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Me desperté con esa maravillosa sensación de paz interior. Tardé un buen rato en abrir los ojos. Y más aún en situarme: ¿estaba en la cubierta del barco?, ¿en el agua?, ¿o en el Rose?, ¿o quizás en el cielo?, ¿podía ser?, ¿me había ganado un lugar allí? En cualquier caso, me sentía divinamente.

Claro que en el cielo no habría un hombre correteando en pijama que diría:

—Un momento, voy a ponerme otra vez el albornoz.

Cuando mis ojos consiguieron enfocar de nuevo, reconocí en el hombre del pijama a Próspero. Así pues, volvía a estar tumbada en la caravana del circo. Había regresado a mi época. Y sin el espíritu de Shakespeare en mi cuerpo. Claro, en esa ocasión no había roto las reglas de los monjes shinyen.

Con todo, el hecho de que estuviera de nuevo ahí permitía llegar a una única conclusión: había encontrado el verdadero amor.

Así pues, se trataba realmente del amor a la propia alma.

Pero ¿qué habría ocurrido con Shakespeare en el pasado? Aunque yo lo hubiera abandonado y no hubiera reventado sobre la cubierta como un bote de kétchup, él había seguido precipitándose al vacío. Hacia una muerte segura. Sin mí. Solo. Y probablemente no habría sobrevivido, ¿o sí?

Deseé encarecidamente que un milagro hubiera salvado a Shakespeare, pero ¿cómo iba a averiguarlo jamás? Nos separaban siglos. Y, si le pedía a Próspero que me hiciera regresar con el péndulo, tal vez despertaría dentro de su cadáver. Ciertamente, eso no me haría ninguna gracia. Y a saber si era posible.

Posé la mirada en el portátil del hipnotizador y se me ocurrió una idea: si Shakespeare había sobrevivido, habría escrito todas las obras magníficas que estaba destinado a escribir. Una ojeada profana a la Wikipedia bastaría para descubrirlo. O lo conocía todo el mundo en la actualidad o su rival Marlowe sería considerado el dramaturgo más grande de la historia en su lugar.

Me levanté de un salto, fui hacia el ordenador y abrí el navegador de Internet. En la Wikipedia comprobé que Shakespeare había hecho todo lo que había soñado el último día que pasamos juntos: había convertido Hamlet en tragedia, había hecho morir a Romeo y Julieta y había fundado el Globe.

Así pues, Shakespeare había sobrevivido a la caída desde la jarcia. La pregunta era: ¿cómo?

Walsingham fue informado por uno de sus soldados de que uno de los espías españoles había sobrevivido. Éste, a su vez, confesó que Drake no sólo no tenía problema alguno con hacer saltar por los aires un barco en el que se encontraba su esposa, sino que también era el gran espía de los españoles. En consecuencia, el jefe de los servicios secretos ordenó a los soldados que extendieran una vela sobre la que yo pudiera aterrizar y que, a continuación, llevaran a Drake con su madre… al fondo del Támesis. Desgraciadamente, al caer sobre la tela me rompí varios huesos que no sabía que tenía, como, por ejemplo, el ilion, totalmente desconocido para mí hasta la fecha.

Aliviada, cerré el portátil. Quizás podría haberle pedido a Próspero que me reenviara de inmediato con Shakespeare para vivir con él. Pero ya no quería. Había comprendido que la finalidad de mi viaje al pasado era otra que quedarme en la Inglaterra de William Shakespeare. Se trataba de encontrarme a mí misma. Y Shakespeare era una parte de mí. Siempre lo había sido. Y siempre lo sería.

Gracias a haber coincidido con él, ahora conocía mi alma y mi gran potencial. Por fin la amaba y ya no me menospreciaba. Notaba una gran alegría interior y era inmensamente feliz. No de manera eufórica, sino satisfecha. Una agradable calidez me inundaba y me colmaba. Me sentía… Sí, no había palabra mejor para decirlo… me sentía animada.

Confié en que Shakespeare también habría encontrado la paz interior. Si yo había hecho las paces con mi alma, a él tendría que haberle ocurrido lo mismo gracias a los días que pasó conmigo, ¿no? En cualquier caso, el hecho de que hubiera podido escribir sus obras así parecía indicarlo.

Cuando yacía sobre el entablado del barco, me sentí sorprendidísimo de lo feliz que se podía llegar a ser con el ilion roto.

—Shakespeare —dijo Próspero interrumpiendo mis pensamientos—. Ya no está usted en este cuerpo, ¿verdad? Quiero decir que aquella chalada no ha vuelto a hacer trampas, ¿no?

—No, aquella chalada no ha hecho trampas esta vez —contesté afablemente. Estar animada te permitía también ser amable con los demás.

—Entonces —replicó el hipnotizador sonriendo—, finalmente has logrado descubrir dentro de ti misma qué es el verdadero amor.

Lo había logrado. Y era maravilloso. Por primera vez en mi vida, era capaz de quererme a mí misma.

—Pero —me vino a la cabeza una idea que expresé de inmediato a Próspero—, lo de «amarse a una misma» no tendrá nada que ver con… cómo lo diría… con ser muy egocéntrica.

—Al contrario —dijo sonriendo el hipnotizador.

—¿Al contrario? —continué preguntando.

—Sólo cuando uno se ama a sí mismo puede amar de todo corazón a los amigos, la vida, el mundo… o incluso a su pareja.

Dijo exactamente lo que yo intuía y de lo cual me alegré: por fin podría amar de todo corazón. Sin miedo. Sin dudas. Y sin sentimientos de inferioridad como me había ocurrido siempre con Jan.

Tal vez, con mucha suerte, encontraría a mi alma gemela. A un hombre que tuviera la misma sonrisa encantadora que Anne, la esposa de Shakespeare. Ese milagro era posible.

Pero aunque no encontrara a ese hombre, podría tener una vida mejor que la que tenía pocos días antes, puesto que mi felicidad ya no dependía de ninguna otra persona.

—Quizás debería ofrecerles una regresión a todos —le propuse a Próspero—. El mundo sería un lugar mucho más agradable.

—También hay otros modos de encontrarse a uno mismo —contestó el hipnotizador.

—Menos estresantes —dije esbozando una sonrisa.

—Mucho menos estresantes —confirmó Próspero.

—Pero seguro que no son tan divertidos —dije sonriendo más abiertamente.

A pesar de toda la locura, no olvidaría mi emocionante escapada. Había sido la mejor época de mi vida.

De mi vida hasta entonces, para ser exactos. Porque ahora iniciaría una nueva vida maravillosa.

A través de la ventana de la caravana vi que el sol salía por encima de la carpa. Comenzaba un nuevo día y, a partir de entonces, yo iba a disfrutar de todos y cada uno de los días. Le di las gracias a Próspero, me despedí de él con un cordial abrazo y le anuncié que próximamente le enviaría a mi buen amigo Holgi. Luego me dirigí a la puerta de la caravana y la abrí. Los primeros rayos de sol me dieron en la cara y el aire frío de la mañana me acarició la nariz. Respiré hondo, el aire fresco me llenó los pulmones y sentí una alegría de vivir que nunca había sentido antes.

Y así, animada, entré en mi nueva vida.