59

De pronto me percaté de que aquellos tres hombres eran los espías españoles que me habían amenazado en casa de Shakespeare por encargo de su misterioso jefe.

Las mechas permitían deducir fácilmente que en los barriles había pólvora. Estaba claro que aquellos tipos querían hacer estallar por los aires el barco del almirante. Ni idea de si se trataba de un atentado suicida o si saltarían a tiempo por la borda y dejarían la carga explosiva en la nave, pero el resultado sería el mismo.

Puesto que yo era la única que estaba en popa, nadie más había descubierto a los terroristas. Mi primera idea fue saltar al agua y alejarme a nado del barco tan deprisa como pudiera.

—Tenemos que saltar al agua y alejarnos de aquí a nado tan deprisa como podamos…

Shakespeare y yo pensábamos lo mismo también en lo tocante a ese punto. Sin embargo, todos los invitados volarían por los aires si no los avisaba. Pensé en toda la gente que moriría: la reina, Walsingham, Drake y los nobles que se reían cuando alguien se achicharraba la nariz. Y entonces me di cuenta de algo: ¡buf, ninguno de ellos era simpático ni siquiera por asomo! ¿Iba a arriesgar mi vida por aquellas personas? ¿Y a la vez la de Shakespeare? Eso sería como si alguien pusiera la vida de su amor en juego por un grupo de invitados compuesto por oligarcas rusos, banqueros y Paris Hilton. Además, moriría antes de haber podido confesarle mis sentimientos a William. Sería horrible que mi vida acabara sin haberle abierto mi corazón.

Cuando ya estaba encima de la borda, dispuesta a saltar al agua, me detuvo precisamente la idea de confesar mi amor. En caso de que Shakespeare correspondiera a mis sentimientos, ¿cómo iba a lastrar nuestro amor con la muerte de tantas personas?

Bajé de la borda y dije:

—Tenemos que avisar a los invitados.

—La probabilidad de que, en ese caso, muramos me parece demasiado grande —objeté.

—Si no lo hacemos, cargaremos con muchas muertes sobre nuestra conciencia —repliqué con determinación.

—De personas cuya humanidad deja muchísimo que desear.

Shakespeare tenía tanto miedo como yo, pero tenía que superarlo y por eso lo provoqué:

—¿Tú qué eres? ¿Hombre o ratón?

—Odio esa pregunta.

—¡Contesta, William!

—Ratón —respondí titubeando.

—Otra vez la respuesta equivocada.

—Hombre —corregí después de unos instantes de titubeo.

Y era la verdad, puesto que durante el tiempo que había compartido con Rosa había dejado de ser el ratón que había sido hasta pocos días atrás y me había transformado en hombre. En un hombre que incluso poseía el coraje de enfrentarse a su dolor.

Eché a correr hacia la cubierta principal. El almirante Drake me salió al paso; por lo visto, él también quería encontrar un poco de tranquilidad lejos de los invitados. Quise avisarlo enseguida y exclamé:

—Sir Francis…

—Te he dicho que abandonaras el barco, cerdo —gruñó con rencor.

—Ya… Pero es que hay un bote acercándose por popa… —empecé a parlotear excitada.

—Lo sé —me interrumpió.

—¡Y dentro hay espías españoles!

—Lo sé.

—¡Quieren hacer saltar el barco por los aires!

—Lo sé.

—El almirante dice «lo sé» demasiado a menudo para mi gusto —le comenté a Rosa, con una sensación desagradable.

Yo también me había dado cuenta, por eso balbuceé insegura:

—Ejem… Tenemos que advertir a la reina…

—Oh… No lo sé —dijo Drake sonriendo con malicia.

Luego me arrancó brutalmente la gorguera de un tirón y me agarró por el cuello.

—Me da la impresión de que tiene otros planes —constaté con voz temblorosa.

Drake me estrangulaba y, sin pelos en la lengua, dijo:

—Como incluso un cabeza de chorlito como tú habrá comprendido, estoy compinchado con España.

Así pues, él era el jefe de los espías. La cuestión era únicamente, ¿por qué? Drake había llevado a la victoria a la flota inglesa contra la Armada española. ¿Por qué ahora se había aliado con los enemigos de la Corona?

—A pesar de mis méritos, la reina no me ha nombrado lord protector. Pero cuando ella muera, los españoles me proclamarán algo aún superior: rey de Inglaterra —declaró con fanfarronería.

