitman abría la puerta y me empujaba al pasillo, oí que decía:

—¿No se les ha ocurrido pensar que existe la posibilidad de que esa actitud de rechazo sea la razón de que las cosas que van a suceder efectivamente sucedan?

No pude oír si alguien respondía a su pregunta, porque la pesada puerta se cerró tras nosotros.

Xemerius se rascó la cabeza con la punta de la cola.

—¡Realmente esta es la gente más grosera con la que me he topado nunca!

—No te lo tomes demasiado a pecho, Gwendolyn —dijo mister Whitman mientras se sacaba un fular negro del bolsillo de la chaqueta y lo sostenía bajo mi nariz—. Eres la nueva en este juego. La gran incógnita de la ecuación.

¿Qué se suponía que debía contestarle? ¡Para mí todo esto era una novedad! Hacía tres días no tenía ni idea de la existencia de los Vigilantes.

Hacía tres días mi vida todavía era totalmente normal. Bueno, al menos en términos generales.

—Mister Whitman, antes de que me vende los ojos… ¿podríamos pasar, por favor, por el taller de madame Rossini para recoger mis cosas? Ya he dejado aquí dos uniformes de la escuela y necesito algo que ponerme mañana. Además, también tengo la cartera en el taller.

—Por descontado. —Mientras caminábamos, mister Whitman hizo girar alegremente el fular en el aire—. También puedes cambiarte si quieres. En tu viaje en el tiempo no te encontrarás con nadie. ¿Y a qué año vamos a enviarte ahora?

—La verdad es que es indiferente si voy a estar encerrada en un sótano —dije.

—Bueno, sí, pero tiene que ser un año en el que puedas… ejem… aterrizar sin problemas en el susodicho sótano, y si es posible, sin tropezarte con nadie. A partir de 1945 no debería haber ninguna dificultad (antes los sótanos habían sido utilizados como refugio antiaéreo). ¿Qué te parece 1974? Es el año en que nací, un buen año. —Rió—. O podemos coger el 30 de julio de 1966. Ese año Inglaterra ganó la final del Campeonato del Mundo a Alemania. Pero el fútbol no te interesa especialmente, ¿verdad?

—No, sobre todo cuando estoy en un agujero sin ventanas veinte metros bajo tierra —dije en tono cansado.

—Supongo que sabes que todo esto es solo para protegerte. —Mister Whitman suspiró.

—Un momento, un momento —dijo Xemerius, que aleteaba a mi lado—. Otra vez no acabo de entender de qué va la cosa. ¿Significa que ahora vas a subir a una máquina del tiempo y viajarás al pasado?

—Sí, así es —respondí.

—Muy bien. Entonces elijamos el año 1948 —dijo mister Whitman satisfecho—. Los Juegos Olímpicos de Verano en Londres.

Como iba delante, no pudo ver que ponía los ojos en blanco.

—¡Viajes en el tiempo! ¡Uf! ¡Vaya amiga que me he echado! —dijo Xemerius, y por primera vez me pareció percibir algo parecido al respeto en su voz.

La sala en la que se encontraba el cronógrafo se hallaba profundamente enterrada bajo tierra, y a pesar de que hasta ese momento siempre me habían llevado y vuelto a sacar con los ojos vendados, creía tener una idea aproximada de su situación, aunque solo fuera porque tanto en el año 1912 como en el año 1782 afortunadamente había podido salir de ella sin la venda. Mientras mister Whitman me conducía hasta allí desde el taller de costura de madame Rossini, a través de una serie de pasillos y escaleras, el camino me resultó conocido con excepción del último tramo, en el que tuve la sensación de que mi guía daba un rodeo innecesario para despistarme.

—Sí que lo hace emocionante —dijo Xemerius—. ¿Por qué demonios han tenido que esconder esta máquina del tiempo en el reducto subterráneo más lúgubre que han podido encontrar?

Oí que mister Whitman hablaba con alguien, y después una puerta pesada se abrió y luego se volvió a cerrar y mister Whitman me quitó el pañuelo.

Parpadeé deslumbrada. Junto a mister Whitman se encontraba un joven pelirrojo vestido con un traje negro; parecía un poco nervioso y sudaba de excitación. Busqué a Xemerius con la mirada, y vi que para divertirse había metido la cabeza a través de la puerta cerrada mientras el resto de su cuerpo permanecía en la habitación.

—Son las paredes más gruesas que he visto nunca —dijo cuando volvió a aparecer—. Son tan gruesas como para emparedar a un elefante macho incluso puesto de través, si entiendes lo que quiero decir.

—Gwendolyn, este es mister Marley, adepto de primer grado —explicó mister Whitman—. Te estará esperando aquí cuando vuelvas para acompañarte de vuelta arriba. Mister Marley, esta es Gwendolyn Shepherd, el Rubí.

—Es un honor para mí, miss —dijo el pelirrojo inclinándose ante mí.

—Hum… sí, yo también me alegro —repliqué sonriendo, cohibida.

Mister Whitman se concentró en una caja fuerte supermoderna con una pantalla parpadeante que me había pasado inadvertida en las últimas visitas a esa habitación. La caja estaba oculta tras una colgadura bordada con escenas legendarias de tema medieval. Caballeros con yelmos coronados por altos plumeros y jóvenes castellanas con sombreros puntiagudos y velos contemplaban visiblemente admirados a un mancebo medio desnudo que había matado a un dragón. Mientras mister Whitman introducía la serie de números, el pelirrojo mister Marley miró discretamente al suelo, aunque de todos modos no se podía ver nada, porque mister Whitman nos ocultaba la pantalla con sus anchas espaldas. La puerta de la caja fuerte se abrió con una suave sacudida, y mister Whitman sacó el cronógrafo, envuelto en un paño de terciopelo rojo, y lo colocó sobre la mesa.

