—¡Señores, estamos en una iglesia! ¡Este no es lugar para besarse!
Espantada, abrí los ojos como platos y me eché hacia atrás rápidamente, esperando ver venir hacia mí a un viejo párroco con sotana ondulante y rostro indignado dispuesto a echarnos un furioso sermón. Pero no era el párroco quien había interrumpido nuestro beso. De hecho, no era una persona. Era una pequeña gárgola que estaba acurrucada en un banco de la iglesia junto al confesionario y que me miraba tan sorprendida como yo a ella.
Aunque, en realidad, el estado en que yo me encontraba difícilmente podía calificarse como de sorpresa. Para ser sincera, debería haberlo descrito más bien como una violenta suspensión del raciocinio.
Todo había empezado con ese beso.
Gideon de Villiers me había besado a mí, Gwendolyn Shepherd.
Naturalmente, debería haberme preguntado por qué se le había ocurrido semejante idea tan de repente —en el confesionario de una iglesia situada en algún lugar de Belgravia en el año 1912—, justo después de que hubiéramos representado en vivo una huída de película que nos había dejado sin aliento y en la que habíamos tenido que luchar, entre otras cosas, contra mi estrecho vestido largo hasta los tobillos y su ridículo cuello de marinero.
Podría haber realizado comparaciones con los besos de otros chicos y haber analizado a qué se debía que Gideon besara mucho mejor que ellos.
También habría podido darme que pensar el hecho de que entre nosotros se encontrara la ventanilla del confesionario por la que Gideon había tenido que pasar la cabeza y los brazos, y que esas no fueran las condiciones ideales para un beso, aparte de que no necesitara para nada añadir más confusión a mi vida después de que hacía solo tres días me hubiera enterado de que había heredado de mi familia el gen de los viajes en el tiempo.
Pero lo cierto es que yo no pensaba absolutamente en nada, aparte quizá de «¡Oooh!» y «¡Mmm…!» y «¡Más!».
Por eso tampoco me percaté del tirón en el vientre, y solo entonces, mientras esa pequeña gárgola me miraba fijamente desde el banco con los ojos chispeantes y los brazos cruzados sobre el pecho, solo cuando mi mirada cayó sobre la sucia cortina marrón del confesionario que hacia un momento había sido de un verde de terciopelo, tuve el pálpito de que entretanto habíamos saltado de nuevo al presente.
—¡Mierda! —Gideon se retiró hacia su lado del confesionario y se rascó la nuca.
«¿Cómo que “Mierda”?». Caí bruscamente de mi nube y olvidé a la gárgola.
—Pues a mí no me ha parecido tan mal —dije con un tono tan despreocupado como pude.
Por desgracia, me faltaba el aliento, lo que redujo el efecto buscado. No podía mirar a Gideon a los ojos, de modo que seguí con la vista fija en la cortina de poliéster marrón del confesionario.
¡Dios mío! Había viajado casi cien años a través del tiempo sin darme cuenta porque ese beso me había dejado absolutamente… estupefacta. Me refiero a que un minuto antes el tipo le encuentra pegas a todo lo que haces, acto seguido nos vemos metidos en una persecución y debemos protegernos de unos hombres armados con pistolas, y, de repente —como si nada—, asegura que eres muy especial y te besa. ¡Y cómo besa Gideon!
Inmediatamente sentí celos de todas las chicas con las que debía de haber aprendido a hacerlo.
—Nadie a la vista. —Gideon asomó la cabeza fuera del confesionario y luego salió a la nave de la iglesia—. Bien. Cogeremos el autobús de vuelta a Temple. Ven, ya nos estarán esperando.
Me quedé mirándole desconcertada a través de la cortina. ¿Significaba eso que quería pasar sin más al orden del día? Después de un beso (en realidad, mejor antes, pero para eso ya era demasiado tarde), ¿no había que aclarar un par de cosas básicas? ¿Había sido ese beso una especie de declaración de amor? ¿Podía decirse tal vez incluso que ahora Gideon y yo estábamos juntos? ¿O sencillamente habíamos flirteado un poco porque no teníamos nada mejor que hacer?
