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Shakespeare se quedó triste y callado durante un buen rato, y mi cuerpo se fue derrumbando en el sofá. Igual que en el pasado, la situación en el presente era también mucho más complicada para él que para mí. También por eso tenía que ocuparme a toda prisa de que volviera a su época, y eso sólo lo conseguiría con la ayuda de Próspero. Pero ¿cómo llegaríamos hasta el hipnotizador? Siendo un hombre del pasado, seguro que Shakespeare acababa arrollado por un coche en los primeros metros del camino.

Así pues, tenía que dormirse para que yo pudiera volver a controlar mi cuerpo. Pero ¿cómo me lo montaba para conseguirlo? En el estado de ánimo en que se encontraba, no podía ponerme a cantar «duerme, niñito, duerme» y a mofarme con él de pastores zoofílicos hasta que se durmiera. Además, podía despertar en cualquier momento, como ya había comprobado yo dolorosamente en el pasado. ¿Qué ocurriría si, estando al volante de mi coche, Shakespeare se despertaba y volvía a controlar mi cuerpo? En mi mente se mezclaron imágenes de maniquíes de pruebas de choque, coches que explotaban y médicos de urgencias que me consideraban demasiado joven para morir.

No tenía elección: si los dos queríamos sobrevivir, tenía que poner en forma a Shakespeare para el presente. Pero ¿cómo lo haría? Si lo preparaba para el mundo actual a través de la programación de tarde de la tele, pensaría que había ido a parar a un manicomio.

¿Le enseñaba vídeos en Internet? Claro que ya me imaginaba qué preguntas me plantearía: «¿qué es Internet?», «¿cómo funciona?» o «¿qué es un servidor?». Y, aunque yo navegaba a diario por la red, no tenía ni idea de cómo contestar a esas preguntas. Ni siquiera era capaz de conectar el módem sin que me diera un ataque de nervios. Por lo tanto, decidí llevar a Shakespeare hacia la ventana, y punto. Tenía que ver el nuevo mundo con sus propios ojos.

Todos mis pensamientos se concentraban en mis hijos, por eso al principio ignoré la petición de Rosa de que me levantara y me acercara a la ventana. Sólo después de que insistiera explicándome que era de vital importancia, me puse en pie, di unos pasos, corrí la cortina y vi ante mí un mundo realmente exótico: en la calle, a muchos metros por debajo de mí, pasaban zumbando a una velocidad increíble unos proyectiles que recordaban vagamente un carruaje. Rosa me explicó que a esos proyectiles los llamaban automóviles y que ponerse en su camino era muy mala idea. Me señaló muchas más cosas vertiginosas con las que había que tener cuidado: un vehículo alargado llamado «tranvía», unas luces desconcertantes llamadas «semáforos en rojo» y las criaturas más peligrosas de todas, los «bicimensajeros».

Las impresiones me sobrecogieron y me hicieron olvidar la tristeza. Siguiendo las instrucciones de Rosa, abrí la ventana para descubrir cómo olía el futuro. Y no olía, ¡apestaba! Y había mucho polvo. Rosa llamó al pestazo «humo de los tubos de escape» y cuanto más lo respiraba, más deseaba regresar a las calles de Londres impregnadas de orina. El hedor de aquel humo aturdía igual que otras muchas cosas en aquel nuevo mundo: ¿Qué eran aquellos pájaros de hierro en el cielo? ¿Qué eran aquellas cajitas que la gente sostenía a la altura de la oreja y con las que hablaban? Casi todo el mundo hablaba consigo mismo, igual que Hamlet con la calavera. ¿Se sentían tan solos y melancólicos como yo me imaginaba al príncipe de Dinamarca?

¿Y qué absurdos personajes eran esos que, contestando a mi pregunta, Rosa denominó «deportistas que practican la marcha nórdica»?

Una cosa era segura: si algún día regresaba a mi época, no podría explicarle a nadie mis impresiones sin que me encerraran en una casa de locos. Tampoco podría utilizarlas en mis piezas teatrales: no podía hacer que Hamlet hablara en el escenario con una de aquellas cajitas. No podía hacer que los ejércitos de Macbeth marcharan a la batalla en uno de aquellos curiosos tranvías. Y el público del Rose se las compondría muchísimo menos con bicimensajeros que con brujas y espíritus. Mientras meditaba sobre ello, oí de repente una voz a mi espalda:

—¡Rosa, tenemos que ir a la boda!