Mister Marley contuvo la respiración impresionado.

—Mister Marley verá hoy, por primera vez, cómo se utiliza el cronógrafo —dijo mister Whitman guiñándome un ojo, y con el mentón señaló una linterna de bolsillo que había sobre la mesa—. Cógela. Es solo por si hay problemas con la electricidad. Así no tendrás miedo de quedarte a oscuras.

—Gracias. —Pensé en si no debería pedir también un insecticida; seguro que un viejo sótano como aquel debía de estar infestado de arañas (¿y de ratas?). La verdad es que no era nada elegante enviarme allí completamente sola—. ¿Podría llevarme también un palo, por favor?

—¿Un palo? Gwendolyn, no vas a encontrarte a nadie.

—Pero quizá haya ratas allí…

—Las ratas tendrán más miedo de ti que tú de ellas, créeme. —Mister Whitman había sacado el cronógrafo de su paño de terciopelo—. Impresionante, ¿no es cierto, mister Marley?

—Cierto, sir, muy impresionante.

Mister Marley contempló el aparato reverencialmente.

—¡Pelota! —espetó Xemerius—. Los pelirrojos son siempre unos pelotas, ¿no te parece?

—Me había imaginado que sería más grande —dije yo—. No pensaba que una máquina del tiempo pudiera parecerse tanto a un reloj de chimenea.

Xemerius silbó entre dientes.

—De todos modos estos pedruscos no están nada mal —dijo—; si de verdad son auténticos, no me extraña que guarden este trasto en una caja fuerte.

Efectivamente, el cronógrafo estaba adornado con piedras preciosas de un tamaño impresionante, que centelleaban en la superficie pintada y escrita del extraño aparato como si fueran las joyas de la corona.

—Gwendolyn ha elegido el año 1948 —dijo mister Whitman mientras abría unos registros y ponía en movimiento unos minúsculos engranajes—. ¿Qué acontecimiento tenía lugar en Londres en esa época, mister Marley, lo sabe usted?

—Los Juegos Olímpicos de Verano, sir —respondió mister Marley.

—Empollón —dijo Xemerius—. Los pelirrojos son todos unos empollones.

—Muy bien. —Mister Whitman se incorporó—. Gwendolyn aterrizará el 12 de agosto a las doce del mediodía y permanecerá allí exactamente ciento veinte minutos. ¿Estás preparada, Gwendolyn?

Tragué saliva.

—Antes aún me gustaría saber… ¿está usted seguro de que allí no me encontraré con nadie? —Aparte de las ratas y las arañas, claro—. Mister George me entregó su anillo para que nadie me hiciera nada…

—La última vez saltaste en la sala de los documentos, que en todas las épocas ha sido siempre un espacio bastante frecuentado. Esta habitación, en cambio, está vacía. Si te comportas con calma y serenidad y no abandonas la habitación, que, de todos modos estará cerrada, seguro que no te encontrarás con nadie. En los años de la posguerra, esta parte de los sótanos se utilizaba raramente; en todo Londres la gente estaba ocupada en los trabajos de reconstrucción en la superficie. —Mister Whitman suspiró—. Una época emocionante…

—Pero ¿y si casualmente alguien entra en la habitación justo en ese momento y me descubre allí? Al menos debería conocer la contraseña del día.

Mister Whitman levantó las cejas ligeramente irritado.

—No va a entrar nadie, Gwendolyn. Te lo repito: aterrizarás en una habitación cerrada, permanecerás allí ciento veinte minutos y volverás a saltar de vuelta sin que nadie en el año 1948 se entere de nada. Si no fuera así, habría alguna referencia a tu visita en los Anales. Además, ahora no tenemos tiempo para comprobar cuál era la contraseña de ese día.

—Lo importante es participar —dijo tímidamente mister Marley.

—¿Cómo?

—La contraseña durante los Juegos Olímpicos era: «Lo importante es participar» —dijo mister Marley mirando al suelo cohibido—. Me fijé en esta.

En general están todas en latín.

Xemerius puso los ojos en blanco y me dio la sensación de que a mister Whitman le hubiera gustado hacer lo mismo.

—Ah, ¿sí? Muy bien, Gwendolyn, ya lo has oído. No es que vayas a necesitarla, pero si con eso te sientes mejor… ¿Vienes ahora, por favor?

Me coloqué ante el cronógrafo y le tendí la mano a mister Whitman.

Xemerius se posó aleteando junto a mí.

—¿Y ahora? —preguntó excitado.

Ahora venía la parte desagradable. Mister Whitman, que había abierto un registro en el cronógrafo, colocó mi dedo índice en la abertura.

—Creo que me sujetaré a ti y ya está —dijo Xemerius, y se colgó como un monito de mi cuello agarrándose por detrás.

En realidad no debería haber percibido nada, pero me sentí como si alguien me envolviera en un chal mojado.

Los ojos de mister Marley estaban dilatados de emoción.

—Gracias por la contraseña —le dije, e hice una mueca cuando una fina aguja se hundió profundamente en mi dedo y la habitación se llenó de una luz roja.

Sujeté con fuerza el mango de la linterna de bolsillo. Los colores y las personas empezaron a girar y a difuminarse ante mis ojos, y sentí una fuerte sacudida en todo el cuerpo.