Lo primero que noté al despertar fue que no tenía los pies en firme. Bajé la vista y reparé en que llevaba puestos unos zapatos de tacón alto y fino. Y en que tenía el cuerpo cubierto con una especie de vestido. Desconcertante. ¿Quién me había ataviado de tan grotesca manera? ¿Había sido el alquimista? Pero ¿por qué iba a hacerlo? ¿Me encontraba todavía en su casa?
Eché un vistazo a mi alrededor: no estaba en casa de Dee, sino en una casa en el extranjero. En una pared había un cuadro peculiar. En él, un hombre desnudo, que a juzgar por la inscripción respondía al nombre de Davidoff, se revolcaba en las olas azules de un mar esplendoroso. ¿Quién colgaba en la pared un cuadro tan atrevido?
Quise continuar examinando el entorno, pero me torcí el pie con sólo dar un paso y caí de bruces sobre el suelo de madera.
—Maldita sea, ¿quién ha inventado estos maléficos zapatos? —exclamé en voz alta.
Al oír mi exclamación, no tuve más remedio que darme cuenta, espantado, de una cosa: mi voz no era la mía. Sonaba aguda, realmente… ¿femenina?
Confuso, levanté medio cuerpo para quitarme los zapatos, aquellos chismes del diablo que, cabía suponer, eran una obra chapucera de los verdugos de la Torre de Londres. ¿Tal vez me encontraba en la prisión con peor fama de la historia de la humanidad? ¿Me había hecho apresar Walsingham? ¿Era aquello una sala de tortura especialmente funesta?
Me quité los zapatos y descubrí que tenía los pies metidos en unas calzas negras y finas que ni de lejos podían calentar como las que yo acostumbraba a ponerme. Y, sobre todo, noté que aquellos pies no eran los míos. Yo no los tenía tan pequeños y, sobre todo, yo no llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo, excepto cuando había pasado una noche de borrachera con mis amigos invertidos.
Me invadió un pánico cerval. Me llevé la mano al corazón, que me latía con fuerza, y me di cuenta de que en la parte del pecho presentaba una extraña protuberancia. Para ser exactos, eran dos protuberancias.
Resumí los hechos mentalmente: llevaba un vestido, las uñas de los pies rojas y tenía dos protuberancias en el pecho. Conté, uno más uno más dos, y llegué al resultado de: «¡Virgen santa!».
Intenté tranquilizarme con todas mis fuerzas, seguro que me había equivocado al echar las cuentas. Me palpé detenidamente el tórax y, puesto que yo era un experto en cuestión de féminas, el análisis arrojó un resultado indiscutible: tenía pechos. Colgaban un poco, pero eso no era esencial en aquel momento. Lo decisivo era únicamente la conclusión siguiente: «¡¡¡Dios mío, tengo pechos!!!».
Lo primero que dije suspirando al volver a despertar fue:
—Shakespeare, ¿podrías dejar de meterme mano?
Entonces me di cuenta de que no era dueña de mi cuerpo. Algo había vuelto a salir mal, esta vez con la hipnosis del alquimista. Los malditos monjes shinyen deberían optimizar cuanto antes el tema del péndulo y las regresiones.
—¿Eres… eres tú, Rosa?
—No, soy Frank Walter Steinmeier —respondí mosqueada.
—¿Frank Walter Steinmeier?
—¡Pues claro que soy Rosa! —contesté.
¿Yo había sido tan dura de mollera cuando había ido a parar a su cuerpo?
—¿Yo… yo… estoy en tu cuerpo…?
—Sí, así es —confirmé.
Era horrible actuar sólo como una voz dentro de tu propio cuerpo, sin poder tocar ni notar nada. Me sentía impotente a rabiar y eso me dolió tanto que ni siquiera fui capaz de pensar que Shakespeare también tenía que haberse sentido así en el pasado.
—¿Tienes un espejo?
William parecía de pronto lleno de curiosidad; saltaba a la vista que no acababa de comprender la gravedad de la situación, aunque, bueno, también se trataba de un asunto de unas dimensiones que no se podían definir a las primeras de cambio. Shakespeare se levantó, dejó mis zapatos de tacón, y yo lo conduje al espejo de Ikea que tenía al final del pasillo. Los dos contemplamos en el espejo mi cuerpo, que gracias al maquillaje y a la ropa estaba bastante perfecto, dentro de mis posibilidades. Puesto que yo no tenía el control de mi cuerpo, tuve que ver cómo Shakespeare me miraba: de arriba abajo. Fue como observar algo a través de una cámara que otro sostiene en su mano.
