56

Hop-Sing me dejó por la tarde delante del Rose, donde precisamente estaban representando Romeo y Julieta. Sin embargo, se trataba de una primera versión no definitiva de la obra. En esa versión, además de todo el romanticismo, también se notaba un tono alegre que se oía en frases frívolas como la que Kempe acababa de gritar al público: «¡Mejor bien ahorcado que mal casado!».

Los espectadores lo jalearon. Shakespeare me explicó que pronto reescribiría Romeo y Julieta para transformarlo en un romance dramático con final triste. Se proponía que la nueva historia se alimentara de las penas que él había sufrido con Anne.

Al haber compuesto versos junto a la tumba, Shakespeare había conquistado finalmente un nuevo mundo de la escritura. Ahora que se había enfrentado a su sufrimiento, por fin podía convertirse en un gran autor.

Pero antes teníamos que ir a la fiesta de la reina y cumplir nuestra misión. Aunque no podíamos aparecer por allí apestando como apestábamos.

—Tenemos que cambiarnos de ropa. Y lavarnos —le dije.

—¿Lavarnos? ¿Significa eso que… vas a lavarme? —pregunté con cierta desazón.

—Si tienes una idea mejor… —repliqué, esperando que tuviera alguna, pues yo tampoco me moría de ganas de hacerlo.

—Podríamos cambiarnos de ropa y rociarnos con gran profusión de perfume —propuse.

—Esa idea no es mejor —opiné.

—Es verdad —admití compungido.

—¿Hay agua para lavarse en algún sitio? —inquirí. Shakespeare calló, y yo interpreté su silencio—: Eso significa que sí.

A continuación, me guió de mala gana hacia la parte posterior del teatro, donde escogimos algunas prendas elegantes (incluida una aristocrática gorguera) para después. Cogimos una pastilla de jabón y una toalla de un armario y luego salimos a la parte de atrás del teatro, donde había una gran bomba de agua y se cabía de pie debajo.

—¿O sea que ahora vas a desnudarme? —pregunté, con mucho reparo.

—Ducharse con estos trapos apestosos no tiene sentido —repliqué, me quité las botas y me desabotoné la camisa abullonada.

—¡Detente! —exclamé cuando mi torso estuvo al aire libre y Rosa se dirigía a las calzas.

—¿Tienes miedo de que te vea desnudo? —pregunté muy sorprendida.

Shakespeare calló un momento y luego reconoció tímidamente:

—Sólo había sentido tanta vergüenza como ahora con dos mujeres.

—¿Con qué mujeres?

—Primero, con mi madre, cuando empezaba a ser un jovencito que experimentaba sus primeros placeres a solas en el baño.

—¿Y quién fue la segunda mujer?

—La segunda fue Anne en nuestra primera noche juntos.

¿Me estaba comparando con su madre o con su esposa muerta? ¿Sentía algo por mí, igual que por Anne? ¿Podía permitirme pensar algo tan disparatado? No, ¡no podía! Daba igual si se avergonzaba, yo tenía que desvestirme/desvestirlo y tomar una ducha debajo del chorro de agua que salía de la bomba. A decir verdad, estaba muy intrigada por su cuerpo: ¿era tan atractivo y fibroso como suponía?

—Tenemos que lavarnos —dije con determinación, y empecé a quitarme las calzas.

—¿Rosa? —pregunté atemorizado.

—¿Sí?

—No querrás sondear por curiosidad el goce masculino, ¿verdad…?

Solté una carcajada.

—¿De qué te ríes? —inquirí—. Poseemos la misma alma y, respecto a eso, tal vez los mismos pensamientos.

—No te preocupes, William. He visto a bastantes hombres gozando y, créeme, no me gustaría tener esa pinta.

Al desvestirme descubrí que Shakespeare tenía un cuerpo esbelto y musculoso, realmente mucho más atractivo que el de los demás hombres que había visto desnudos (algunos de mis amantes tenían un tipo con el que se podría llegar a ser una estrella de la comedia). Evidentemente, no examiné la entrepierna de Shakespeare; a pesar de la curiosidad, guardé el decoro. Accioné la bomba, me puse debajo y el agua helada me salpicó con fuerza. Sorprendentemente, la sensación fue fabulosa, como una ducha después de la sauna. Cogí el jabón y me lavé a conciencia, y admito que era excitante tocar aquel cuerpo musculoso. Pero, antes de que pudiera continuar disfrutando de ello, entró Kempe y me dijo:

—Henslowe está rabioso por lo de su hija.

