Drake, el maestro de los jueguecitos sádicos, quiso batirse en duelo nuevamente para celebrar mi muerte en toda regla. Nos plantamos los dos con espada en la cubierta principal. Los invitados al completo se situaron a nuestro alrededor: la reina, Walsingham, las cortesanas y los nobles, y todos se reían con sarcasmo porque el almirante mataría enseguida al traidor. Incluso el malabarista de la nariz chamuscada era capaz de volver a reír.
—Y a esa gente hemos salvado —suspiré.
—Yo también me arrepiento un poco —repliqué.
La reina se preparaba para dar la señal de inicio del duelo con su pañuelo de seda. Por el rabillo del ojo vi que un soldado se acercaba a Walsingham y le susurraba algo al oído. Luego, el jefe de los servicios secretos desapareció. Por lo visto, anteponía el trabajo a la diversión homicida.
—Sería un momento espléndido para un plan —opiné.
Mi cerebro traqueteaba en busca de uno. La huida era imposible: los soldados vigilaban la borda, de manera que no podía saltar al agua sin más. Además, eso sólo habría provocado que me dispararan con los arcabuces y, acto seguido, sería arrastrada como un cadáver por el Támesis. La reina movió el pañuelo de seda y Drake se acercó lentamente hacia mí blandiendo la espada. Tenía que luchar por mi vida. Mucho más aún: por la posibilidad de mi amor.
Saltaba a la vista que a Drake le dolían los cortes de las pantorrillas; con un poco de suerte no sería tan ágil como yo. Por otro lado, yo no tenía la más remota idea de cómo luchar con la espada. El almirante seguramente también me ganaría aunque necesitara andadores. Por lo tanto, tenía que equilibrar un poco las circunstancias. Pero ¿cómo? ¿Tal vez procurando que nos moviéramos de manera que el sol lo cegara? Miré al cielo, pero estaba demasiado nublado. En cambio, vi la cofa del vigía y en mi cabeza se fraguó un plan audaz, casi disparatado: si trepaba hasta allí, Drake me seguiría y, en el instante en que se dispusiera a abordar la cofa, lo precipitaría al vacío de una patada.
Eso sí, tendría que superar mis escrúpulos ante la perspectiva de matarlo. Porque, desgraciadamente, para que todo acabara, en ese duelo sólo podía haber un superviviente: o Drake o mi amor por Shakespeare.
Sin embargo, apenas se me había ocurrido la idea de subir a la cofa, me pregunté si yo sería más rápida trepando que Drake. Las posibilidades eran buenas: él tenía las pantorrillas heridas y yo estaba en el cuerpo de Shakespeare, no en el mío, para el que incluso un cuarto de hora de footing representaba un deporte extremo.
Justo cuando el almirante se disponía a asestarme el primer golpe, me di la vuelta, eché a correr y salté al cabo más bajo de las jarcias. Sorprendentemente, pude subir sin problemas.
Drake, desconcertado, no me siguió. No estaba seguro de qué debía hacer. Mientras yo continuaba ascendiendo a lo alto, los invitados refunfuñaban, sintiéndose engañados en la diversión. Por eso la reina gritó al cabo de un momento:
—Soldados, ¡abrid fuego!
Las mujeres en puestos dirigentes pueden ser realmente antipáticas.
Los soldados apuntaron lentamente sus armas, y Shakespeare suspiró.
—Cuando hablaba de un plan, me refería a uno bueno.
—Ahora mismo no estoy muy abierta a las críticas —repliqué con los nervios de punta.
Los soldados se disponían ya a dispararme. De nuevo no me atreví a mirar las bocas de los cañones, y cerré los ojos. Las balas pronto me dejarían hecha un colador y, si no me mataban al instante, moriría lentamente por herida de bala. Estaba convencidísima de ello. Pero, gracias a Dios, el almirante gritó:
—¡Alto! ¡Ese hombre es mío!
Los soldados bajaron las armas y Drake subió también por las cuerdas de la jarcia. Herida más, herida menos en la pantorrilla, el tipo era rapidísimo trepando. Seguro que en todos sus años a bordo de navíos había subido miles de veces volando a un mástil. Yo trepaba tan rápido como podía por la jarcia, pero el almirante pronto me daría alcance: a unos veinte metros de altura, ya sólo lo tenía a tres o cuatro metros de distancia.
Presa del pánico pensé que podría arrojarlo al vacío dándole una patada ya mismo, pero sobre las cuerdas no tenía ni por asomo la posición firme que tendría en la cofa. Por lo tanto, existía el peligro de que, al intentar arrearle una patada, Drake me cogiera la pierna y me tirara. Desde esa altura, al chocar contra la cubierta, mi cuerpo se desparramaría exageradamente.
Por desgracia, aún faltaban casi otros veinte metros hasta la cofa, y el almirante trepaba a un ritmo un cincuenta por ciento más rápido que el mío. Aunque en la escuela la mente se me quedaba en blanco con esos problemas de matemáticas, sabía por instinto que no conseguiría llegar arriba a tiempo.
—Tienes que hacer rabiar a Drake. Cuando se enfurece, se vuelve descuidado y a lo mejor la ira le hace perder pie. Ofende a su madre, eso siempre es un método eficaz.
A falta de mejores alternativas, valía la pena intentarlo.
—Vuestra madre es una promiscua —le grité.
Desgraciadamente, él respondió con cachaza:
—¡Es verdad!
—Y una pervertida.
Levanté el listón, pero eso sólo le arrancó una sonrisa cansada.
—Desgraciadamente, eso también es verdad.
¿Por qué no se alteraba Drake, si en nuestro primer duelo le había hecho rabiar algo parecido?
