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Después de que yo pronunciara esas palabras, Rosa guardó silencio, perpleja. Volví a la sala de estar con su amigo. Por el efecto que causaba verlo, aquel hombre me recordaba a Kempe. Por lo visto, deduje, las almas amigas también caminaban juntas a través de los siglos. Era todo un consuelo. ¿Sería Dios el responsable? ¿O la naturaleza había dotado a nuestras almas de una energía vital que duraba eternamente?

Sí, eso parecía convincente. Siempre me había resultado más fácil creer en las fuerzas de la naturaleza que en un dios. Entre el cielo y la tierra había más de lo que nuestra erudición soñaba, eso ya lo dijo mi amigo Kempe cuando me enseñó aquel libro de tierras lejanas llamado Kamasutra.

Mientras se hacía evidente que Rosa había decidido guardar silencio ofendida después de nuestra discusión, el gordinflón me sacó de casa. Holgi, como se llamaba la reencarnación gordinflona de Kempe, me hizo subir a uno de aquellos curiosos vehículos, al que él mismo denominó curiosamente «dos caballos», aunque no se viera equino alguno por ningún lado.

Holgi (por cierto, ¿qué nombre era ése?) metió una llave en una cerradura y el vehículo se puso en marcha al instante, como por arte de magia, y corrió a una velocidad increíble por aquellas extrañas calles. Sin embargo, aún más chocante que todos aquellos vehículos era el hecho de que en ellos hubiera tantas personas de avanzada edad. ¿Cuántos años tendrían? ¿Sesenta…? ¿Cien…? ¿Doscientos? Y si la gente podía llegar a ser tan vieja, ¿por qué la mayoría, incluso los jóvenes, parecían mucho más infelices que la gente de mi Londres? ¿No sabían que la vida les estaba obsequiando años con suma generosidad? ¿Por qué no se mostraban agradecidos por ello?

Todos aquellos vehículos y aparatos mágicos ¿les aceleraban tanto la vida que no eran capaces de percibir su felicidad? Si yo viviera en su lugar, ¿le hablaría también a una cajita, embargado por la tristeza?

En contraste con los rostros taciturnos, había imágenes descomunales colgadas en casi todas las esquinas, en las que aparecían chicas escasas de ropa desperezándose. Daba la impresión de que recomendaban mercancías. Mercancías cuya finalidad se me escapaba. Le pregunté a Holgi discretamente por ello, y él respondió crípticamente:

—La de Bacardi, la tengo clara. La de la crema bronceadora, también. Pero la de los clubes de fitness es realmente absurda.

Al ver en una de las imágenes a una dama especialmente escasa de ropa, su anatomía me pareció muy poco natural (ninguna mujer podía tener el vientre tan liso y a la vez unos pechos tan voluminosos). Y aún menos natural era su sonrisa, como si no le saliera del corazón. Pensé inevitablemente en Anne, que siempre tuvo una sonrisa cálida y afectuosa. Y recordé lo que Rosa había afirmado en su casa: al parecer, las almas predestinadas se atraían siempre. ¡Eso significaba que una de las personas infelices y atosigadas que vivían allí era Anne!

¿La hallaría? Aunque se encontrara en un nuevo cuerpo, yo reconocería sin falta su dulce sonrisa. Si la hallaba, le imploraría perdón. Y si me perdonaba, entonces… entonces creería a buen seguro en Dios.