Abrí los ojos y vi que el alquimista y el chino me observaban.
—¿Shakespeare? —preguntó cauteloso el alquimista.
—¡Aún duerme! —respondí.
Dee estaba visiblemente decepcionado de que su reregresión no hubiera funcionado. Aunque yo también debería estar triste, no lo estaba. Incluso estaba un poquito contenta de que William y yo tuviéramos algo más de tiempo juntos.
En vez de relatarle al alquimista con todo lujo de detalles lo que había sucedido, me limité a comentarle lo que Próspero me había anunciado:
—No se puede engañar al destino. —Y aún añadí algo que comprendí en ese instante—: Sólo quien se enfrente a su destino será recompensado.
El chino comentó mi juicio lapidariamente:
—En nuestlo pueblo hay un loco que esclibe sentencias pol el estilo y las mete dentlo de las galletas.
Pero el alquimista entendió a qué me refería. Me pasó el brazo por los hombros y dijo:
—Eres una mujer sabia, Rosa. Aunque de momento seas un hombre.
Me sentí halagada, pero sólo me duró un breve instante, ya que Dee me preguntó:
—¿Y qué piensas hacer ahora?
Estaba claro que, para enfrentarme a mi destino, tenía que encontrar el verdadero amor. Cosa nada fácil, puesto que seguía sin un punto de partida para iniciar la búsqueda.
A no ser que mis disparatados sentimientos por Shakespeare tuvieran algo que ver con ella.
No, ¡no podía ser! Sería completamente absurdo. Dos personas en un cuerpo, eso seguro que no era el verdadero amor. No debía considerar ni por asomo semejante tontería. Sobre todo teniendo como tenía que solucionar otro problema más urgente: si antes de la noche no había hecho de alcahueta entre Essex y María, la reina ordenaría que me ejecutaran. Y el hecho de que la condesa estuviera coladita por mí o, en este caso, por Shakespeare no facilitaba precisamente la tarea.
Le pedí a Dee que me llevara a ver a María y el alquimista prometió que me acompañaría su ayudante. El chino propuso con cara de asco que antes me bañara, puesto que seguía apestando como un animal de cloaca.
—Así está bien. Cuanto más apeste, menos me querrá la condesa —repliqué sonriendo con malicia.
Arrugando la nariz, el chino me condujo al patio, a un carruaje adornado por dentro con imágenes de monjes shinyen rezando. El alquimista era en verdad un fan de aquellos pelones tibetanos, de los que yo no sabía nada hasta hacía unos días. Me pregunté si, gracias a esos tibetanos, acabaría siendo una persona más feliz o si la diñaría de mala manera en el pasado. Si ocurría lo primero, les besaría la calva con gratitud; si ocurría lo segundo, los monjes irían a parar incluso por debajo de nazis y dentistas en mi lista de favoritos.
Hop-Sing me condujo a través de un Londres matutino, iluminado por los suaves rayos de una maravillosa salida del sol. Los primeros comerciantes colocaban sus mercancías en las calles, al lado de hombres que no habían conseguido llegar a casa esa noche y roncaban tirados en el suelo. Los niños, según el caso, o bien se encaminaban a la escuela o bien robaban a los borrachos que dormían. Ver despertar el Londres isabelino, sentir cómo el pulso de la ciudad latía más deprisa segundo a segundo levantaba el ánimo. Aquel lugar me electrizaba, despertaba mis sentidos. Una parte de mí quería quedarse allí para siempre, igual que Shakespeare por un momento quiso permanecer en el futuro. Pero, claro, esa idea era del todo imposible: no podía quedarme por las buenas y para siempre en el cuerpo de Shakespeare.
¿O tal vez sí?
Cuando el sol acababa de salir en el cielo, el carruaje se detuvo delante del castillo. Se trataba de lo siguiente: tenía que persuadir a la condesa para que al atardecer acudiera a la fiesta de la reina en el barco del almirante. Allí se encontraría con Essex y yo por fin podría unirlos.
Golpeé la puerta con la aldaba de hierro forjado y al poco me abrió la condesa en persona.
—William Shakespeare, ¡has venido a verme! —exclamó radiante de alegría.
De hecho, debería haberle confesado de inmediato que no la amaba, pero el caso fue que sólo me quedé asombrada porque no me sentí inferior en presencia de la condesa. Tampoco me corroían los celos, puesto que por fin había aceptado que su alma y la de Jan estaban hechas la una para la otra. Contenta por el dominio recién adquirido, sonreí a la condesa. Ella lo interpretó mal en el acto y se echó feliz a mis brazos. Por lo visto, no se había dado cuenta de lo mal que olía. O, como bien señaló Hop-Sing: «A la señola no le lepugna nada». (Una frase que a mí también solía venirme a la cabeza cuando veía a Carla Bruni en las revistas del corazón).
Mientras le indicaba con la mano a Hop-Sing que desapareciera en el carruaje, la condesa me apretujó tanto que casi no podía respirar. Y todo porque la habían hechizado las hermosas palabras del soneto. Había que romper el hechizo:
—Nosotros dos no podemos ser pareja —expliqué, y la aparté de mí, incluso con más brusquedad de la necesaria para reforzar mi postura.
—¿Po… por qué no? —preguntó; de repente parecía tan frágil.
Me compadecí de ella y procuré herirla lo menos posible. Así pues, mentí:
—Yo… yo soy invertido.
—¿Significa eso que… que no me amas? —preguntó con voz temblorosa.
—Así es, sólo me gustan los hombres —contesté, esta vez sin mentir.
A la condesa le temblaba todo el cuerpo. Durante años había deseado romperle el corazón a Olivia, igual que ella me había roto el corazón en compañía de Jan. Pero ahora que tenía la oportunidad, me daba pena.
