45

De repente volvía a aparecer lo que había reprimido completamente desde mi regreso del pasado: que Jan y Olivia iban a casarse ese mismo día y que yo seguía sin saber si ellos dos eran almas predestinadas a estar juntas a través de los siglos, o si Jan y yo estábamos unidos en un amor eterno. Sí, claro, el día antes en la consulta (por el viaje al pasado me daba la impresión de que hacía muchísimo tiempo), Jan me había dicho sin andarse por las ramas que Olivia y él estaban hechos el uno para el otro y había desbarrado con no sé qué de la «madurez de su amor». Pero, madurez arriba, madurez abajo, Essex, o sea, el alma de Jan, quiso besarme en el pasado, ¡y eso que yo me encontraba dentro del cuerpo de un hombre!

Le pedí a Holgi que pasara a recogerme más tarde, cerré el móvil, conduje hasta casa, me preparé una buena taza de té y me arreglé para la boda. Mientras lo hacía, deseé oír la opinión de Shakespeare, que tanto había temido en nuestra visita al alquimista. ¿Qué me aconsejaría? ¿Hacíamos pareja Jan y yo? ¿O la que estaba hecha para él era Olivia? Sentía la imperiosa necesidad de hablar de ello con alguien que estuviera al tanto de todo y que, por lo tanto, pudiera juzgar. Y al desear tanto charlar con Shakespeare, de pronto me di cuenta de cuánto lo echaba de menos.

Cuando aún me hallaba en el pasado, el bardo me ponía de los nervios, pero me era muy cercano. Bueno, eso probablemente se debía sobre todo a que estábamos juntos en un mismo cuerpo, pero con él no me había sentido sola por primera vez en mi vida. Incluso en los años en que estuve con Jan me había sentido sola muy a menudo porque siempre tuve la impresión de que no le llegaba a la suela de los zapatos.

Mi mirada se posó en las historias que había escrito frenéticamente durante la noche. ¿Qué le habrían parecido a Shakespeare? A lo mejor habríamos podido reescribirlas juntos. ¿Y nuestro soneto de verano? De pronto se me ocurrió una idea: si supiera exactamente a quién dedicábamos el poema, a quién considerábamos más hermoso que un día de verano, los últimos versos podrían cobrar aún más fuerza. Hasta entonces no tenía un destinatario concreto. ¿Quién podría haber que fuera tan hermoso? ¿Jan?

En aquel instante deseé de veras tener de nuevo a Shakespeare conmigo para hablar de todo aquello: de la escritura, del amor.

Pero como bien dicen, «cuidado con lo que deseas…».

Después de embutirme en mi vestidito negro y de ponerme mis únicos zapatos de tacón en el pasillo, la vista se me nubló de repente y perdí el conocimiento.