—No pienso subirme al autobús con este vestido —declaré categóricamente, mientras me levantaba con la máxima dignidad posible. (Me habría cortado la lengua antes que plantearle alguna de las preguntas que en esos momentos me rondaban la cabeza). El vestido era blanco con cintas de terciopelo azul cielo en la cintura y el cuello, seguramente el último grito en 1912, pero no muy apropiado para el transporte público del siglo XXI, la verdad—. Cogeremos un taxi.
Gideon se volvió hacia mí, pero no me contradijo. Con su levita y su pantalón con la raya planchada tampoco parecía entusiasmarle la idea de viajar en autobús. Aunque en realidad le sentaban de maravilla; sobre todo ahora que no llevaba el pelo tan repeinado por detrás de las orejas, como hacía solo dos horas, sino en rizos sueltos que le caían sobre la frente.
Me reuní con él en la nave de la iglesia y me estremecí. Hacía un frío glacial allí dentro. ¿O tal vez se debía a que en los últimos tres días prácticamente no había dormido? ¿O a lo que acababa de pasar hacía un momento?
Probablemente, mi cuerpo había segregado más adrenalina en esos últimos tiempos que en los dieciséis años anteriores. Habían pasado tantas cosas y había tenido tan poco tiempo para asimilarlas, que mi cabeza parecía a punto de estallar ante semejante cúmulo de informaciones y sensaciones. Si hubiera sido un personaje de cómic, habría tenido un globo con un enorme interrogante flotando sobre mi cabeza. Y tal vez un par de calaveras.
De todos modos, hice de tripas corazón y decidí que, si Gideon quería volver al orden del día, yo también podía hacerlo sin mayores problemas.
—Bueno, lo mejor será que nos larguemos —dije como si nada—. Tengo frío.
Me dispuse a pasar por su lado para salir, pero él me sujetó del brazo.
—Escucha, respecto a…
Se calló, seguramente con la esperanza de que yo le interrumpiera.
Pero, naturalmente, no lo hice. Me moría de ganas de saber qué tenía que decirme. Además, estaba tan cerca de mí que me costaba respirar con normalidad.
—Ese beso… En realidad…
De nuevo dejó la frase a medias. Pero yo la completé de inmediato en mi mente.
«… no era mi intención».
Ah, perfecto; entonces, sencillamente no debería haberlo hecho, ¿no? Eso era como prender fuego a una cortina y sorprenderse luego de que toda la casa estuviera ardiendo. (Vale, sí, una comparación estúpida). Yo no pensaba facilitarle ni un poquito las cosas, así que le mire fríamente, manteniéndome a la expectativa. Quiero decir que traté de mirarle fríamente y mantenerme a la expectativa, aunque en realidad supongo que puse cara de «soy el pequeño Bambi; por favor, no me dispares»; no podía hacer nada para evitarlo. Solo faltaba que me empezara a temblar el labio inferior.
«No era mi intención». ¡Vamos, dilo!
Pero Gideon no dijo nada en absoluto. Tiró de una horquilla hundida entre mi cabello revuelto (seguramente, a esas alturas parecería que unos pajaritos hubieran anidado en mi complicado peinado), cogió un mechón y lo enrolló en torno a su dedo, mientras con la otra mano empezaba a acariciarme la cara. Luego se inclinó hacia mí y me besó de nuevo, esta vez con mucha delicadeza. Cerré los ojos… y ocurrió lo mismo de la otra vez: mi cerebro volvía a disfrutar de esa bendita pausa en la emisión. (Ya solo emitía «Oh», «Mmm» y «Más»).
Aunque fueron apenas diez segundos, porque luego una voz irritada dijo junto a nosotros:
—¿Ya volvemos a empezar?
Espantada, le di un empujoncito en el pecho a Gideon, y me encontré frente al rostro de la pequeña gárgola, que ahora se balanceaba colgada boca abajo de la tribuna bajo la que nos encontrábamos. Para ser más precisos, se trataba del espíritu de una gárgola.