—Siendo así —murmuró, esforzándose por demostrar valentía—, seguiré mi plan original.
—¿Plan original? —inquirí.
—Viviré siete años en este castillo sin tratar con ningún hombre.
No podía permitírselo, la condesa tenía que ir a la fiesta de la reina en el barco del almirante y por eso me apresuré en explicarle:
—Si esta noche no aceptáis voluntariamente la invitación de la reina y os casáis con Essex, la reina os ejecutará.
—En ese caso, cambiaré mis planes —replicó la condesa tras un breve instante de contención.
—Eso está bien —dije respirando con alivio.
—Me ahogaré ahora mismo en el estanque.
—¿QUÉ?
—Pondré fin a mi triste existencia.
Antes de que yo pudiera protestar, la condesa me cerró la puerta del castillo en las narices.
La gente del pasado era mucho más vital que nosotros, pero cuando se trataba de amor, a veces eran realmente un poco extremistas. Con nosotros, en el futuro, los sentimientos de las personas solían ser superficiales (muchos hombres querían más a su iPhone que a su novia), pero en la Inglaterra de Shakespeare, para alguna que otra mujer, tal vez habría sido mejor sentir un poco menos.
Rodeé corriendo el castillo y vi que la princesa se acercaba al profundo estanque. La agarré a toda prisa y le pedí que no se ahogara. Pero, en vez de contestar, la noble dama hizo algo que también hacían las actrices de Hollywood cuando las sujetaba un hombre, al menos las actrices de las comedias más zafias: la condesa me dio una patada en las partes blandas.
Nunca me había complacido menos ser un hombre.
—¡Yeiyeiyeiyei! —grité con voz inquietantemente aguda.
La condesa se había metido en el estanque y el agua ya le llegaba a las rodillas. No cabía otra elección:
—¡Condesa, os amo! —grité con voz de pito.
María se volvió y me miró con incredulidad.
—¡Es verdad, lo juro por lo más sagrado! —me ratifiqué, ya con un timbre de voz un poco más grave.
—Si eso es cierto —me exhortó—, demuéstramelo.
—¿Demostrarlo? —pregunté sorprendida.
—Bésame.
Habría preferido otra forma de demostrarlo.
—Bésame con pasión.
La habría preferido con mucho. Pero estaba en juego una vida. Así pues, hice acopio de valor, chapoteé en el agua y la estreché en mis brazos. La condesa cerró los ojos y puso boquita de piñón, con lo que quedaba bastante ridícula. La observé dubitativa y me pregunté si yo, cuando era mujer, también tenía un aspecto tan esperpéntico antes de dar un beso.
No había besado a una mujer en toda mi vida, y tampoco había notado nunca un deseo especial de hacerlo.
Excepto una vez en octavo, en una fiesta de pijamas, donde, cuando ya iba un poco piripi y por pura curiosidad adolescente, estuve a punto de probarlo con mi compañera de clase Bille, pero luego Bille prefirió montárselo con Gitta. Eso fue un duro golpe para mi autoestima, puesto que ni los niños ni las niñas habían querido besarme en mi pubertad (por cierto, Gitta es en la actualidad una abogada felizmente casada y Bille es entrenadora de fútbol femenino).
Puesto que dudaba, la condesa acercó sus labios a los míos, lenta y cariñosamente. Yo intentaba decirme todo el tiempo: estás salvando una vida, Rosa, estás salvando una vida… y, visto así, seguro que no es una buena idea crisparse y apartarse porque te sientas incómoda.
Pero antes de que pudiera lanzarme al apasionado beso, oí decir a William:
—Normalmente me gusta ver a dos mujeres besándose… Pero ahora una de las dos damas se encuentra en mi cuerpo…
Shakespeare volvía a estar despierto, y aunque me alegraba de verdad por su presencia (en las últimas horas lo había echado mucho de menos), sus dotes para la sincronización continuaban dejando mucho que desear. En aquel momento, no me hacía ninguna falta que se entrometiera. Por eso contesté:
—¡Haz el favor de cerrar la boca!
La condesa me apartó y me preguntó indignada:
—¿Qué pretendes decirme?
Era imposible continuar fingiendo sentimientos hacia ella, sobre todo si Shakespeare iba soltando comentarios. Así pues, opté por otra táctica, una táctica psicológica más sucia:
—Condesa, he mentido, no os amo.
Me miró espantada.
—No puedo amaros —proseguí—. Pero si os ahogáis, la reina me encerrará en la Torre.
La condesa puso cara de más espanto, temía por mí.
—Y si no queréis que sufra una muerte terrible allí, venid conmigo a la fiesta en el barco del almirante Drake.
María guardó un momento de silencio y luego, valerosa, dijo:
—Iré por amor a ti.
Había resultado. Pero me sentía miserable, había manipulado sus sentimientos. Shakespeare notó que tenía mala conciencia y encontró palabras de consuelo para mí:
—Con ello le has salvado la vida, Rosa. El fin no siempre justifica los medios, por ejemplo, no lo hace cuando alguien escoge el celibato con el fin de no procrear, pero en este caso, sí.
Shakespeare me hacía sentir bien. Si hubiéramos tenido dos cuerpos, lo habría abrazado sin problemas.
—Sabes, Rosa, esta noble dama no está realmente enamorada de ti… de mí. Simplemente está muy trastornada por la muerte de su hermano.
Shakespeare también tenía razón en eso. Y yo deseé encarecidamente que María volviera a ser feliz con Essex y que él la ayudara a mitigar el dolor. Porque en el amor también se trataba de eso: de curar las heridas que te inflige la vida.