40

Se me secó la garganta: ¿la esposa de Shakespeare estaba muerta?

Lorenzo juntó inconscientemente las manos, como si fuera a rezar.

—Era una criatura tan dulce. En su presencia, incluso olvidaba que era invertido.

Pensé automáticamente en el retrato del cuarto de Shakespeare, donde Mrs. Shakespeare realmente sonreía con mucha dulzura. ¿Qué debió de ocurrirle a… cómo se llamaba… a Anne? ¿Cómo murió? Quería, tenía que enterarme de más cosas. Por eso pedí:

—Lorenzo, por favor, haz como si yo fuera un desconocido y explícame qué pasó entre Anne y yo.

—¿Por qué iba a hacer algo tan estúpido?

Lorenzo me miraba preocupado.

—Porque te lo pido de buena fe…

El fraile estaba desconcertado. Por eso le pedí:

—Mírame y sabrás que no lo hago con mala intención.

Lorenzo me examinó con la mirada y reconoció en mis ojos que mi deseo no ocultaba ningún engaño.

—O sea que quieres saber cómo alguien de fuera narra la tragedia de vuestro amor, tal vez incluso cómo la contaría un poeta, alguien como tú.

—Sí…, por favor —contesté con voz entrecortada.

—Entonces te contaré la historia del amor más grande que jamás haya habido en Stratford-upon-Avon y probablemente en toda Inglaterra.

Pronunció esas palabras en un tono que me provocó un escalofrío.

—En Stratford había dos familias; la familia del zapatero Shakespeare y la familia del granjero Hathaway, ambas iguales en nobleza, enemistadas por antiguos rencores…

—¿Antiguos rencores? ¿Qué antiguos rencores? —lo interrumpí.

—Con los antiguos rencores, nunca se sabe —contestó lacónico.

Eso sonaba un poco a Astérix en Córcega. O como en los Balcanes.

Lorenzo prosiguió con la narración.

—De los troncos funestos de esos dos enemigos nacieron los amantes. Yo desposé en secreto a esos dos amantes, contra el deseo de sus familias, aquí, en esta abadía. Albergaba la esperanza de que al fin reinaría la paz entre las dos pendencieras familias. Y lo conseguí, como pude constatar con orgullo. Sin embargo, esa paz fue frustrada por Tybalt, el primo de Anne. Un hombre al que Anne quería como a un hermano desde su más tierna infancia. Llevado por un falso orgullo, Tybalt difamó a William afirmando que era infiel.

Y eso sonaba a Dinastía.

—Shakespeare, entretanto, se burlaba con lengua ingeniosa de su primo y lo describía como «un hombre que cabalga a lomos de un gran caballo para compensar la pequeñez de su miembro». Tybalt rezumaba cada vez más odio y confundía a la sensible y cándida Anne con nuevas mentiras. Finalmente, quiso demostrarle a su prima hasta qué punto Shakespeare era un canalla infiel. Y puesto que éste no se permitía ningún desliz, pues amaba demasiado a Anne, Tybalt contrató a cuatro prostitutas de buena casta para que lo sedujeran.

—Y Shakespeare se dejó seducir… —murmuré.

Así pues, a William le había pasado lo mismo que a mí con Axel, el profesor de gimnasia. Y que nuestra estúpida alma cometiera cada siglo los mismos errores tontos…

—¡No! —protestó Lorenzo—. Permaneció firme. Incluso el bellaco de Tybalt tuvo que reconocerlo.

Me quedé asombradísima. Shakespeare, el fornicador, ¿era mucho más fiel que yo?

—Tú siempre has dicho —explicó Lorenzo— que el acto sexual sin amor te procura el mismo placer que meter los testículos en una mata de ortigas.

O sea que Shakespeare era un hombre para quien el sexo sin amor no significaba nada. Eso lo hacía mucho más simpático. Y ahora, por lo visto, el pobre sólo tenía sexo ortiguero sin amor.

—Las prostitutas desplegaron toda su feminidad para intentar seducirlo y de veras que tenían feminidad para dar y vender. Pero William Shakespeare se mantuvo firme, y no me refiero a su verga.

La vista se me fue involuntariamente hacia mis calzas, y la retiré a toda prisa.