Gideon me había soltado el cabello y había adoptado una expresión neutra. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué debía de estar pensando ahora de mí? Sus ojos verdes no transmitían nada, salvo tal vez una ligera extrañeza.
—Yo… creí que había oído algo —murmuré.
—Está bien —contestó, alargando un poco las palabras pero con un tono absolutamente cordial.
—Me has oído a mí —dijo la gárgola—. ¡Sí, me has oído!
Era más o menos del tamaño de un gato, y su cara también se parecía a la de un gato; pero tenía dos cuernos redondeados entre orejas de lince grandes y puntiagudas, además de unas alitas en el lomo y una larga y escamosa cola de lagarto que acababa en triángulo y que se movía excitadamente de un lado a otro.
—¡Y también puedes verme!
No respondí nada.
—Quizá será mejor que nos vayamos —dijo Gideon.
—¡Puedes verme y oírme! —gritó entusiasmada la pequeña gárgola, y se dejó caer de la tribuna a uno de los bancos de la iglesia, donde empezó a saltar arriba y abajo. Tenía una voz ronca, como la de un niño resfriado—. ¡Me he dado cuenta enseguida!
Ahora, sobre todo, no debía cometer ningún error, o no me desharía nunca de él. Dejé que mi mirada se deslizara con marcada indiferencia por los bancos, mientras me dirigía hacia la salida. Gideon me abrió la puerta.
—Gracias, muy amable —dijo la gárgola, que también se deslizó afuera.
En la acera parpadeé. Estaba nublado, y por eso no se veía el sol, pero calculé que debía de ser media tarde.
—¡Espera! —gritó la gárgola, y me tiró de la falda—. ¡Tenemos que hablar urgentemente! Oye, que me estás pisando… No hagas como si no pudieras verme. Sé que puedes. —De su boca salió disparado un chorrito de agua que formó un minúsculo charco sobre mis botines—. Oh, vaya, perdón. Solo me pasa cuando estoy nervioso.
Levanté la vista para mirar la fachada de la iglesia. Podría decirse que era de estilo Victoriano, con vidrieras de colores y dos bonitas torres un poco recargadas. El ladrillo alternaba con el revoque de color crema formando un alegre motivo a rayas. Pero, por más arriba que miré, no descubrí en todo el edificio ni una sola estatua ni una gárgola. Era extraño que, a pesar de todo, el espíritu rondara por allí.
—¡Aquí estoy! —gritó la gárgola, y se agarró al muro justo ante mis narices; porque trepaba como una lagartija, todas lo hacen.
Miré un segundo hacia los ladrillos junto a su cabeza y luego aparté la mirada.
Ahora ya no estaba tan segura de que realmente pudiera verla.
—Vamos, por favor. Estaría tan bien hablar con alguien que no fuera el espíritu de sir Arthur Conan Doyle, por una vez…
Vaya, tenía estilo el tipo. Pero yo no caí en la trampa. Aunque me daba pena, sabía lo cargantes que podían ser esas bestezuelas; además, había interrumpido nuestro beso y probablemente por su culpa Gideon me tomaba ahora por una lunática.
—¡Por favor, por favor, por favooor! —insistió la gárgola.
Me esforcé en mantenerme indiferente. Sabe Dios que ya tenía suficientes problemas. Gideon hacía señas para parar un taxi al borde de la calzada.
Naturalmente, enseguida pasó uno libre. Hay gente que siempre tiene suerte con eso. O una especie de autoridad natural. Mi abuela lady Arista, por ejemplo. No tiene más que quedarse junto a la calzada y mirar con aire severo para que los taxistas frenen en seco.
—¿Vienes, Gwendolyn?
