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Al atardecer regresamos a Londres haciendo «autoestop». Como suponíamos que los espías españoles vigilarían la puerta principal de la muralla de la ciudad, a falta de alternativas nos escondimos en el carro de un campesino que llevaba estiércol para los jardines de palacio. Así olía yo cuando salté del carro en Londres y me dirigí al edificio de piedra donde vivía el alquimista Dee. Llamé a la puerta sin estar nada segura de que en aquella casa misteriosa podría encontrar realmente ayuda. Pero Shakespeare estaba convencidísimo. ¿En qué podía perjudicarnos entrar e intentarlo? Me abrió un asiático menudo, que se parecía un poco a un personaje secundario de Tintín en El loto azul. El hombre arrugó la nariz al olerme.

—Apestáis a glande…

—¿A glande?

—Sí, a glande… animal de cloaca —corroboró.

¿Hablaba en serio?

—¡Odio los glandes! —puntualizó.

Por lo visto, tenía un problema sexual.

—Cuando los veo, los machaco —dijo con vehemencia.

Eso me pareció un poco radical.

—Hasta que los dejo bien aplastados.

Bueno, cada loco con su tema.

—Y luego cojo una antolcha y los quemo.

—Pero eso es muy drástico —espeté.

—¿Y qué hacéis vos cuando los veis? —preguntó el chino.

Eso dependía de a quién pertenecían.

La pregunta me pareció un poco indiscreta. De esas cosas no hablaba ni con mi mejor amigo, Holgi.

—Eso a vos no os importa —contesté.

El chino me miró indignado.

—Entlad —dijo.

—¿Entlad?

—Entlad. ¿Pol qué nadie me complende nunca?

El chinito se apartó dando un brinco, enojado.

Por fin comprendí y esbocé una sonrisa.

—No hay lazón pala sulfulalse.

El pequeño asiático me miró como si fuera a convertirme en chopsuey allí mismo. Por eso le dije sonriendo:

—Peldón.

Con la mirada torva, me guió hasta una sala abovedada, llena de objetos de Asia. Un hombre mayor con cejas pobladas se levantó de un enorme escritorio lleno de planisferios celestes, le indicó al maníaco de los glandes que saliera y se me acercó contento.

—¡Hola, Rosa! —me saludó.

Efectivamente, el alquimista me había llamado Rosa, o sea que había creído a Shakespeare cuando le dijo que yo estaba en su cuerpo. Pero ¿por qué se había tragado el alquimista algo tan disparatado, aunque fuera verdad? ¿Por qué no había tenido ninguna duda?

—¿Así que eres de Wuppertal? —preguntó Dee con los ojos brillantes.

—Sí…, así es —contesté un poco sorprendida.

Shakespeare probablemente le había explicado que yo había nacido allí. ¿Sospechaba también que procedía del futuro? Eso no lo sabía ni Shakespeare.

—¿Y cómo es esa ciudad?

—No queráis saberlo.

—Tiene que ser maravillosa —afirmó Dee radiante.

—«Maravillosa» tal vez no sea la palabra adecuada…

—¿Fantástica?

—Hum… si con «fantástica» uno se refiere a «muy por debajo del promedio»…

—¡Cuéntamelo todo de Wuppertal!

Seguramente, Dee era la única persona en toda la historia de la humanidad que había pronunciado semejante frase.

—Prefiero no hablaros de ella —contesté prudentemente.

—¿No quieres?

Estaba muy decepcionado.

—Creo que… sería demasiado peligroso —intenté explicarle.

El alquimista meditó un momento y luego asintió con la cabeza.

—Tal vez tengas razón. Sería demasiado peligroso. Tanto para mí, que podría dominar el mundo con esos conocimientos, como para Wuppertal.

Estaba más que claro: Dee sabía que yo venía del futuro. Pero ¿cómo se había enterado?

—A Wuppertal no puede irle mucho peor —dije—, pero me alegra que lo comprendáis.

—Eres muy sabia, Rosa —comentó el alquimista.

Y, con ello, probablemente también fue la primera persona en toda la historia que había pronunciado esa frase sobre mí.

Pero si realmente era «sabia»…, entonces cada vez debía de ser menos un cliché. Y eso me hizo sentir un poco orgullosa.

—Enseguida os separaré a ti y al maestro Shakespeare —anunció el alquimista.

—Ejem, ¿cómo vais a expulsarme del cuerpo de Shakespeare? —pregunté, aunque no creía que fuera capaz de hacerlo.

—Pasé muchos años viviendo con los monjes shinyen en el Tíbet —contestó—. Y allí aprendí que puede haber problemas con el venerable arte de la regresión.

¡Oh, Dios mío, conocía a los monjes que habían instruido a Próspero, el hipnotizador! ¡Sabía de regresiones! Y que podían surgir complicaciones como la mía con Shakespeare. Seguro que los monjes incluso habían escrito informes sobre gente que conocía el futuro y habían elaborado mapas de nuestra época en los que se nombraba a Wuppertal. Sentí escalofríos: ¡aquel alquimista quizás podría ayudarme de verdad! Y los monjes shinyen le habían explicado que era posible recibir la visita de almas del futuro.

—Voy a buscar un péndulo para liberarte del cuerpo extraño.

Salió de la sala y entró en una pequeña habitación contigua para coger el péndulo. Excitadísima, le dije a Shakespeare:

—Creo que ese hombre puede salvarnos de verdad.

