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Delante de la iglesia, situada en el barrio más elegante de Düsseldorf, Holgi aparcó en zona prohibida, se arregló el traje rosa y bajó del coche. Shakespeare lo siguió con mi cuerpo y observó con interés a los invitados a la boda.

Vimos a un montón de amigos ricos de Jan y Olivia, luciendo trajes elegantes y vestidos de noche caros. Por primera vez en mi vida, esa gente elegante no me intimidó, puesto que había aprendido de forma muy gráfica que los aristócratas también eran humanos: había visto a la reina Isabel en el retrete.

Shakespeare observaba en silencio a la multitud, buscando algo con la mirada. Examinaba a una mujer tras otra, aunque no se fijaba en sus cuerpos, sino en sus caras.

Ninguna sonreía como Anne. Ni siquiera por asomo. Aquellas mujeres no poseían la bondad de su corazón. Y examinaban con desconfianza a las otras hembras: ¿Había alguna más guapa que ella? ¿Iba mejor vestida? Las mujeres también me escrutaban a mí y, a juzgar por sus miradas, se consideraban mejores que Rosa. Entonces lo comprendí de golpe: todo el mundo me veía como a una mujer y si yo era una mujer… ¡seguro que en esa época Anne estaba en el cuerpo de un hombre!

A partir de ese momento me dediqué a observar a los hombres. Llevaban calzones largos y anchos en vez de calzas, lo cual, bien pensado, era un grato avance en cuanto a estética.

La mayoría de aquellos hombres no sonreía, de modo que intenté animarlos con mi propia sonrisa.

En un primer momento pensé espantada: ¿William pretende ligar con hombres para sentir el goce femenino? Pero luego recordé que conocía bien a Shakespeare: era un alma herida. Y seguro que estaba buscando a Anne. Lástima que la buscara en Björn sonriéndole. Björn era un amigo soltero de Jan que creía ser un tipo que gustaba a las mujeres. Una opinión que nadie compartía.

Animado por mi sonrisa, se me acercó un hombre fornido. Me sonreía ampliamente. Por desgracia, su sonrisa no recordaba en nada a Anne.

—Los dos estamos en la mesa de los solteros —dijo el hombre, sin que yo tuviera ni idea de qué me estaba hablando. Y luego añadió—: Y si tienes suerte, pasarás la noche en mi cama de soltero.

Si hubiera tenido el control de mi cuerpo, habría vomitado encima de los zapatos de Björn.

El hombre acarició el prominente trasero de Rosa, y yo me quedé totalmente perplejo ante su insolencia: ¿No era costumbre en aquella época requebrar a las mujeres con palabras prominentes? ¿Recitarles poemas de amor, extasiarlas con cumplidos o susurrarles tiernamente al oído? ¿Aunque sólo se quisiera compartir cama con la dama una noche?

El acto de la conquista era al menos tan excitante como el acto carnal en sí. Y, por lo general, duraba más. O sea que sacabas más provecho de todo. Pero, si la gente de aquella época no sabía saborear la conquista, ¿de qué podían disfrutar?

Björn apartó la mano de mi trasero. Agradecí realmente no haber podido notar cómo me tocaba. Antes de que pudiera avisar a Shakespeare de que no sonriera a todos los hombres que se sentaran en la mesa de los solteros, la madre de Jan vino hacia nosotros. Saltaba a la vista que se había hecho un repaso general en una clínica de belleza: el moreno de la piel era artificial, la frente una zona contaminada por el bótox y los labios tenían demasiado relleno. Antes de que pudiera explicarle a Shakespeare, que estaba aturdido, quién era aquella mujer, la madre de Jan se plantó delante de mí. Estaba increíblemente contenta de que yo no fuera su nuera y murmuró:

—Rosa, querida, ¿cómo está tu madre? ¿Aún tiene hongos en la vagina?