—¡Vamos, no puedes largarte sin más! —La voz ronca sonaba desconsolada, casi llorosa—. Precisamente ahora que acabamos de encontrarnos…
Si hubiéramos estado solos, seguramente habría cedido y me habría puesto a hablar con él. A pesar de los colmillos puntiagudos y de las garras, de algún modo resultaba gracioso, y probablemente no tenía mucha compañía. (Seguro que el espíritu de sir Arthur Conan Doyle tenía cosas mejores que hacer. Y, por otra parte, ¿qué podía estar buscando en Londres?). Pero cuando te comunicas con espíritus en presencia de otras personas, estas te toman —si hay suerte— por un mentiroso y un comediante, o bien —en la mayoría de los casos— por un loco. Y no quería arriesgarme a que Gideon me tomara por una loca. Además, el último daimon gárgola con el que había hablado había desarrollado una dependencia tan fuerte de mí que casi no podía ir ni al lavabo sola.
Así pues, me instalé en el taxi con cara impasible y, cuando el coche arrancó, fijé la vista al frente. Gideon, a mi lado, miraba por la ventana. El taxista observó intrigado nuestra vestimenta por el retrovisor arqueando las cejas, pero no dijo nada, lo que era realmente de agradecer.
—Pronto serán las seis y media —me dijo Gideon, sin duda para iniciar una conversación sobre un tema neutro—. No es extraño que me esté muriendo de hambre.
Ahora que lo decía, me di cuenta de que a mí me pasaba lo mismo. Esa mañana, con el ambiente enrarecido que se respiraba en la mesa familiar, apenas había podido desayunar media tostada, y nunca había soportado la comida de la escuela. Con cierta añoranza pensé en los apetitosos bollos y bocadillos de la mesa del té de lady Tilney, que por desgracia nos habíamos perdido.
¡Lady Tilney! Hasta este momento no había pensado en que Gideon y yo aún debíamos ponernos de acuerdo con respecto a nuestra aventura en 1912. A fin de cuentas, el asunto se había descontrolado completamente, y no tenía ni idea de cómo se lo tomarían los Vigilantes, que en cuestión de misiones en el tiempo no se andaban con bromas. Gideon y yo habíamos viajado al pasado con el encargo de registrar a lady Tilney en el cronógrafo (dicho sea de paso, yo seguía sin entender muy bien cuál era el motivo, pero en cualquier caso todo el asunto parecía terriblemente importante; por lo que sabía, estaba en juego la salvación del mundo, como mínimo); sin embargo, antes de que hubiéramos podido cumplir nuestra misión, habían entrado en escena mi prima Lucy y Paul; por más señas, los malvados de toda esta historia. O al menos de eso estaba convencida la familia de Gideon, y él con ellos. Supuestamente, Lucy y Paul habían robado el segundo cronógrafo y se habían escondido con él en el tiempo. Desde hacía años, nadie había oído hablar de ellos, hasta que habían aparecido en casa de lady Tilney y habían revolucionado nuestra pequeña reunión para tomar el té.
El pánico había provocado que no pudiera recordar exactamente cuándo habían entrado en juego las pistolas, pero el caso es que en algún momento Gideon había apuntado un arma a la cabeza de Lucy, una pistola que bien mirado no debería haber llevado nunca. (Igual que yo no tendría que haber llevado mi móvil, ¡pero al menos con un móvil no se puede disparar a nadie!) Luego habíamos huido y nos habíamos refugiado en la iglesia; pero durante todo ese tiempo yo no había podido deshacerme de la sensación de que en lo referente a Lucy y a Paul las cosas no estaban tan claras como les gustaba afirmar a los De Villiers.
—¿Qué vamos a decir de lo de lady Tilney? —pregunté.
—Bueno… —Gideon se rascó la cabeza con aire cansado—. No es que tengamos que mentir, pero tal vez lo más inteligente en este caso sería omitir algunos detalles. Lo mejor será que lo de hablar me lo dejes a mí.
Ahí estaba de nuevo el viejo y conocido tono de mando.
—Sí, claro —dije—. Asentiré y mantendré la boca cerrada como una niña buena.
Instintivamente, crucé los brazos sobre el pecho. ¿Por qué Gideon no podía comportarse de una forma normal para variar? ¿Primero me besaba (¡y más de una vez!), para inmediatamente después asumir el papel de gran maestre de la logia de los Vigilantes?
