—Si alguien se opone a esta unión, que hable ahora o calle para siempre —recitó el sacerdote de carrerilla.
Ésas eran las palabras que señalaban mi entrada en escena.
Me levanté insegura, con las piernas temblándome, la garganta seca y el corazón a mil, para decir lo que tenía que decir. Igual que tantas mujeres habían hecho antes que yo en las comedias románticas. Lástima que yo, a diferencia de esas heroínas, por culpa del temblor me di con la rodilla contra el banco de madera y lo primero que exclamé fue:
—¡Ay, mierda!
Como consecuencia, todos los invitados me miraron sorprendidos. El sacerdote puso cara de indignación, Olivia estaba desconcertada y Jan, perplejo.
—No quería decir «mierda» —me apresuré a explicarle al sacerdote—. Me he pegado un golpe en la rodilla… y no me ha dado tiempo a que se me ocurriera decir: «ay, córcholis».
El sacerdote me miró con severidad, pero Jan sonrió levemente, me perdonaba la palabrota. El sacerdote volvió a su escrito y comenzó otra vez desde el principio, los novios se dieron la vuelta hacia él y todo el mundo dedujo que yo volvería a sentarme de inmediato. Pero me quedé de pie.
—Siéntate —masculló Holgi.
No le hice caso y seguí de pie.
El sacerdote acabó la frase de nuevo con las palabras «… que calle para siempre».
—Lo de «calle para siempre» va por ti, Rosa —insistió Holgi.
Me tiró de la manga e intentó arrastrarme a mi asiento. Yo me resistí y mascullé:
—¡Suéltame!
—No pienso hacerlo.
—¡Suéltame!
—Como quieras. Todos tenemos que cometer nuestros propios errores —dijo Holgi suspirando, y me soltó de golpe. Perdí el equilibrio y caí de culo, justo encima de mi vecina de banco, la vieja perro salchicha.
—¡Joder! —exclamé de mala manera.
Todos los que estaban en la iglesia volvieron a mirarme.
Me levanté a toda prisa de encima de la señora, la señalé y dije:
—¡Ha sido ella! ¡Ha sido ella!
—¡Yo no he sido! —me desmintió la viejecita, conforme a la verdad.
—Siéntese —me ordenó el viejo sacerdote severamente.
Entonces oí que la madre de Jan decía a media voz en la iglesia:
—A poder ser, en la silla eléctrica.
Pero yo continué de pie.
—¿O tiene algo que decir? —me preguntó el sacerdote en tono de «ni se le ocurra decir nada».
La pregunta estuvo cimentada por una mirada de la novia de «ni se te ocurra decir nada» y la mirada del novio de «miedo me da que digas algo». La cuestión era: ¿tenía miedo Jan de que yo continuara fastidiando su boda o tenía miedo de sus sentimientos hacia mí?
—Rosa no tiene nada que decir —explicó Holgi por mí.
—Entonces puedo proseguir con la ceremonia —manifestó aliviado el sacerdote.
Estaba a punto de abrir la boca para contradecirlo, cuando Holgi contestó:
—Sí, sí, ya puede.
Yo no me avine y por fin solté lo que quería decir:
—Yo… tengo algo que objetar a esta boda.
—¿Tenemos que escucharlo? —preguntó Olivia echando espuma por la boca.
El sacerdote estaba confuso, era evidente que en toda su carrera nunca le había ocurrido algo semejante. Después de pensarlo un momento, decidió:
—No, no tenemos que escucharlo.
Y volvió a echar mano de su escrito. Pero yo no me dejé abatir tan deprisa; ya que había llegado tan lejos, tenía que llegar hasta el final:
—¡Un momento! —protesté—. Usted ha hecho un llamamiento para que dijéramos si teníamos algo en contra de esta unión.
—Lo decía más bien retóricamente —replicó el sacerdote no muy seguro.
—Entonces, ¿usted sólo pronuncia palabras huecas? —pregunté.
El reproche dio en el blanco, y el sacerdote se puso a darle vueltas. A Olivia le entró miedo:
—¿No… no irá a hacerle caso a esa descarada?
Me gustó que tuviera miedo, a lo mejor no estaba tan segura de que yo no pudiera recuperar a Jan. Eso me animó.
—Deje hablar a Rosa —le pidió Jan al sacerdote.
Y eso me animó todavía mucho más.
Olivia miró enfadada a Jan, pero él le sostuvo la mirada y luego se volvió hacia mí:
—¿Qué quieres objetar a este matrimonio?