Salí de debajo del chorro y empecé a secarme mientras Kempe continuaba hablando.

—Está tan furioso contigo que va a echarnos del teatro. Eso es terrible.

—Eso no es en absoluto terrible —grité—. Construiremos un teatro nosotros mismos, un teatro que dirigiremos nosotros, actores y escritores. Fuera de los límites de la ciudad, donde no puedan ordenarnos nada ni propietarios de burdeles ni censores de la corte. Libres de obligaciones y de prohibiciones, representaremos las obras más grandes que jamás haya visto el mundo. El mundo entero conocerá nuestro Globe Theatre.

Shakespeare ardía de entusiasmo y seguramente le habría encantado describir de inmediato el plan a su amigo. Aunque me arrebató su entusiasmo, no le dije nada a Kempe del nuevo teatro. Teníamos que ir a la fiesta y juntar a Essex y María. Así pues, agarré la ropa para vestirme y le dije al actor gordinflón:

—Ya hablaremos en otro momento.

Kempe se quedó parado un instante y contestó:

—De acuerdo; de todos modos, pensaba ir a ver a Kunga.

Se me quedó mirando y se burló en tono amistoso:

—No comprendo qué te ve la hija de Henslowe. Tu Willy es realmente pequeñito.

Y señaló hacia mi entrepierna desnuda. Miré instintivamente y lo comprobé: ¡tenía razón!

—No es pequeño —protesté—, ¡es que siempre reacciona así con el agua fría!

Decidí no abundar en el tema y me vestí mientras Kempe se iba tronchándose de risa.

—Además, el tamaño no importa, ¿verdad, Rosa? Hasta ahora, todas las mujeres me lo han asegurado.

Sonriendo, pensé: mi querido Shakespeare, hay cosas en las que todas las mujeres mienten.

—¡Te he hecho una pregunta, Rosa!

—Tal vez los hombres tengáis problemas —dije sonriéndome, y me puse la gorguera. Era bastante incómoda. La ropa elegante no era práctica en ningún siglo.

—Las mujeres también os preocupáis sin cesar por los puntos débiles de vuestro cuerpo —repliqué indignado.

—Eso es verdad —admití, y pensé en mi barriga. Y en mi culo, demasiado grande. Y en otras partes del cuerpo en las que no quería pensar.

—Rosa… ¡acabo de darme cuenta de algo sorprendente!

—¿Qué?

—Los hombres y las mujeres somos en principio completamente iguales.

—¿Qué? —pregunté sorprendida.

—Aunque a las mujeres pueda resultaros extraordinariamente chocante… ¡los hombres también tenemos sentimientos!

—Efectivamente, eso resulta chocante —me burlé.

—Pero es verdad. Nosotros también sentimos pena, alegría, amor, ira y, sí, por lo que respecta a nuestros cuerpos, incluso tenemos en común la inseguridad. Porque todos somos seres humanos.

Sí, lo que decía era asombroso. En Stratford, con Shakespeare, había visto hasta qué punto podían ser también profundas las emociones de los hombres. Nunca antes me había figurado que los dos sexos fueran tan similares. Pero en ese momento lo comprendí: aunque en nuestra época no dejaban de parlotear sobre las diferencias entre los sexos y de ello se ocupaban estudios, películas y libros de autoayuda, era mucho más lo que nos unía que lo que nos separaba.

—El alma de las personas no es ni femenina ni masculina —proseguí.

—Eso… eso es una buena conclusión —dije sonriendo dulcemente.

—Y debo agradecértela sólo a ti —comenté.

—No me des las gracias a mí, agradéceselo a los viejos monjes shinyen —sonreí.

—No, ¡te doy las gracias a ti, Rosa! Y estoy ansioso por saber todas las cosas admirables que conoceré contigo de la vida.

La voz de Shakespeare sonó cariñosa al pronunciar esa frase y me colmó de alegría. A mí también me hacía ilusión todo lo que aún podría conocer con él. Mi vida con Shakespeare me pareció una gran aventura única de la existencia humana. Una aventura que nunca debería terminar. Fue acabar de pensarlo y constaté algo definitivamente: no tenía ganas de regresar al futuro. Quería pasar mi vida allí. En el viejo Londres turbulento, tremendamente excitante y estimulante. Con el hombre que me había dado más que ninguna otra persona: ¡William Shakespeare!