Los dos nos concentramos en mirar por nuestras respectivas ventanas.
Fue Gideon quien finalmente rompió el silencio, lo que me proporcionó cierta satisfacción.
—¿Qué pasa, se te ha comido la lengua el gato?
Por el modo en que lo dijo, sonó casi tímido.
—¿Cómo dices?
—Mi madre me lo preguntaba siempre cuando era pequeño. Cuando miraba fijamente hacia delante con ese aire obstinado que tú tienes ahora.
—¿Tienes una madre?
¡Por Dios! Hasta que no lo hube pronunciado, no me di cuenta de lo estúpido que sonaba.
Gideon levantó una ceja.
—¿Qué te creías? —preguntó divertido—. ¿Que soy un androide y que el tío Falk y mister George me ensamblaron?
—No me parece tan descabellado. ¿Tienes fotos tuyas de bebé? —Traté de imaginarme a Gideon como un bebé, con una cara mofletuda y la cabeza pelada, y se me escapó una sonrisa—. ¿Dónde están tu madre y tu padre?
¿También viven aquí, en Londres?
Gideon negó con la cabeza.
—Mi padre murió, y mi madre vive en Antibes, al sur de Francia. —Durante un breve instante apretó los labios, y ya pensaba que volvería a encerrarse en su silencio cuando añadió—: Con mi hermano pequeño y su nuevo marido, el señor Llámame-papá-quieres Bertelin. Tiene una empresa que fabrica microcomponentes de platino y cobre para aparatos electrónicos, y por lo que parece el negocio va viento en popa; en todo caso, ha bautizado su ostentoso yate con el nombre de Creso.
Yo estaba absolutamente perpleja. Tanta información personal de golpe no encajaba con la idea que me había hecho de Gideon.
—Vaya, pero seguro que debe de ser genial pasar las vacaciones allí, ¿no?
—Sí, claro —dijo en tono burlón—. Hay una piscina del tamaño de tres pistas de tenis, y ese yate de locos tiene los grifos de oro.
—De todos modos, me lo imagino mejor que un cottage sin calefacción en Pebbles.
Yo pasaba las vacaciones de verano con mi familia en Escocia.
—Si yo fuera tú y tuviera una familia en el sur de Francia, les visitaría cada fin de semana, aunque no tuvieran piscina ni yate.
Gideon me miró sacudiendo la cabeza.
—Ah, ¿sí? ¿Y se puede saber cómo te las arreglarías si además tuvieras que saltar al pasado cada pocas horas? No es una experiencia placentera precisamente cuando uno va a ciento cincuenta por la autopista.
—Oh, vaya.
De algún modo, toda esta historia de los viajes en el tiempo era demasiado nueva para mí para que hubiera podido pensar en las consecuencias que comportaba. Solo había doce portadores del gen —distribuidos a través de los siglos—, y aún no podía hacerme del todo a la idea de ser una de ellos.
De hecho, se suponía que le correspondía a mi prima Charlotte, que se había preparado concienzudamente para el papel; pero mi madre, por razones inextricables, había falseado la fecha de mi nacimiento, y ahora estábamos metidas en este embrollo. Igual que Gideon, me enfrentaba a la elección de saltar en el tiempo de una forma controlada con el cronógrafo o arriesgarme a que el salto me sorprendiera en cualquier momento y en cualquier lugar, lo que, como sabía por propia experiencia, no resultaba precisamente agradable.
—Naturalmente deberías llevarte contigo el cronógrafo para tener la posibilidad de elapsar de vez en cuando a una época sin peligro —dije reflexionando en voz alta.
Gideon soltó un resoplido desganado.
—Sí, claro, de ese modo se puede viajar relajadamente y al mismo tiempo visitar muchos lugares históricos por el camino; pero aparte de que nunca me permitirían pasear por la región con el cronógrafo en la mochila, ¿qué harías tú mientras tanto sin el aparato? —Miró más allá de mí, hacia la ventana—. Gracias a Lucy y a Paul solo queda uno, ¿lo has olvidado?