Respiré hondo y fui a lo mío:
—Querido Jan, te he amado mucho tiempo y tú me has amado mucho tiempo. Sí, ya lo sé, me explicaste que ahora amas mucho más a Olivia y que los dos tenéis un amor maduro y que crees que estáis hechos el uno para el otro y etcétera, etcétera, etcétera… Cuando lo dijiste, me dolió, y no sólo porque acababan de hacerme un empaste. Iba a renunciar a nuestro amor, pero en un viaje, ahora no entraré en detalles, he descubierto que las almas que están hechas la una para la otra transitan a través de los siglos y se enamoran una y otra vez.
Jan me miraba con los ojos abiertos como platos. Holgi, en cambio, se tapaba los ojos con la mano y sólo observaba por entre medio de los dedos.
—Nuestras almas, la tuya y la mía, intentan estar siempre cerca y creo que lo hacen porque están predestinadas…
Miré a Jan a la cara y no me pareció que, con mis palabras, hubiera cobrado fuerza en él la sensación de que estábamos predestinados.
—Y ahora que te miro a la cara compruebo que esas palabras no provocan nada en ti…
Jan se encogió de hombros, disculpándose.
—… si nuestras almas estuvieran realmente hechas la una para la otra no te limitarías a encogerte de hombros…
Se encogió de hombros otra vez.
—… te agradecería que dejaras de…
Se encogió de hombros una vez más.
—Aunque, pensándolo bien, si tú y yo estuviéramos realmente hechos el uno para el otro, no te encogerías de hombros y, además, alguna vez me habrías defendido de tu horrible madre y, a lo largo los años, algún día le habrías tapado esos morros de zódiac que tiene.
Oí que su madre boqueaba en busca de aire.
—… haría tiempo que tendríamos hijos y no me habrías dejado sólo porque una vez besé a otro hombre. Eso habría sido insignificante para alguien que realmente te ama durante siglos o incluso milenios.
Jan tenía los ojos clavados en sus zapatos.
—Y, ahora que te miras los zapatos, también comprendo que, en realidad, para ti sólo fue una buena ocasión para dejarme y marcharte con Olivia.
Jan clavó los ojos más insistentemente en sus zapatos.
—Pero no hace falta que sigas contemplando tus zapatos, porque probablemente no habría besado al profesor de gimnasia si tu alma y la mía hubieran estado realmente predestinadas. Shakespeare nunca besó a nadie más mientras estuvo con Anne…
—¿Shakespeare? —Jan levantó la vista de sus zapatos.
—… Shakespeare no engañó a Anne, ¡no, no lo hizo! —proclamé bien alto—. Y eso que lo tentaron un montón de veces.
Entonces, como muy tarde, fue el momento en que la mayoría de los que estaban en la iglesia se preguntaron si me había escapado de un manicomio. Y si llevaba armas conmigo.
—… además, al profesor de gimnasia lo besé porque me sentía muy sola.
—Tú…, ¿te sentías sola? ¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Jan, confuso.
—Porque no lo he comprendido hasta que no he dejado de sentirme sola.
—¿Y con quién no te sientes sola…? —inquirió entonces Jan.
—Con alguien que me saca de mis casillas, pero también me apoya y me defiende. Y que me ha enseñado que puedo hacer mucho más que aburrir a los niños en una escuela, que sirvo para escribir. Él y yo formamos un buen equipo…
—¿Un equipo? ¿Significa eso que sois pareja? —preguntó Jan con curiosidad, sin demasiados celos.
—Pareja… —Se me escapó una risita nerviosa—. No, no lo somos, y además es imposible. —Mi risita fue a más.
—¿Por qué es imposible? —preguntó Jan.
—Es que no tenemos dos cuerpos.
—¿QUE NO TENÉIS QUÉ?
—Al menos, no al mismo tiempo.
—¿No… al mismo tiempo? —Jan me miraba como si creyera que sería una gran idea prepararme una buena taza de tila.
—Olvídalo —repliqué—, en cualquier caso, ¡gracias a ese hombre ya no soy un cliché! ¡O sea que tengo que dejar de comportarme como tal y dejar que os caséis de una vez!
Mis palabras resonaron en la nave de la iglesia sin que nadie reaccionara. Pasaron unos segundos de silencio larguísimos hasta que el sacerdote se atrevió a preguntar:
—Ejem, ¿significa eso que puedo proseguir con la boda?
—Sí —contesté, y anuncié a los perplejos parroquianos—: Las almas de estos novios están hechas la una para la otra.
Y así fracasó estrepitosamente el regreso a lo grande del cliché.