Aquello parecía no funcionar. Entonces me acordé de sus problemas con su madre castradora y grité:
—Vuestra madre es una castradora de hombres.
—Sólo lo intentó una vez con mi padre. Después de nacer yo —respondió bastante tranquilo.
Siguió acercándose y yo, despavorida, pensé cómo podía provocarlo. ¿Cómo iba a intensificar aquello? Lo único que se me ocurrió sobre la marcha fue algo que había oído decir a uno de mis alumnos en el patio. Así pues, grité:
—Tu madre actúa en pornos gay.
—¿Qué rediantre son los «pornos gay»? —inquirí.
No tenía tiempo para una explicación detallada, y el almirante se limitó de nuevo a sonreír.
—No podrás enfurecerme. Después de nuestro último encuentro, fui a ver a un alquimista y hablé con él de mis problemas con mi señora madre.
Oh, vaya, así que en aquella época ya había precursores de la psicología.
—Me aconsejó que confrontara a mi madre con mi ira. Y eso hice —dijo Drake sonriendo enigmáticamente—. Ahora yace emplomada en el fondo del Támesis.
Estaba claro que a la psicología todavía le quedaba un largo camino por recorrer.
El almirante se encontraba a unos diez metros de la cofa, justo en la tabla de jarcia situada debajo de mí. Me atraparía en cualquier momento. Entonces, alegrándose antes de tiempo, torció el gesto como si se hubiera sacado el título de psicópata con Hannibal Lecter.
Yo seguía con la espada en la mano. Me frenaba en la ascensión y me pregunté si no debería soltar el lastre. A ser posible, de lleno en la cara de Drake. Y yo misma me respondí la pregunta: Rosa, a veces no eres tan tonta como pareces.
Apunté con la espada justo sobre el cráneo de Drake y la solté, pero como las cuerdas oscilaban sólo le di en el hombro. No obstante, bastó para que perdiera el equilibrio y se precipitara gritando.
Estaba convencidísima de que pronto no sería más que una manchita de puré sobre la cubierta, y se apoderó de mí la mala conciencia. Pero sólo por un breve instante, ya que, por desgracia, Drake volvió a agarrarse a los pocos metros. Recuperó rápidamente el equilibrio en las cuerdas y continuó la ascensión.
—Y ahora estamos desarmados —dije exaltado.
—Si crees que tú lo harías mejor… —le espeté.
—No lo creo…
—Bien.
—… lo sé.
Aquella conversación la podría haber tenido una pareja aparcando. Ahora no me habría besado mi cuerpo, sino que lo habría estrangulado, pero no quería quitarle el trabajo a Drake. Seguí trepando a toda prisa hacia la cofa, confiando todavía en que me dispensaría una ventaja salvadora. Cuanto más subía por la jarcia, más terreno ganaba mi perseguidor.
—¡Más deprisa! ¡Más deprisa!
—Hay una cosa que me haría muy feliz —mascullé.
—¿Y qué es?
—Que estuvieras amordazado.
—¡Y a mí que tú treparas más deprisa!
Shakespeare y yo ya discutíamos como si fuéramos novios. Y, como a veces ocurre en ese tipo de riñas, si eras honesta tenías que aceptar que el otro también tenía razón de cuando en cuando.
—Lo siento —cedí—, es verdad que tengo que acelerar el ritmo.
—Yo también siento haberte gritado —repliqué con mala conciencia.
Siempre hacíamos las paces enseguida, eso era mejor que, como hacían muchas parejas, castigarse mutuamente con el desprecio hasta que a uno de los dos tenían que hacerle una biopsia de la úlcera de estómago. Nuestra manera de pelearnos era un buen presagio para una relación posterior, aunque, eso sí, no demasiado probable.
Enardecida por la reconciliación, intenté trepar más deprisa y alcancé la tabla de jarcia que estaba justo debajo de la cofa. Sólo me hacían falta unos segundos para, jadeando, auparme dentro. Desde esa posición firme, le atizaría una patada tan fuerte a Drake, que ya estaba llegando, que el almirante saldría disparado y no podría sujetarse a ningún sitio. Así pues, la posible salvación estaba muy cerca.
Lástima que Drake me agarrara la pierna justo en ese instante. Y me tirara al vacío.
Me precipité en caída libre unos cinco metros y choqué contra una de las vergas de donde colgaban las velas. El choque me hizo un daño atroz, seguramente me había roto unas cuantas costillas y apenas podía respirar. El cuerpo me resbaló del palo y, sólo gracias a mi deseo de sobrevivir, alimentado por el amor a Shakespeare, fui capaz de sujetarme con las manos en el último instante. Con los brazos estirados y los dedos aferrados a la verga, quedé balanceándome a unos veinticinco metros por encima de la cubierta.
Intenté auparme, pero estaba demasiado débil para hacer flexiones con los brazos. Así pues, continué balanceándome y ya sólo era cuestión de tiempo que me precipitara al vacío. Una cuestión de poquísimo tiempo, porque ¿cuánto tardaría en perder la fuerza en manos y brazos? ¿Un minuto? ¿Medio? O todavía menos, si teníamos en cuenta que Drake se aproximaba caminando por encima de la verga, haciendo equilibrios con una elegancia de la que sólo era capaz un marino.
Desesperada, pensé en agarrarle el pie con la mano, pero la idea era absurda. Si movía ni que fuera un poco un meñique, ya no podría sujetarme. Algo que también sabía Drake, que dijo esbozando una sonrisa maliciosa:
—Me pregunto qué pasaría si te piso los dedos.
Yo también odiaba las preguntas retóricas.