De nuevo había pasión en su voz, como siempre que la conversación iba a parar a Lucy y a Paul.
Me encogí de hombros y también miré por la ventana. El taxi avanzaba a paso de tortuga en dirección a Picadilly. Fantástico. El atasco habitual a la salida del trabajo en la City. Probablemente habríamos llegado antes a pie.
—¡Está claro que aún no eres del todo consciente de que a partir de ahora no tendrás muchas ocasiones de salir de esta isla, Gwendolyn! —La voz de Gideon reflejaba amargura—. O de esta ciudad. En lugar de llevarte de vacaciones a Escocia, tu familia debería haberte enseñado el mundo. Ahora ya es demasiado tarde para eso. Hazte a la idea de que en adelante solo podrás ver todos esos lugares con los que sueñas en Google Earth.
El taxista sacó un libro de bolsillo despachurrado de la guantera, se reclinó en su asiento y empezó a leer tranquilamente.
—Pero… tú has estado en Bélgica y en París —dije—. Para viajar desde allí al pasado y conseguir la sangre de ese como-se-llame y el chisme ese…
—Sí, claro —me interrumpió—. Junto con mi tío, tres Vigilantes y una figurinista. ¡Un viaje fabuloso! Aparte de que Bélgica ya es de por sí un país de lo más exótico. ¿No soñamos todos con poder viajar algún día aunque solo sean tres días a Bélgica?
Intimidada por este arranque repentino, pregunté en voz baja: —¿Y adonde irías si pudieras elegir?
—¿Quieres decir si no me hubiera caído encima esta maldición de los viajes en el tiempo? Dios, la verdad es que no sabría por dónde empezar. Chile, Brasil, Perú, Costa Rica, Nicaragua, Canadá, Alaska, Vietnam, Nepal, Australia, Nueva Zelanda… —Sonrió débilmente—. Pues eso, prácticamente a todas partes del mundo, excepto a la Luna. Pero no es precisamente divertido pensar en lo que uno nunca podrá hacer. Tenemos que resignarnos a la idea de que nuestra vida, desde el punto de vista técnicoviajero, resultará más bien monótona.
—Si omitimos los viajes en el tiempo.
Me había puesto roja, porque había dicho «nuestra vida», y de algún modo aquello sonaba tan… íntimo.
—Eso es algo así como una justicia compensatoria por el eterno control y el hecho de tener que estar encerrado —dijo Gideon—. Si no estuvieran los viajes en el tiempo, hace mucho que me habría muerto de aburrimiento.
Paradójico, pero cierto.
—Pues a mí, para darle un poco de emoción a la vida, me bastaría con ver de vez en cuando una buena película de suspense, la verdad.
Miré con envidia a un ciclista que avanzaba serpenteando a través del embotellamiento. ¡Quería volver a casa de una vez! Pero los coches que teníamos delante no se movían ni un milímetro, lo que sin duda le parecía perfecto a nuestro taxista lector.
—Si tu familia vive en el sur de Francia, ¿dónde vives tú ahora? —le pregunté a Gideon.
—Desde hace muy poco tengo un piso en Chelsea. Pero en realidad solo voy allí para ducharme y dormir, si es que lo consigo.
Suspiró. Como mínimo en los últimos tres días, era evidente que había dormido tan poco como yo, si no menos.
—Antes vivía con mi tío Falk en Greenwich, desde los once años. Cuando mi madre conoció a monsieur Cara-de-bofetada y quiso abandonar Inglaterra, naturalmente los Vigilantes pusieron reparos. Al fin y al cabo solo quedaban unos años para mi salto de iniciación y aún tenía mucho que aprender.
—Y entonces, ¿tu madre te dejó solo?
Mi madre nunca habría sido capaz de hacer algo así, de eso estaba segura.
Gideon se encogió de hombros.
