53

Salí de la iglesia antes de oír el «sí». Holgi quiso llevarme a casa, pero lo dejé plantado sin explicarle qué me pasaba. Cogí un taxi para ir al circo. Holgi era mi amigo y, como tal, lo quería, pero tenía que desprenderme de Shakespeare sola. Esperaba de todo corazón que Próspero consiguiera hacerlo regresar a su época.

Estaba claro que el taxista llevaba mucho sin ducharse y olía al viejo Londres. Para apartar la nariz de él, miré por la ventana y de nuevo tuve la sensación de que todo era distinto, mucho menos vivo con nosotros que en los tiempos de Shakespeare. Las personas del presente estábamos de demasiada mala uva para lo bien que realmente nos iba. Y yo siempre había estado de demasiada mala uva para lo bien que realmente me iba.

Cuando llegué al circo, la función ya había acabado. Próspero, que aún llevaba la capa del espectáculo, estaba delante de su caravana, pagando a una mujer a la que supuestamente habría hipnotizado aquella tarde. Justo cuando la mujer se iba, Shakespeare se despertó y yo perdí de nuevo el control de mi cuerpo. Shakespeare se sintió confuso porque ya no estaba en la iglesia, y mientras Próspero cerraba la puerta después de entrar sin habernos visto, le expliqué emocionada a mi compañero de cuerpo lo que había pasado en la boda: que él tenía razón con lo de Jan, que Jan y Olivia estaban hechos el uno para el otro y que lo había comprendido porque él, Shakespeare, me era más próximo de lo que Jan nunca me había sido. Que él me había dado mucho, que yo había descubierto la escritura gracias a él, que por primera vez había colaborado con alguien del modo en que colaboré con él en el maravilloso soneto y que me encantaría terminarlo con él de inmediato…

—¿Has dejado a Essex por mí? —interrumpí asombrado la verborrea de Rosa.

—Bueno, en primer lugar, no era Essex, sino Jan —comencé a aclarar—. En segundo lugar, no lo he abandonado, sólo lo he dejado plantado en el altar y, en tercer lugar… —entonces me di cuenta y me asusté—, es verdad que tú me gustas más que él.

—¿No irás a decirme que me amas, verdad? —pregunté, asombrado y perplejo.

Con ello, William planteó una pregunta realmente sorprendente. Y aún más sorprendente fue que yo no supiera contestarla. Hasta entonces, sólo había pensado en Shakespeare dentro de la categoría «gustar», pero si él me gustaba más que Jan, en el que hasta entonces sólo había pensado dentro de la categoría «amar», ¿qué significaba eso? En medio de mi silencio indeciso, Shakespeare aclaró secamente:

—¡No puedes amarme! Hay muchas cosas que hablan en contra: por un lado, no tenemos suficientes cuerpos. Y, por otro, un hombre como yo no puede esperar otro amor en esta vida.

Shakespeare intentó hablar en un tono decidido, pero le tembló la voz, porque en ella había mucho dolor. Por eso le pregunté:

—¿No crees que va siendo hora de que me expliques que pasó entre tú y Anne?

—¿Tengo que hablar de una vez de mis sentimientos?

Shakespeare lo dijo en un tono amargo, luego guardó silencio y se sentó en las escaleras de la caravana de Próspero. Finalmente, empezó a hablar:

—Anne estaba en el campanario. Lloraba. Desconsoladamente. Emponzoñada por el veneno de las mentiras de su primo, que le había contado que yo la había engañado. Quise impedirle que saltara y me acerqué a ella. Anne me miró y yo sentí que si en aquel momento le hubiera tendido la mano… ella la habría cogido y se habría salvado… Pero dudé un instante porque… porque…

Se encalló de nuevo. La culpa parecía oprimirlo. No quise atosigarlo con preguntas y esperé a que continuara hablando.

—… sentí que la ira se apoderaba de mí…

—¿Ira? —pregunté.

Y Shakespeare habló entonces a borbotones:

—… porque Anne no había confiado en mí, pero sí en su primo, incluso en las prostitutas con las que supuestamente me había acostado; a todos los había creído más que a mí…

Entonces bajó la voz, que de hecho era la mía:

—Y… cuando en ese instante de ira, que sólo duró un soplo, vio la furia ardiendo en mis ojos…

No hizo falta que dijera nada más. Yo misma completé en pensamientos que Anne había saltado acto seguido. Después de un breve silencio, intenté consolarlo:

—Pero seguramente habría saltado aunque no la hubieras mirado de ese modo, estaba muy trastornada.

—Es posible… —La voz me falló de nuevo.

—¿Pero?

—Pero lo último que vio en su vida… fueron mis ojos llenos de ira…

Shakespeare luchaba por no echarse a llorar. Y como no encontré ninguna palabra que pudiera aliviar sus abrumadores pensamientos, le susurré:

—Llora, tranquilo…

—Un hombre no da rienda suelta a sus lágrimas —repliqué con huero orgullo.

—En primer lugar, esa afirmación es de lo más tonta, y en segundo lugar, ahora mismo no eres un hombre, sino una mujer.

—Eso es cierto…

—O sea que no pasa nada si lloras —lo animé.

Shakespeare se lo pensó, luego asintió con un movimiento de mi cabeza y dio rienda suelta a las lágrimas. Me supo mal, lo habría abrazado con gusto. Era una sensación extraña ver llorar a tu propio cuerpo y no ser partícipe. Me di cuenta, por ejemplo, de que mi llanto sonaba como el de un bebé foca herido de bala. Shakespeare tardó un buen rato en tranquilizarse. Al secarse las lágrimas con la manga de mi vestido, constató asombrado:

—Llorar es en efecto liberador…

—Es recomendable para cualquier hombre —dije sonriendo.

