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¡Ay, madre! ¡Debido a la excitación había olvidado por completo la boda! Holgi había venido a recogerme. Ya estaba en el pasillo, puesto que tenía llaves de casa.

¿Qué iba a hacer? ¿Me las apañaría para que Shakespeare se durmiera, para ir a ver a Próspero, enviar a Shakespeare de vuelta al pasado y luego llegar a tiempo a la boda para sabotearla? Eso era más o menos igual de realista que un sistema económico mundial estable.

¿Y si primero saboteaba la boda y luego iba a ver a Próspero? Tal vez no sería muy justo para Shakespeare, aunque sí al menos un poco más realista. Pero, con ese plan, también tenía que dormirse antes.

—¿Rosa? —dijo Holgi al entrar en la sala.

Llevaba un traje rosa con chaleco lila. Shakespeare volvió a animarse un poco ante aquella visión, irguió mi cuerpo y soltó un comentario espontáneo sobre el look de Holgi:

—Señor mío, ante tal estampa cegadora cualquiera confunde los colores.

Holgi se quedó visiblemente perplejo, un lenguaje tan rebuscado no era propio de mí.

—Tú estás imponente. El vestido te realza el trasero —dijo con cautela.

—¿Ah, sí? —pregunté con curiosidad.

Shakespeare intentó echar un vistazo a mi trasero. Cogió el espejo de maquillaje que estaba sobre la mesa de la sala, miró con él mi trasero y lo confirmó con aprobación:

—Cierto… unas curvas bien formadas…

Volví a sentirme halagada. En lo referente a cuerpos femeninos, Shakespeare tenía un montón de referencias.

—Me gustaría ver este trasero desnudo.

—¡Ni se te ocurra! —exclamé.

—Me gustaría saber si tiene rugosidades.

A Holgi, que a mí no podía oírme, le preocupó esa extraña conducta.

—Dime, Rosa, ¿has vuelto a beber por lo de la boda?

—¿Qué boda? —pregunté extrañado.

—¿Cuál va a ser? —replicó Holgi, que sacó la invitación del bolsillo de la americana y se la plantificó a Shakespeare en las narices. Y en la tarjeta se veía a Jan y a Olivia.

Lo que vi en aquella imagen era increíble: la maravillosa condesa y el belicoso conde. Iban peinados de otra manera y llevaban ropas extravagantes, pero los rostros… no cabía duda… los rostros eran los mismos.

—¿Los dos… se… se casan en el futuro…? —pregunté con voz temblorosa.

—Sí, y en un futuro muy próximo. Tenemos que darnos prisa si queremos llegar puntuales —contestó el hombre del traje rosa.

William no contestó a Holgi, estaba aturdido, desbordado por la lluvia de estímulos y novedades que le estaba cayendo encima. Por eso le pedí:

—Luego te lo explico todo, pero antes echa discretamente a mi amigo.

Shakespeare pensó un momento cómo podría echar con buenas palabras y el máximo tacto posible a Holgi y luego le pidió:

—Sal de la habitación, por favor. Tengo que hacer aguas menores.

—¿Aquí? ¿No vas a ir al baño? Dime, Rosa, ¿qué te pasa? —Holgi estaba cada vez más preocupado.

—Ah, sí… —Carraspeé—. El baño… una excelente idea.

William buscó con la mirada, descubrió una puerta, se acercó a ella tambaleándose sobre los zapatos de tacón y la abrió.

—Eso es el trastero —comentó Holgi.

Shakespeare esbozó una sonrisa algo forzada, volvió a buscar con la mirada, encontró por fin la puerta, la cruzó, la cerró y se encontró en un cuarto de baño que, aunque el alicatado era de los años setenta, para él tenía un aspecto totalmente futurista.

—Supongo que ese chisme de ahí es el excusado.

—No, eso es el bidé.

—¿Qué es un bidé?

—Un invento casi tan bueno como los calzoncillos —contesté, y le expliqué brevemente por qué a las mujeres les gustaba tanto.

—No pretendía saberlo con tanto detalle —contesté después de la explicación de Rosa, y conjeturé—: Entonces, el excusado será la jofaina de cerámica que hay al lado.

—Sí… Pero ¿no me digas que tienes que usarlo? —pregunté; era muy extraño no saber si tenía ganas de ir o no.

—Pues sí, ¡tengo la vejiga llena!

—¡Mierda de té! —maldije. Ojalá no me hubiera bebido toda la taza. Intenté tranquilizarme y le dije con determinación—: William, hay tres reglas que tendrás que cumplir a rajatabla.

—¿Cuáles?

—Primera: no me mirarás. Segunda: ¡tienes que sentarte!

—¿Sentarme? Qué forma más rara de orinar.

—Desgraciadamente, eso mismo opinan muchos hombres de nuestra época —dije con un suspiro.

—¿Son nobles?

—Nosotras los llamamos de otra manera.

—¿Cómo?

—Idiotas.

—Nosotros también llamamos así a muchos nobles… ¿Y en qué consiste la tercera?

—Tendrás que tirar de la cadena.

—Será un placer, sea lo que sea «tirar de la cadena».

Pocos y desagradables minutos después, Shakespeare se levantó del váter, me puso bien la ropa y constató suspirando:

—Ésta ha sido probablemente la experiencia más extraña de toda mi vida.

—¿No me digas? —repliqué.

—No te digo. Al contrario, me encantaría correr un tupido velo sobre este asunto.

—Yo también lo correré.

—Me alegra saberlo —dije sonriendo.

Entonces le expliqué en qué consistía exactamente «tirar de la cadena». Lo hizo y, mientras el agua caía, admiró los agradables progresos de la humanidad en cuestiones de técnica sanitaria. Luego sacó el tema de la boda y le conté lo de las almas que siempre renacen. Que algunas vuelven al mundo en cuerpos siempre iguales, como Essex y María, y otras lo hacen en el cuerpo de alguien del otro sexo, como era el caso de nuestras almas. Y que todas se reencontraban siempre. Shakespeare calló. Mucho rato. Finalmente, me preguntó con aspereza:

—¿No creerás que Essex y tú estáis predestinados?

—Ejem… Bueno, eso espero —contesté, sorprendida de que hubiera reaccionado tan secamente.

—Pero Essex no puede ser el alma que te está predestinada.

—¿Y por qué no? —pregunté, y tuve miedo de la respuesta.

—Porque entonces Anne no podría ser el alma predestinada para mí.

—Ejem… ¿Cómo dices?

Así, de entrada, no lo entendí.

—Anne y yo estábamos predestinados. Yo siempre la amé. Siempre a ella y a nadie más. Si es cierto lo que has dicho sobre la inmortalidad de las almas, la suya también se encuentra en algún sitio de esta época. Y sea de quien sea el cuerpo que ahora habita, esa persona está predestinada para ti.

Si hubiera tenido boca, me habría quedado boquiabierta.