—Las prostitutas de buena casta quedaron tan frustradas que entraron en un convento. No obstante, cabe mencionar que, desde aquel día, ese convento recibe con mucha frecuencia la visita de nobles caballeros y que esos señores donan a continuación mucho dinero a la institución.

Vaya, en esa época, al papa Benedicto seguro que le habría salido un sarpullido.

—Tybalt estaba furioso porque su farsa no había dado frutos, pero no quiso ceder. Perfumó a escondidas la camisa de Shakespeare, le habló a Anne del supuesto desliz, hizo que las prostitutas declararan como testigos antes de ingresar en el convento, evidentemente las sobornó con dinero, y la pobre, crédula y frágil Anne salió de casa anegada en lágrimas y entró en la iglesia de nuestro pueblo buscando refugio para su alma mancillada. Shakespeare la siguió y se sentó junto a ella en un banco de la iglesia. Le suplicó que confiara en él, pero por mucho que le dijo, ella no pudo. La enemistad de tantos años entre las familias era más fuerte que su fe en Shakespeare. Anne subió al campanario y trepó al pretil para lanzarse a los brazos de la muerte.

En ese siglo, la gente tenía una verdadera tendencia al drama. Por otro lado, aquella mujer se había matado porque creyó que había perdido al verdadero amor de su vida. Cuando yo perdí a Jan, me limité a comer chocolate y a beber Ramazzotti. ¿Resultaría finalmente que Jan no había sido mi gran amor? ¿Por eso había sido capaz de engañarlo con el profesor de gimnasia? En cualquier caso, Shakespeare no quiso engañar a Anne…

—Shakespeare subió corriendo al campanario en pos de Anne. Lloró, le suplicó que se apartara del pretil o saltaría él, pero ella no pudo oírlo porque justo en aquel momento las campanas tocaban la hora. Shakespeare, dándose cuenta de que sus palabras no le llegaban por su hondo pesar, se le acercó por detrás. Iba a cogerle la mano, a impedirle en el último momento que saltara, pero entonces, con el último toque de campana, ella se precipitó… al vacío…

Se me cortó la respiración.

—Shakespeare corrió hacia ella y vio que se había roto el cuello, que su dulce rostro estaba destrozado. Nunca más volvería a contemplar su maravillosa y dulce sonrisa. Totalmente fuera de sí, se dirigió al riachuelo de Avon para quitarse también la vida. Pero por allí pasaba una compañía de actores, lo cual, como creo con firmeza, fue una providencia divina. Un cómico llamado Kempe impidió que Shakespeare se lanzara al agua.

Y Kempe, comprendí entonces, tuvo que salvarle la vida una y otra vez porque Shakespeare continuaba albergando un profundo deseo de morir que lo llevaba a meterse continuamente en situaciones peligrosas.

—¿Con quién están sus hijos? —inquirí.

—Los cuida la mujer de Tybalt en su granja.

—¿Viven con ese monstruo?

—Su esposa es muy bondadosa. Y a él, los sentimientos de culpa lo volvieron loco. Se pasa todo el día y toda la noche con los cerdos de la granja.

—Dándoles de comer.

—Fornicando con ellos.

—Pobre diablo —se me escapó.

—Pobres diablos, los cerdos —comentó Lorenzo.

—También.

Sin embargo, el pobre diablo que se llevaba la palma era el hombre cuyo cuerpo yo habitaba. Después de semejante vivencia, probablemente no podría volver a abrir su corazón a nadie. De nuevo acababa de aprender algo sobre el «verdadero amor»: podías perderlo. Para siempre.

—Bueno, ahora que ya he cometido la insensatez de contarte una tragedia que conoces de sobra —retomó la palabra fray Lorenzo—, tú tendrás que hacerme un favor a cambio.

—Lo intentaré. ¿De qué se trata?

—De explicarme la parte de la tragedia que no conozco.

—¿Cómo dices?

—¡No te hagas el tonto! Tú mismo me explicaste en un momento de debilidad que te cargaste de culpa en el campanario, pero no quisiste revelarme nada más. Desde entonces, cada día me estrujo la cabeza pensando qué culpa podría ser. Nunca engañaste a Anne y querías salvarla… Me gustaría saberlo de una vez: ¿qué culpa tuviste tú?

A mí también me gustaría saberlo.