El tipo apretó con más fuerza todavía; hasta ese momento, yo no tenía ni idea de cómo podía doler la maldita nuez de los hombres.

—En estas circunstancias, supongo que comprenderás que no voy a permitir que avises a la reina —masculló Drake.

—Jrjjj —resollé de manera poco comprensible.

Apenas podía coger aire. Miré despavorida a mi alrededor para ver si alguien podía acudir en mi ayuda. Pero no había nadie cerca. En el Támesis, nadie veía que me estaban estrangulando junto a la borda; tampoco había nadie en las jarcias que pudiera mirar hacia abajo, y Essex… Essex probablemente seguía en tierra, mirando profundamente a los ojos a la condesa.

—Bueno, bardo, tendrías que haberme hecho caso y haber abandonado el barco a tiempo —dijo Drake sonriendo con malicia.

¿No bastaba con que me estrangulara que encima tenía que dárselas de listo? Estaba a punto de perder el conocimiento y no me quedaba mucho tiempo hasta que la luz de nuestra vida expirara. Pero yo no quería irme de este mundo sin haberle confesado mi amor a Shakespeare. Así pues, dije:

—Te amo, William.

Lástima que sonara como «tjemoguilam».

—Ejem… ¿Qué has dicho? —pregunté desesperado.

—Jjemoguiam —resollé más alto.

—Tienes que resollar más claro —le pedí inquieto.

—Me parto de la risa —refunfuñé, pero sonó como «mpajtoisa».

—¿Y eso qué significa? —inquirí, aún más inquieto.

De pura impotencia, habría resollado «¡jdt!».

Sin embargo, mis jadeos habían puesto bastante nervioso a Drake.

—Por el amor de Dios, me produce dolor de cabeza que una víctima se agite tanto.

Mi compasión hacia él era moderada. Cada vez me estrangulaba con más fuerza y yo me agitaba cada vez más. Sin embargo, poco antes de que perdiera totalmente el conocimiento, Drake anunció de repente y por sorpresa:

—No voy a estrangularte, bardo. Te mataré de un tiro. Será más rápido.

Drake me soltó y yo caí al suelo y boqueé en busca de aire. Oí cómo sacaba la pistola de la bandolera, y no me atreví a mirar la boca del cañón. De pronto comprendí que los delincuentes desearan una venda en los ojos en las ejecuciones sumarias. Sin embargo, lo único que yo deseaba era confesarle mis sentimientos a Shakespeare. Pero ni soñar con poder hablar, continuaba teniendo la nuez aplastada. Entonces, ¿cómo iba a hacerlo? Puesto que Shakespeare y yo mirábamos con los mismos ojos, él no podía verme si lo contemplaba enamorada o si le representaba algo en una pantomima o me comunicaba mediante el código internacional de señales.

Podría besarme el brazo, claro. Pero eso parecería ridículo de cara al almirante con intenciones asesinas y Shakespeare probablemente pensaría que mi juicio se había despedido antes de hora debido a una grave carencia de oxígeno.

Avancé cuerpo a tierra por el entablado tocándome el cuello dolorido, y Drake despotricó:

—Eso, arrástrate como un vil gusano.

Se lo estaba pasando en grande con todo el asunto. Francamente, me gustaba más cuando se las daba de listo.

—Arrástrate —se burló Drake riendo.

—Su sentido del humor deja muchísimo que desear —dije con voz temblorosa.

Mientras el almirante amartillaba la pistola, de repente me di cuenta de que a veces puede no ser mala idea arrastrarse como un vil gusano, pues había visto delante de mí la espada que Essex había tirado al suelo antes de saltar al agua en pos de la condesa. Sin dudarlo un instante, intenté cogerla.

Justo cuando el almirante iba a apretar el gatillo, le hice un corte con la hoja en la pantorrilla. Drake gritó, su mano se disparó hacia abajo por el dolor y el tiro salió despedido hacia el cielo.

El sir se llevó la mano entre aullidos a la pantorrilla, de donde la sangre salía a borbotones. Me levanté a toda prisa, no pensaba esperar a que Drake pudiera hacer blanco otra vez. Y me planté delante de él con la espada.

—Tienes que matarlo —le indiqué a Rosa, pues ésa era la única posibilidad de salvar nuestras vidas.