Pero Shakespeare no me contestó.

Me mantuve callado todo el rato porque me atormentaba la mala conciencia: planeaba la posible aniquilación de Rosa, puesto que el alquimista me había dicho en nuestro último encuentro que había muchas posibilidades de que el espíritu de Rosa se destruyera en el proceso. Sólo podía justificarme con el argumento de que con su espíritu en mi cuerpo no podría ser un buen padre para mis hijos. De acuerdo, ahora tampoco era un buen padre, igual que Enrique VIII no había sido un marido ejemplar, pero decidí mejorar en el futuro de cara a mis vástagos para que la destrucción del espíritu de Rosa tuviera una justificación más honda.

Notaba perfectamente que Shakespeare no dormía, simplemente callaba. Yo quería animarlo, aliviar de algún modo el dolor que había sufrido con la muerte de Anne. Gracias a mi viaje al pasado, había adquirido una nueva perspectiva frente a las cosas y, en caso de que realmente fuera a abandonar a Shakespeare, quería ofrecerle de despedida algo de lo que había aprendido. Por ejemplo, que no era buena idea desaprovechar los pocos años que uno tiene en este mundo. Así pues, le dije:

—Desde que estoy aquí contigo, he aprendido muchas cosas sobre la vida.

—¿Y de qué cosas se trata? —pregunté, con un poquito de curiosidad.

—La vida es demasiado corta para desperdiciarla con tristezas.

—Eso parece sabio —tuve que admitir—. Un poco morboso. Pero sabio.

—Entonces, no malgastes tu vida mirando atrás —le pedí.

¿No había expresado Rosa algo cierto? De hecho, probablemente tenía que intentar olvidar a Anne de una vez y hacer sitio a otra mujer en mi vida. ¿A alguien como Rosa? ¿O como la condesa? Sólo que, ¿cómo se conseguía?

—Disfruta de la vida, aprovecha el tiempo —insistí, y evité mencionar que, en mi época, él llevaba muchísimo tiempo muerto.

—¿Seguías tú ese consejo antes de venir a mi cuerpo?

—Bueno… Ejem… —balbuceé.

—Me lo imaginaba.

—Mi caso es diferente… —intenté explicarle—. Yo aún tengo una pequeña esperanza de poder conquistar a mi gran amor, de que somos almas predestinadas a través de los siglos…

—¿Y precisamente Essex es ese gran amor?

—Sí… No… Eso espero…

—Pareces indecisa.

Todo aquello era demasiado complicado para hablarlo con Shakespeare. No sólo por los embrollos que surgirían si se enteraba de que yo procedía del futuro. También me daba miedo que me echara en cara que el alma de Jan no estaba destinada a mí. Y que luego me agobiara con mis propias palabras diciéndome que la vida era demasiado corta para malgastar un tiempo precioso y que tenía que cortar definitivamente con Jan.

—Alguien me dijo una vez que sentaba bien hablar de los propios sentimientos… —me burlé.

Me sentí pillada. Y como no podía soportar sentirme pillada, contesté con cierta insolencia:

—Hablaré contigo de mis sentimientos cuando tú hables conmigo de los tuyos. ¿Por qué te cargaste de culpa?

—¿Cómo dices? —pregunté espantado.

—Fray Lorenzo me explicó que tú te sentías culpable de la muerte de Anne. Pero nadie se explica de qué culpa se trata.

—¡Lorenzo debería limitarse a hablar con Dios! —despotriqué por las confidencias del fraile—. Espero que cuando fallezca vaya a parar a un infierno donde sólo haya mujeres.

—Puedes confiar en mí, William.

—¡Ten por seguro que no me desahogaré contigo!

—No era mi intención disgustarte…

—¡Esperaremos a Dee callados! —le corté la palabra con acritud.

El anuncio había sido claro: si el alquimista conseguía separarnos, Shakespeare y yo nunca estaríamos tan cerca para tenernos mutua confianza.

Eso me puso triste. Muy triste.

En aquel momento, Dee volvió a entrar en la sala con el péndulo. Era un péndulo pequeño y dorado, exactamente igual que el que tenía Próspero. Mi tristeza se transformó en ilusión: ¡aquel hombre me mandaría realmente a casa! Me pidió que me acomodara en un diván. Luego pronunció las palabras más hermosas que había oído hasta entonces en el pasado:

—¡Mira el péndulo!

—¡Con mucho gusto! —exclamé radiante.

—Te pesan los párpados —continuó hablando el alquimista.

—¡Y yo que me alegro!

—Cada vez te pesan más los párpados…

—No hay nada que me guste más que los párpados caídos…

Ahora, Rosa probablemente sería destruida. Mi ira hacia ella se transformó en mala conciencia: Rosa era una buena persona… espíritu… lo que fuera… y nunca había sido su intención disgustarme. Me era cercana, tan cercana como nadie me había sido desde Anne. Bueno, eso se debía esencialmente a que se encontraba en mi cuerpo, pero aun así…

—¡No mires el péndulo, Rosa! —exclamé.

—¡Y tanto que lo miro! —le dije a Shakespeare.

—Cierra los ojos —me pidió Dee.

—¡No lo hagas! —supliqué.

Evidentemente, cerré los ojos.

—¡Rosa…!

Y me dejé llevar lentamente a la deriva.

—¡Rosaaaaaaaaaaaaaa…!

Eso fue lo último que oí en el pasado.