—Pero, a poder ser, no cuando sus amigos estén cerca —repliqué sonriendo entre lágrimas.

—No, claro que no —contesté divertida, y entonces le expliqué que teníamos que ver al hipnotizador para que, ojalá, pudiera devolverlo al pasado con el péndulo.

—No pienso ir.

—Ejem… ¿Cómo dices? —pregunté insegura.

—Me quedo aquí.

—¿Será una broma?

No me lo podía creer.

—No es ninguna broma. Si el alma de Anne vive aquí, quiero estar con ella. ¡Y por eso voy a ponerme a buscarla!

—¿No vas a devolverme mi cuerpo?

Aquello me había cogido por sorpresa. Le tenía cariño a Shakespeare y estaba a gusto con él, probablemente incluso empezaba a sentir algo por él. Pero cederle mi cuerpo, eso era demasiado.

—Comprenderás que es una locura…

—Quien ama está aún más loco que un hombre criado en Luton-on-Hull.

—¿Luton-on-Hull?

—Un pueblo con siglos de tradición en parentescos de consanguinidad.

—Pero quedarte en mi cuerpo no es sólo una locura, también es extremadamente injusto —protesté levantando la voz.

—Sería en verdad sorprendente que la vida fuera de repente justa —objeté.

—No me refiero sólo conmigo.

—¿Pues con quién más?

—Con tus hijos. ¿De verdad vas a dejarlos solos? —pregunté con énfasis.

Shakespeare calló, al poco respiró profundamente y luego dijo con voz triste y muy digna:

—Vamos a ver al hombre del péndulo.

El hipnotizador se sorprendió muchísimo cuando Shakespeare le contó nuestro dilema. Tras un primer desconcierto, Próspero explicó que el alquimista Dee tenía razón; en casos excepcionales, podían surgir complicaciones en los viajes al pasado. Pero que eso mismo ocurriera en el viaje de regreso y que un espíritu del pasado se trasladara al futuro era un fenómeno totalmente nuevo. Eso sólo podía suceder, reprendió Próspero severamente (sabía que yo lo estaba escuchando en lo más hondo de mi cuerpo), porque yo había hecho trampa: no había descubierto qué era el «verdadero amor» y había acudido a un alquimista. El hecho de que yo me hubiera saltado las normas, me amenazó Próspero, clamaría venganza, no se podía y no se debía huir del destino. Próspero me metió mucho miedo. Shakespeare lo notó y le cortó la palabra exhortándolo a hacer oscilar el péndulo y dejarse de grandes discursos. Me gustó que Shakespeare me defendiera de nuevo. A eso podía acostumbrarme sin problemas.

Próspero replicó que antes tenía que telefonear a los monjes vía Internet (sí, los tibetanos también conocían Skype) para recabar instrucciones concretas. Habló en tibetano a través de unos auriculares con micro conectados al portátil, cerró el ordenador al cabo de un rato y nos explicó lo que había que hacer para reexpedir a Shakespeare al pasado. Antes iría a buscar el péndulo a la carpa del circo. Cuando Próspero salió de la caravana, comprendí que Shakespeare y yo nos despediríamos para siempre.

—Bueno, esto se acabó —dije, esforzándome por parecer relajada. No quería que se notara que eso me entristecía.

—Sí, esto se acabó —repetí, esforzándome por parecer calmado; no quería que se notara que eso me apenaba.

Siguió un rato de silencio en el que me entristecí aún más. Finalmente, no soporté que estuviéramos callados y dije:

—No ha estado mal el tiempo que hemos pasado juntos.

—Al contrario, yo incluso he disfrutado.

—¿No te pesa haber compartido el cuerpo conmigo una temporada? —pregunté.

—Para nada —contesté sinceramente.

Me hizo muy feliz que dijera eso.

—Bueno, hay una cosa que sí me pesa —señalé.

—¿Cuál? —pregunté. No me gustó que a Shakespeare le pesara algo.

—No haber podido sentir el goce femenino. Tal vez podríamos aprovechar el poco tiempo que nos queda para…

—¿William? —lo interrumpí con voz risueña.

—¿Sí?

—A veces eres un idiota.

—¿Significa eso que no podré probarlo? —pregunté esbozando una amplia sonrisa.

—Y a veces eres un listillo —dije riendo.

—Y a veces una listilla —repliqué sonriendo más ampliamente.

—Todos los hombres deberían pasar por la experiencia de ser mujer —dije riendo.

Shakespeare también se echó a reír. Luego, muy sentimental, dijo:

—¿Rosa…?

—¿Sí?

—Ha sido un verdadero placer discutir contigo.

—Gracias, William, lo mismo digo —contesté, no menos sentimental.

Si hubiera podido, incluso le habría dado un beso.

Próspero entró con el péndulo y, cuando lo vi en sus manos, volvió a entrarme miedo de repente: iba a perder a Shakespeare. Para siempre. Eso era casi insoportable. ¿Tal vez debería dejarlo vivir un poco más en mi cuerpo? Unos días… Por mí, hasta unas semanas. A pesar de todo, podría ser una buena época.

El hecho de que se me ocurriera algo tan disparatado era definitivamente un signo de que albergaba sentimientos por Shakespeare.

Pero ¿cuáles exactamente? ¿Lo amaba como él había supuesto?

Probablemente, ésa era la pregunta del millón de euros. Y, para contestarla, no podía echar mano del comodín de la llamada.

Próspero preparó el péndulo y, mientras yo aún dudaba de si debía pedirle que volviera a guardarlo, lo hizo oscilar delante de mis ojos. A Shakespeare y a mí se nos nubló la vista y perdimos lentamente el conocimiento.

Lo primero que oí al despertar fue:

—Mistel Dee, mistel Dee, ¡el glande animal de cloaca se está despejando!