—Yo… Yo… no puedo —resollé de manera un poco más comprensible; la nuez parecía recuperarse.

—Tienes que hacerlo —insistí.

—¿Quieres ser un asesino? —le pregunté a Shakespeare en voz baja.

—Tienes razón —transigí.

No quería morir, pero tampoco quería vivir como un asesino, como una persona que coincide moralmente con reyes, tiranos y papas.

Drake volvió a apuntarme con la pistola, pero eso no significaba que yo estuviera indefensa. Cierto que no quería matarlo, pero no tenía ningún problema en hacerle un corte en la otra pantorrilla con la espada. El almirante aulló aún más fuerte, casi como un perro al que han dado un pisotón en la cola… con patines de hielo.

Sobresaltado por los alaridos y el disparo, Walsingham se precipitó con sus soldados hacia la popa. Antes de que pudiera exclamar «¿qué diantre ocurre aquí, bardo infame?», le señalé a los espías españoles de la barca. A la orden de Walsingham, los soldados corrieron hacia la borda. Los seguí y vimos que los terroristas ya habían llegado con la barca a la nave. Estaban a punto de encender las mechas con el fuego de las mazas. Por lo visto, se trataba realmente de terroristas suicidas (lo cual, pensándolo bien, era una profesión bien rara, pero al menos no había que preocuparse por la jubilación).

Walsingham dio de inmediato la orden de ejecutarlos, los soldados abrieron fuego con sus arcabuces y los espías murieron en un abrir y cerrar de ojos antes de poder prender los barriles de pólvora. En las películas de acción, los tiroteos siempre parecen un juego, pero si ves en directo cómo las balas abaten a alguien, es mejor no haber comido antes sopa de anguila. Shakespeare notó que me compadecía de los terroristas, y me tranquilizó de nuevo:

—Habrían muerto igualmente dentro de unos minutos. Así es que no les has quitado mucho tiempo.

Entretanto, Drake se había acercado a Walsingham.

—Ahora debéis ordenar la ejecución del cabecilla —dijo.

Iba a darle vehementemente la razón, pero Shakespeare me advirtió con acierto:

—Me temo que Drake no está hablando de sí mismo.

Presa del pánico, señalé a Drake y grité:

—¡Es él!

Walsingham me miró con ojos inexpresivos, mientras Drake decía sonriendo con malicia:

—¿A quién de nosotros dos creerán, amigo mío? ¿Al héroe de Inglaterra o a un insignificante dramaturgo inmoral?

—Oh, cuánto odio las preguntas retóricas.

—¡Drake quiere ser prorecto! —le expliqué a Walsingham, sin tener la más mínima idea de qué era eso exactamente. Sonaba a artilugio con el que un médico trata las hemorroides (y, pensándolo bien, la profesión de médico especialista en hemorroides era casi tan extraña como la de terrorista suicida).

Drake se puso un poco nervioso porque yo había expuesto su móvil, y soltó una risa forzada.

—En primer lugar, se dice «protector» y, en segundo lugar, yo no haría saltar por los aires un barco en el que se encontrara mi dulce esposa.

—¡Precisamente por eso harías saltar un barco por los aires! —me sublevé.

Walsingham se dirigió entonces a mí:

—Bardo, me habéis prestado un buen servicio con vuestro soneto…

Y sonrió feliz y satisfecho durante un instante de evocación.

—Qué te había dicho —dije, interpretando la mirada—. El vestido tenía una entrada posterior.

Yo puse los ojos en blanco. Walsingham se controló y prosiguió hablando en tono frío e impersonal:

—Sin embargo, ahora debo ordenar que os ejecuten por alta traición.

—Concededme ese placer —dijo Drake esbozando una amplia sonrisa.

Walsingham dudó un poco y luego le hizo una señal afirmativa al almirante:

—Como queráis, sir Francis.

A mí me daba igual quién iba a matarme. Incluso me había acostumbrado un poco a que fueran a por mí. Y también a pitorrearme de la muerte una y otra vez. En mi interior ardió algo parecido al optimismo: ¡seguro que en esa ocasión también lo lograba! ¡Sobreviviría y le confesaría mi amor a Shakespeare!

La idea me hizo sonreír.

No sabía que pocos minutos después me precipitarían a la muerte.