Ante la imagen de Rosa, mi miedo cedió paso al desconcierto. Por un lado, su aspecto era como habría podido imaginarme: parecía inteligente y en el contorno de sus ojos podías reconocer que tenía un sentido del humor pícaro, incluso audaz. Por otro lado, me llevé una sorpresa enorme: su rostro la hacía parecer vulnerable, casi un poco tímida. En absoluto como la mujer enérgica por la que yo la había tomado. Luego observé el cuerpo y me sentí tan desbordado por todos sus encantos que sólo pude hacer una observación sobre su físico.
—¿Rosa…?
—¿Sí? —pregunté, ansiosa por saber qué diría después de observarme.
—Te cuelgan un poco los pechos.
—¡Vaya, muchas gracias! —repliqué—. ¡Me pregunto cómo he podido echarte de menos!
—¿Me has echado de menos? —pregunté sorprendido y halagado.
—Sí…, así es —admití, y la ira desapareció lentamente de mi voz.
—Lo comprendo.
—Qué poco vanidoso por tu parte —me burlé.
—Efectivamente, lo decía sin vanidad —repliqué—, porque yo también me alegro mucho de estar contigo.
Sentía en verdad un gran alivio porque el espíritu de Rosa no hubiera sido aniquilado. No podría continuar viviendo con la culpa de ser el responsable de su muerte. Junto con la culpa que ya arrastraba por Anne, probablemente me habría hundido con tan pesada carga sobre mi conciencia.
Me sentí halagadísima. Si mi cuerpo aún hubiera sido mío, fijo que me habría sonrojado.
—Me encantaría darte un abrazo.
—Lástima que no pueda ser. Pero a mí me gustaría hacer otra cosa.
—¿Qué? —pregunté con curiosidad.
—Quitarme la ropa para examinar mejor tu cuerpo…
—¡¿Qué?!
—Y sentirlo.
—¡¿Sentirlo?!
—Siempre he tenido curiosidad por saber cómo se siente el goce femenino…
—Si lo intentas, eres hombre muerto.
—Pero me ayudaría a perfilar de forma más realista a los personajes femeninos de mis obras…
—Muerto y enterrado.
—No sé cómo vas a matarme si no tienes cuerpo…
—¡Y ése es exactamente nuestro problema! Yo ya no dispongo de mi cuerpo. Pero ¡tú tampoco tienes el tuyo!
Fue acabar de decirlo y la verdadera magnitud de la situación empezó a entrarle en la cabeza a Shakespeare. Me miró para abajo y constató perplejo:
—Estoy realmente dentro de un cuerpo de mujer…
—Del mío, para ser exactos.
—Y… mi Willy no está en su sitio…
—¡¿Llamas Willy a tu cosa?! —pregunté asombrada.
—Mi madre la llamaba siempre «maese pipí».
—Prefiero Willy.
—Es lo que yo le decía siempre a mi madre —dije suspirando.
—¿Podríamos cambiar de tema y pensar qué vamos a hacer ahora? —propuse.
—De acuerdo.
Le indiqué a Shakespeare el camino hacia la sala de estar y, una vez allí, le pedí que se sentara (o me sentara) en el sofá para que no se cayera de culo cuando le explicara dónde se encontraba exactamente. Saltaba a la vista que Shakespeare estaba pasmado con el mobiliario de mi piso. No como Jan, que antes siempre se quedaba perplejo de que alguien pudiera vivir en medio de aquel caos. Para Shakespeare se trataba más bien de una perplejidad del tipo: «¿qué es esa caja que parpadea?». Antes de que pudiera explicarle el principio de la televisión, tenía que explicarle que había ido a parar al futuro.
—Tú… tú… —Busqué la manera de comunicarle la verdad con el máximo tacto posible, y entonces dije—: Tú… estás en el futuro.
De acuerdo, tal vez se podría haber arreglado con un poco más de delicadeza.
Le conté lo de Próspero, mi viaje en el tiempo y que él se encontraba en el tercer milenio. Esperaba recibir millones de preguntas sobre nuestra época: si lo conocían, si sus obras eran famosas, qué obras le gustaba ver a la gente en la actualidad, si había guerras, progresos en Medicina, por qué la caja parpadeante mostraba imágenes de beneficiarios del subsidio por desempleo encargando tests de embarazo en el programa de Olli Geissen, qué es un beneficiario del subsidio por desempleo, qué es un test de embarazo, qué es un Olli Geissen. Sin embargo, Shakespeare me planteó una única pregunta:
—Entonces…, ¿hace mucho que mis hijos están muertos?