—Me gusta mi tío. Es un buen tipo, cuando no va de gran maestre de la logia. En todo caso lo prefiero mil veces a mi llamado padrastro.
—Pero… —Casi no me atrevía a preguntárselo, por lo que susurré—: Pero ¿no la echas de menos?
Nuevo encogimiento de hombros.
—Hasta los quince años, cuando todavía podía viajar sin peligro, siempre iba a visitarla durante las vacaciones. Y, además, mi madre viene al menos dos veces al año a Londres; oficialmente para verme, aunque supongo que debe de ser más bien para gastarse el dinero de monsieur Bertelin. Tiene debilidad por la ropa, los zapatos y las joyas antiguas. Y por los restaurantes macrobióticos con muchas estrellas.
La mujer parecía una madre de película.
—¿Y tu hermano?
—¿Raphael? A estas alturas ya es un auténtico francés. Llama «papá» a Cara-de-bofetada, y un día se hará cargo del imperio del platino. Aunque por el momento parece que ni siquiera es capaz de acabar el bachillerato, el muy gandul. Prefiere concentrarse en las chicas antes que en los libros. —Gideon apoyó el brazo en el respaldo del asiento por detrás de mí e inmediatamente se me aceleró la respiración—. ¿Por qué pones esta cara de susto? No te daré pena, ¿no?
—Un poco —dije sinceramente, y pensé en el chico de once años que se había tenido que quedar solo en Inglaterra, entre hombres de aire misterioso que le obligaban a ir a clases de esgrima y a tocar el violín. ¡Y a jugar al polo!—. Al fin y al cabo, Falk ni siquiera es tu tío de verdad. Es solo un pariente lejano.
Alguien tocó furiosamente la bocina por detrás de nosotros. El taxista levantó la cabeza un instante y puso el coche en movimiento sin abandonar su lectura. Solo esperaba que el capítulo no fuera demasiado emocionante.
Gideon, en cualquier caso, no parecía prestarle ninguna atención.
—Falk siempre ha sido como un padre para mí —dijo, y añadió con una media sonrisa—: De verdad que no tienes por qué mirarme como si fuera David Copperfield.
¿Qué? ¿Por qué iba a pensar yo que era David Copperfield?
Gideon suspiró.
—Me refiero al personaje de novela de Charles Dickens, no al mago. En serio, ¿lees algún libro de vez en cuando?
Ahí estaba de nuevo el viejo arrogante Gideon, cómo no. Lo cierto es que ya empezaba a darme vueltas la cabeza con tanta jovialidad y tanta confianza. Extrañamente, me sentí casi aliviada de volver a la batalla.
Le miré con aire de superioridad y me aparté un poco de él.
—Para serte sincera, prefiero la literatura moderna.
—Ah, ¿sí? —Los ojos de Gideon brillaban maliciosamente—. ¿Como qué, por ejemplo?
No podía saber que mi prima Charlotte me había hecho regularmente esta misma pregunta durante años, y además exactamente con el mismo tono arrogante. En realidad no es que yo leyera poco, y por eso siempre estaba dispuesta a informarla de mis lecturas; pero como Charlotte despreciaba por sistema lo que yo leía tachándolo de «poco exigente» y de «bobadas para niñas», en algún momento me había hartado y le había arruinado la diversión de una vez por todas. A veces hay que atacar a la gente con sus propias armas. El truco está en no mostrar ni la más mínima duda mientras se habla y en incluir al menos a un reconocido autor de éxito, preferiblemente a uno del que electivamente se haya leído algo. Además, cuanto más exóticos y extranjeros sean los nombres, mejor.
Levanté el mentón y miré a Gideon directamente a los ojos.
—Bueno, por ejemplo, George Matussek me gusta mucho, y Wally Lamb, Pjotr Selvjeniki, Liisa Tikaanenen; de hecho, me encantan los autores finlandeses, tienen un sentido del humor tan especial… Luego todo lo de Jack August Merrywether, aunque el último me decepcionó un poco; Helen Marundi, por descontado, Tahuro Yashamoto, Lawrence Delaney y, naturalmente, Grimphook, Tscherkowsky, Maland, Pitt…
Gideon parecía francamente desconcertado.
