—Vaya, ya vuelven a activársele los párpados.
Eso fue lo primero que oí en el presente. Lo primero que olí fue la madera de la caravana del circo. ¿Era cierto? ¿Me encontraba realmente en el presente? En cualquier caso, ya no apestaba a glande. Y la voz que había oído ¡no era la del alquimista John Dee, sino la del hipnotizador! Abrí los ojos y vi… a Próspero en calzoncillos. Quise volver a cerrarlos de inmediato.
—Perdone, me estaba cambiando para irme a la cama. Enseguida me pongo algo encima —comentó el hipnotizador, y se puso a toda prisa un albornoz lila.
Yo me levanté corriendo, me acerqué a un espejo de cuerpo entero que había en la caravana… ¡y me vi a mí misma! ¡Realmente a mí misma! Estaba todo en su sitio: la cara, los pechos, la barriga… ¡mi querida tripa caída!
—¿O sea que ha descubierto qué es el «verdadero amor»? —preguntó Próspero.
Interpretó consecuentemente mi alegría barriguil y dedujo que todo había salido bien. Al fin y al cabo, había despertado de la hipnosis. Su pregunta me confundió: yo no había descubierto qué era el verdadero amor, sino que en cierto modo había hecho trampa con la ayuda de Dee. Y aunque al principio sólo quería descubrir lo del verdadero amor para volver al presente, ahora sentía una gran decepción por no haberlo descubierto.
—De repente no parece usted tan feliz —comentó Próspero sorprendido.
—Usted me ha enviado a un viaje en el que han querido matarme. Y estaba dentro del cuerpo de un hombre. ¿No pretenderá que me lo coma a besos de alegría?
—Comprendo su disgusto —contestó Próspero lleno de empatía—. Yo mismo fui concubina de Calígula en una vida anterior… Y si le cuento lo que me hacía con miel y una zanahoria…
—No quiero saberlo…
—Pero se sentirá mejor ahora que sabe qué es el verdadero amor, ¿no? Gracias a eso conocerá por fin el potencial de su alma… —comentó Próspero no muy seguro. Estaba claro que las demás víctimas de su hipnosis eran mucho más agradecidas.
No tenía ganas de continuar hablando ni de discutir con él, y me di prisa en salir de su caravana, cosa que lo dejó visiblemente consternado.
Caminé por la ciudad en plena noche, cruzándome con coches ruidosos, farolas y jóvenes con auriculares en las orejas. Y, sorprendentemente, esa ciudad, mi ciudad, me pareció más apagada que el Londres isabelino. Era un poco como cuando sales del cine y te preguntas: ¿Por qué nuestro mundo no puede ser tan colorido, vivo y excitante como en la pantalla?
Al llegar a casa, lo primero que hice fue ir al baño. Sentada. Una actividad que nunca me había puesto tan contenta.
Luego me duché a conciencia y, mientras el agua me salpicaba, pensé que el viaje al pasado no había sido del todo inútil, puesto que había aprendido algo: que tenía que aprovechar la vida. Y que quería escribir. Ya había desaprovechado demasiados años con una profesión equivocada. Al día siguiente me despediría. Arrivederci a los alumnos, a los padres de los alumnos y a las reformas educativas que podían inducir al suicidio a cualquiera que les buscara sentido.
Una vez tomada la decisión, mientras me secaba, se me ocurrieron innumerables historias que podría escribir; el bloqueo mental de tantos años se rompía de golpe. Las ideas salían a raudales de mi imaginación: el cuento de Cenicienta, Blancanieves y Rapunzel, que descubren que todas están casadas con el mismo príncipe. O la historia de una mujer triunfadora que se transforma en hormiga. Y el relato de Jack el Destripador en versión musical (yo no he dicho que sólo salieran buenas historias). Me senté a la mesa de la cocina con bolígrafo y libreta, y estuve escribiendo toda la noche. Por la mañana, con la excitación de unos cuantos cafés, me encaminé a la escuela para hablar con mi vieja directora y despedirme. La directora era una mujer sumamente correcta que me despreciaba profundamente por no tener ningún talento en muchos ámbitos que para ella eran importantísimos: puntualidad, orden, cálculo mental. Esto último era especialmente trágico porque yo impartía matemáticas.
Cuando entré en su despacho, la vieja señora estaba sentada a su mesa, inclinada sobre un montón de expedientes. De hecho, siempre estaba inclinada sobre un montón de expedientes. Frente a aquella mujer, la reina Isabel, a la que había conocido en el pasado, parecía una pasota. Siempre había pensado que la última vez que se rió debió de ser hacia el año 1972.
Le expliqué que me despedía porque quería dedicarme a escribir, que dentro de mí vivía el alma de un escritor. Y, llevada por la euforia, también le confesé que se trataba del alma de William Shakespeare.
Al concluir mi discurso, la vieja amargada se tronchaba de risa. Entre carcajadas iba soltando frases como: «qué bueno», «no puedo parar de reír», «no me reía tanto desde 1972» y «vaya, hombre, acabo de mearme encima».
Consecuentemente, decidí no explicarle a nadie más el asunto de Shakespeare, ni siquiera a Holgi. No quería que volvieran a reírse de mí. Salí de la escuela y respiré hondo. Me embargaba una sensación de felicidad inusitada: haber encontrado el valor para seguir la disposición artística de mi espíritu, la escritura, me daba unos ánimos increíbles. Paseé por las calles como extasiada. Así debieron de sentirse los esclavos liberados por Abraham Lincoln cuando caminaban por los campos.
En plena sensación de felicidad sonó el móvil. Era Holgi y, antes de que pudiera decirle nada, me acordé de que en el pasado había comprendido que lo tenía muy abandonado. Así pues, empecé a hablar a borbotones: le expliqué que él era mi mejor amigo, que yo nunca había reconocido suficientemente su valía y que nunca, nunca, nunca más lo mandaría a paseo si venía de noche a mi casa porque el «amor de su vida» lo había engañado con un lanzador de disco ruso…
Al acabar el discurso, Holgi lloraba emocionado y sollozaba frases como: «qué bien», «yo también te quiero, Rosa», «no era un lanzador de disco ruso, era un lanzador de martillo ruso», «de hecho, era de Albania», «pero tenía una buena herramienta», «nunca había visto una herramienta como la suya», «le daba un nuevo significado a la expresión “a macha martillo”».
Lo escuché atentamente todo el rato y volví a reconfortarlo, le di consejos, le ofrecí consuelo y me sentí bien haciéndolo. El amor por mi amigo, junto con el amor por la escritura, hizo que mi corazón casi estallara de alegría. Estaba cambiando definitivamente. ¡Bye, bye, cliché!
Holgi se sonó con un pañuelo y luego preguntó:
—¿A qué hora salimos esta tarde?
—¿Salimos?
—Para ir a la boda de Jan.
Hello again, cliché.