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Lo último que le oí decir a Drake cuando mis dedos resbalaron del palo fue:

—Ya iba siendo hora.

Gracias a mi regresión, sabía mejor que nadie, incluido Einstein, que el tiempo era relativo. En ciertas situaciones puede dilatarse en el infinito. Así lo perciben los pacientes sometidos a una colonoscopia, igual que las mujeres con un mal amante o los espectadores de danza contemporánea.

Y eso era lo que yo experimentaba: mientras descendía a toda velocidad, me encontré en otra esfera de la consciencia. Gracias al tiempo dilatado, sentía la caída como un suave y agradable vuelo en planeador. Los dolores se me quitaron y la desesperación desapareció de mi mente. Ya no lloraba y casi podía disfrutar del descenso en picado. Sin embargo, me corroía la duda. ¿No debería revelarle a Shakespeare mis sentimientos?

Yo misma me pregunté: ¿tú qué quieres ser, Rosa? ¿Un hombre o un ratón que se lleva sus secretos a la tumba? De nuevo, una pregunta retórica.

—William, tengo que decirte algo… —empecé.

—¿Qué es exactamente el porno gay?

—Ya no hace falta que me hagas reír —comenté con dulzura.

—Pero uno muere mejor riendo.

—Puede, pero tengo que confesarte algo importante.

—¿Que has probado a escondidas el goce masculino? —pregunté un poco espantado.

—¡Shakespeare!

—Perdona.

No tenía tiempo para escaramuzas. Aunque los segundos se dilataran, ya habíamos recorrido la mitad del camino hacia la colisión. Tenía que decírselo. O ahora o nunca.

—¿William?

—¿Rosa?

—Yo… Yo… —me atasqué. Por lo visto, el valor se esfumaba tan deprisa como había llegado.

—¿Tú…? —pregunté, con la disparatada y reavivada esperanza de que Rosa también sintiera algo por mí.

—Yo… yo… te amo.

Me quedé mudo de felicidad.

Shakespeare no contestó. Oh, Dios mío, para colmo de colmos, idiota de mí, acababa de poner a Shakespeare en la desagradable situación de tener que darme calabazas poco antes de nuestra muerte. ¿No le había hecho ya bastante daño?

Seguro que estaba buscando las palabras adecuadas, puesto que, en aquella situación, no podía decir simplemente: «Podemos seguir siendo amigos».

Y, si lo hacía, eso era lo último que yo quería oír antes de morir.

Dijera Shakespeare lo que dijera, yo moriría con males de amor. Aunque, ¿no era mejor eso que no haberle revelado nunca mis sentimientos?

No lo sabía con exactitud.

Estábamos a pocos metros del suelo, hacia el que no quería mirar, y William continuaba sin decir nada. ¿Callaría hasta la muerte para no herir mis sentimientos?

Pensé si no debería pedirle que en vez de darme respuesta me gastara una broma; si no había más remedio, sobre el vestido de la reina; al menos luego me estamparía riendo contra el suelo. Fijo que te morías mejor entre carcajadas que con calabazas. Cuando me disponía a pedirle el favor, Shakespeare dijo con voz dulce:

—Yo también te amo, Rosa. Con todo mi corazón.

Era increíble.

Me amaba.

Y yo también lo amaba.

Fue el momento más feliz de mis dos vidas.

Continuamos planeando hacia el suelo.

Unidos.

Dos almas que se dirigían juntas hacia la muerte.

Como Romeo y Julieta.

Sí, bueno, en nuestro caso era realmente una sola alma.

Eso significaba… que yo amaba a mi alma.

Era una locura.

Una locura total.

Cuando llegué ahí, no soportaba ni pizca mi alma. Pocos días atrás, incluso odiaba con todas las de la ley ser yo. Porque yo era un cliché. Estaba convencidísima de que yo no valía nada. Y no tenía la menor idea de todo lo que había en mí.

Pero ahora conocía mi alma.

Había aprendido de lo que mi alma era capaz.

De los sentimientos que mi alma podía albergar.

De la fuerza que había en ella.

De su coraje.

De su alegría de vivir.

Y de su poesía.

Sí, ahora amaba realmente a mi alma.

Y había hecho las paces con ella.

Fue sentir todo eso y perder el conocimiento.