Puse los ojos en blanco.
—Rudolf Pitt, no Brad.
Las comisuras de los labios le temblaron ligeramente.
—Aunque tengo que decir que Nieve de amatista no me gustó nada —continué enseguida—. Demasiadas metáforas ampulosas; ¿a ti no te lo pareció? Mientras lo leía, no dejaba de pensar: «Esto lo ha escrito algún otro por él».
—¿Nieve de amatista? —repitió Gideon, y ahora sonrió abiertamente—. Ah, sí, yo también lo encontré terriblemente ampuloso. En cambio. El alud ambarino me pareció genial.
No pude evitar sonreír a mi vez.
—Sí, con El alud ambarino realmente se ganó a pulso el Premio Nacional de Literatura austríaco. ¿Y qué te parece Takoshi Mahuro?
—Bueno, su obra de juventud está bien, pero encuentro un poco fastidiosa esa continua regresión a sus traumas infantiles —dijo Gideon—. De la literatura japonesa prefiero a Yamamoto Kawasaki o a Haruki Murakami.
Esta vez se me escapó una risita.
—¡Pero Murakami existe de verdad!
—Lo sé —dijo Gideon—. Charlotte me regaló un libro suyo. La próxima vez que hablemos de libros le recomendaré Nieve de amatista. De… ¿cómo se llamaba?
—Rudolf Pitt.
¿Charlotte le había regalado un libro? Qué —hum…— amable de su parte.
No se le hubiera ocurrido algo así a cualquiera. ¿Y qué debían de hacer juntos, aparte de hablar de libros? Mis ganas de reír se habían evaporado instantáneamente. Bien mirado, ¿cómo podía estar ahí sentada charlando con Gideon como si no hubiera ocurrido nada entre nosotros? Para empezar, tendríamos que haber aclarado un par de cosas básicas. Le miré fijamente y cogí aire, sin saber muy bien qué quería preguntarle en realidad.
«¿Por qué me has besado?»
—Ya llegamos —dijo Gideon.
Aquello me hizo perder el hilo de mis pensamientos, y miré por la ventana.
Por lo visto, en algún momento durante nuestro intercambio de golpes, el taxista había dejado su libro a un lado y había continuado el viaje, y ahora estaba a punto de girar en Crown Office Row, en el distrito de Temple, donde tenía su cuartel general la sociedad secreta de los Vigilantes. Poco después aparcó el coche en una plaza de aparcamiento reservada al lado de un Bentley resplandeciente.
—¿Está seguro de que podemos parar aquí?
—Sí, no hay problema —le aseguró Gideon, y bajó del coche—. No, Gwendolyn, tú quédate en el taxi mientras voy a buscar el dinero —dijo cuando me dispuse a bajar—. Y no lo olvides: nos pregunten lo que nos pregunten, déjame hablar a mí. Volveré enseguida.
—El contador corre —dijo el taxista con tono malhumorado.
Los dos vimos cómo Gideon desaparecía entre los venerables edificios de Temple, y no fue hasta entonces cuando me di cuenta de que me había dejado allí como garantía.
—¿Son ustedes del teatro? —preguntó el taxista.
—¿Cómo dice?
¿Qué era esa sombra aleteante que se había abatido sobre nosotros?
—Lo digo por esos trajes tan curiosos.
—No. Del museo. —Unos extraños ruidos de raspado llegaban del techo. Como si se hubiera posado un pájaro en él. Un pájaro grande—. ¿Qué es eso?
—¿El qué? —preguntó el taxista.
—Debe de ser un cuervo o algo así, que se ha posado sobre el coche —dije esperanzada.
Pero, naturalmente, lo que sacó la cabeza desde el techo para mirar a través de la ventana no era ningún cuervo, sino la gárgola de Belgravia. Al ver mi expresión asustada, una sonrisa triunfal se dibujó en su cara de gato, y escupió un chorro de agua sobre el parabrisas.