—Señora mía, su vocabulario es tan basto como su aspecto —repliqué fríamente.

Aunque estaba enfadadísimo con Rosa, no me gustaba que nadie la ofendiera. Y menos aún semejante arpía. Por eso le pregunté:

—¿De dónde han salido esos labios? Parecen de una ballena azul.

La vieja bruja cogió aire y luego contestó indignada:

—Rosa, algún día sabrás lo que significa envejecer. Entonces ya no te burlarás de mí. Y teniendo en cuenta lo estropeada que estás, eso será muy pronto.

—Por su aspecto, madam —objeté—, diría que tiene tantos años que seguramente conoce los tiempos bíblicos por experiencia propia.

Los labios de la vieja comenzaron a temblar, y yo proseguí:

—No creo equivocarme si digo que sobrevivió al Diluvio Universal nadando junto al arca.

Entonces sus labios se hincharon de verdad, y yo rematé el escarnio:

—Y cuando Dios creó al hombre el sexto día, ya hacía tiempo que usted estaba en el mundo.

La boca de la madre de Jan pareció entonces la de una ballena azul nadando en medio del plancton. Nunca nadie le había hablado así. A mí me habría encantado hacerlo, pero nunca me había atrevido. Ni siquiera Jan le había plantado cara nunca. No permitía que nadie dijera nada malo de ella. Me gustó muchísimo que Shakespeare defendiera mi honor.

Antes de que la madre de Jan pudiera replicar nada, nos pidieron que entráramos en la iglesia: iba a dar comienzo la ceremonia. Vi de lejos a Jan, que estaba elegantísimo y de infarto con un esmoquin que le quedaba perfecto. Igual que Olivia, que iba del brazo de su padre y llevaba un vestido de novia fantástico, ceñido y largo hasta los pies, que realzaba y favorecía su cuerpo intachable. Shakespeare la miró fascinado. Rabiando, le dije entre dientes:

—¡Decídete de una vez! ¡O te lamentas por Anne o quieres a esa tontaina!

Con ese comentario, Rosa me tocó en el corazón: no debía entusiasmarme con la condesa, tampoco tenía que intentar conquistarla para que me financiara un teatro en caso de que algún día regresara a mi época. Tales ideas calculadoras, únicamente había podido permitírmelas porque estaba seguro de que mi gran amor había muerto.

Shakespeare entró en silencio con mi cuerpo en la iglesia, realmente quería demostrarme que Jan no estaba hecho para mí. O quería buscar a Anne allí dentro. Probablemente, ambas cosas. Se sentó con Holgi en uno de los bancos de atrás, al lado de una viejecita que tenía cierto parecido con un perro salchicha con malas pulgas.

A Shakespeare le molestó que la Iglesia siguiera desempeñando un papel importante en la vida de las personas. Sin embargo, cuando le expliqué que estaba equivocado y que la Iglesia no tenía ni de lejos el poder sobre la suerte de un Estado que había tenido en la vieja Inglaterra, se alegró: nuestro mundo probablemente no era tan triste como permitían suponer las personas de mirada taciturna y aquellos extraños «deportistas que practican la marcha nórdica».

Comprendí que, para Shakespeare, las nuevas sensaciones debían de ser mucho más estresantes y apabullantes de lo que fueron para mí en su época, puesto que yo poseía algunos conocimientos rudimentarios sobre el pasado cuando fui a parar allí, pero él no sabía nada del futuro.

Mientras el muermo del sacerdote pronunciaba un sermón larguísimo y soporífero, en el que explicaba que el matrimonio estaba expuesto a un gran número de duras pruebas (enfermedad, celos, las reformas en el hogar), a Shakespeare empezó a entrarle sueño, más aún que al resto de los invitados. Finalmente se durmió y yo recuperé por fin el control de mi cuerpo y la oportunidad de reconquistar a mi gran amor.

Sí, ¡el cliché celebraba su regreso a lo grande!