Cuando me desperté, Rosa todavía dormitaba. Salí del monasterio y me encaminé a la extensa granja de los Hathaway. Me quedé esperando, dubitativo, en el camino que había delante de la finca: ¿debería visitar la tumba de Anne por primera vez desde su muerte? ¿Llevarle flores por fin? No tenía tantas fuerzas. Tal vez me atrevería a ir si Rosa estuviera de nuevo conmigo y no me encontrara solo. Por otro lado, entonces sería Rosa la que visitaría la tumba de Anne, y no yo. Deseé con toda mi alma que Rosa fuera una persona y no un espíritu, y que me acompañara al cementerio.
Mientras pensaba en ello, pasó un cerdo corriendo y dando chillidos. Huía despavorido.
Un instante después apareció el perturbado Tybalt, corriendo detrás del cerdo y gritando de muy buen humor:
—¡Espera, mon amour!
Hubo épocas en las que habría estrangulado con gusto a Tybalt, no sin antes haberle demostrado cuán desagradable podía ser una víbora metida dentro de las calzas. Pero ahora le envidiaba su locura al canalla: a él no lo atormentaban terribles sentimientos de culpa como a mí, y era feliz con sus cerdos, aunque éstos no parecieran felices.
Entonces se abrió la puerta de la casa y salió un niño rubio y delicado. Hamnet. Mi hijo. Llevaba la cartera para ir a la escuela. Hamnet caminó en dirección a mí y yo me alegré de que Rosa aún durmiera y de ser yo quien pudiera abrazarlo. El pequeño me vio y exclamó feliz:
—¡Papá!
Tiró la cartera y corrió hacia mí por el camino de grava.
Mi corazón rebosaba de alegría: después de mucho tiempo, por fin volvería a abrazar a mi hijo, y no lo soltaría en mucho tiempo. Hamnet estaba tan sólo a unos pasos de mí. Extendí los brazos, con la feliz esperanza de que él también extendería los suyos, también con la feliz esperanza de…
—Uf… ¿cuánto tiempo he dormido?
Y entonces Rosa volvió a controlar mi cuerpo. Por lo visto, el don de la oportunidad de Rosa era deficiente. Por eso eché chispas de rabia.
—¿Por qué te enfadas? —dije bostezando.
Apenas lo hube preguntado, algo me tocó la espinilla.
—Por eso.
Bajé la vista y vi al niño rubio del medallón de Shakespeare, pero esta vez en directo y en color. El crío me miraba muy decepcionado.
—Abrázalo…
Yo no reaccionaba tan deprisa. El niño me miró con tristeza y dijo:
—Hacía mucho que no venías, papá.
—Abrázalo de una vez… —le imploré.
Naturalmente, le haría ese favor a Shakespeare. Así pues, me apresuré a abrazar al pequeño.
—Te he echado mucho de menos —murmuró, y se apretó a mí con fuerza.
Tenía muy claro lo que debía contestarle:
—Yo también a ti… Yo también a ti…
Y se apretó a mí con mucha más fuerza.
—Gracias, Rosa…
A Shakespeare le tembló la voz al decirlo. ¿Había lágrimas en su voz? Lo que Shakespeare sentía en ese momento era probablemente el verdadero amor: el amor por su hijo.
Jan y yo también habíamos pensado en tener hijos, pero siempre habíamos aplazado la tarea hasta un futuro indeterminado. Al llegar a los treinta, todavía nos considerábamos muy jóvenes. Ahora, él tendría hijos con Olivia, mientras que mi reloj biológico avanzaba a toda prisa. De nuevo acababa de comprender algo: si no hubiera malgastado mi valioso tiempo, haría mucho que habría sido madre.
—Por favor… Por favor… no vuelvas a irte… —murmuró el pequeño Hamnet, y las lágrimas le rodaban por las mejillas.
¿Qué debía contestarle?
¿Qué le habría contestado si hubiera tenido poder sobre mi cuerpo? Que sólo podía ganar dinero en Londres, que no podía permitir que él y su hermana crecieran en medio del pecado de la gran ciudad… Un niño jamás de los jamases lo comprendería…
—Yo… Yo te quiero esté donde esté —le dije al pequeño a falta de una respuesta más directa a su pregunta.
De hecho, no era mentira, puesto que, dado que mi alma amaba al crío, yo sentía realmente algo por aquel niño pálido.
—Ha sido una buena respuesta.
Shakespeare tenía ahora con toda certeza lágrimas en la voz. En cambio, Hamnet se tranquilizó: se secó las lágrimas de los ojos y, de una manera casi fría e impersonal, cogió su cartera. Había comprendido perfectamente qué significaba mi «Te quiero», igual que los niños siempre notaban perfectamente a qué se referían en realidad los adultos. Hamnet sabía que, en aquel contexto, significaba: «Te quiero, pero no voy a quedarme». El pequeño dio unos pasos, se volvió hacia mí y, con ojos tristes, contestó:
—Yo también te quiero, papá.
Hasta yo me habría echado a llorar.