Llegamos al atardecer a Stratford-upon-Avon, un pueblecito con pocas calles de aspecto muy cuidado. Las casitas del lugar, de ladrillo y madera, eran encantadoras, seguro que sería fantástico tener una casita de veraneo allí, mucho mejor que en Kampen, en la isla de Sylt. Y fijo que también más barato.
—¿Dónde pasaremos la noche? —pregunté—. ¿En casa de tu mujer?
Shakespeare no contestó, se limitó a guiar mis pasos hacia un monasterio situado en lo alto de una pequeña colina verde. Mientras el sol de mayo se ponía y la pequeña localidad pintoresca se sumergía en una luz aún más pintoresca, llamamos a la puerta del monasterio. Nos abrió un hombre barbudo y afable, vestido con hábito de monje y que llevaba una botella de vino en la mano. Si hubiera sido un tejón, habría tenido el mismo aspecto que el fraile Tuck del Robin Hood de Disney.
—¡Will! —exclamó el fraile contento, me abrazó y me besuqueó la mejilla con sus labios húmedos.
—Rosa, tal vez debería haberte dicho que Lorenzo estuvo enamorado de mí cuando éramos jóvenes.
«Sí, seguramente habría sido una información útil», pensé.
Después de que Lorenzo me hubiera estampado suficientes besos húmedos macerados en vino, me condujo al interior del monasterio. Era austero, lúgubre, y había crucifijos y antorchas colgados en las paredes, pero no me fijé demasiado porque lo llamativo era que no paraban de pasar jovencitos guapísimos de aire aniñado. Con ellos, incluso mi amigo Holgi, un ateo convencido, se habría hecho monje. Él siempre decía: «Si Dios existe, ¿por qué permite los problemas de erección?».
Mientras Lorenzo iba a ver a sus monjes y les daba instrucciones para que me prepararan algo de comer, Shakespeare me explicó en tono de elogio:
—El monasterio de fray Lorenzo, más que para creyentes, es un lugar de refugio para invertidos.
—Eso hace que el monasterio me resulte simpático —opiné.
—Y que a ti te resulte simpático te hace simpática —contesté con toda sinceridad.
—Y que a ti te resulte simpático que a mí me resulte simpático te hace simpático —dije sonriendo.
—¿Me encuentras simpático? —pregunté sonriendo satisfecho. Me sentía halagado.
—Por lo que parece, tú también me encuentras simpática —dije sonriendo burlona.
—Dime, Rosa, ¿estás coqueteando conmigo?
Ésa fue una pregunta sorprendente, pero más sorprendente aún era que probablemente tenía razón: nuestras pequeñas discusiones y trifulcas estaban adoptando realmente características de coqueteo. Hacía años que no coqueteaba con nadie, ¿y ahora lo hacía precisamente con Shakespeare? En todo caso, no pensaba admitirlo, no fuera a creérselo, pues ya era bastante creído. Por lo tanto, dije:
—No, ¡tú coqueteas conmigo!
—¿Yo coqueteo contigo?
Ésa fue una afirmación sorprendente, pero más sorprendente aún fue que probablemente Rosa tenía razón. Pero no pensaba admitirlo, claro. No fuera a creérselo, pues ya era bastante creída. Por eso pregunté:
—¿Por qué iba a coquetear contigo?
—Coqueteas conmigo porque, a diferencia de las mujeres con las que sueles tratar, prostitutas y Phoebes, yo no soy una cabeza hueca —contesté.
Me divertía de verdad discutiendo con él.
—Es posible. Pero esas mujeres, a diferencia de ti, poseen un cuerpo.
—Es su única ventaja —lo chinché.
—Aunque la condesa posee unas cuantas bondades más: educación, dinero, distinción…
De golpe y porrazo, aquello ya no me divertía. Volví a sentirme muy inferior a la condesa: ella era rica, podía financiarle un teatro y también tenía un cuerpo propio.
—Esa tontaina no es tan fantástica como todos pensáis —le espeté.
—O sea que era verdad que tienes celos de la condesa —constaté después del estallido de Rosa.
Me callé, era demasiado evidente.
—Pero —pregunté entonces un poco confuso—, ¿lo estás por Essex o… por mí?
¿Celosa por Shakespeare? La idea era del todo desacertada. Sólo podía venir de un ego hinchado como el suyo. Yo no quería nada de Shakespeare, aunque en algunos momentos había sido un placer coquetear con él… Pero todo lo que pasara de ahí habría sido completamente absurdo… No pegábamos ni con cola, éramos de distintos siglos, teníamos un enfoque diferente de la vida y, además, ni siquiera teníamos dos cuerpos con los que podríamos comenzar algo juntos. Lo único que teníamos en común era el alma… y el gusto por la escritura… y el gusto por discutir… Bueno, en realidad, eso era cantidad… Más de lo que había tenido con muchos otros hombres en mi vida…, eso había que reconocerlo, pero… ¿amarlo?
Yo amaba a Jan.
¿No?
Antes de que pudiera contestar a Shakespeare con una evasiva, fray Lorenzo me condujo a la pequeña y austera celda que normalmente habitaba.
—Fray Marcus está dispuesto a hacerme sitio en su cuarto. Esta noche dormiré con él.
Me guiñó el ojo y deduje que debía de pasar a menudo la noche con fray Marcus. Entré en la habitación sin el monje, piqué un poco de la comida que los hermanos me habían facilitado, pan casero y vino tinto, y me tumbé en silencio sobre el jergón. Shakespeare se despidió de mí, cansado, y se durmió. Yo también tenía unas ganas locas de sobar. Pero justo al cerrar los ojos, Lorenzo entró en la celda. Vio mi cara de susto y dijo:
—No temas, no voy a seducirte. Los tiempos en que nos besábamos ya pasaron.
—¿Nos besábamos?
Me quedé pasmada: ¿Shakespeare y Lorenzo se habían enrollado?
—No tienes por qué negarlo, Will. Fue hace mucho tiempo. Y éramos muy jóvenes.
O sea que Shakespeare había experimentado sexualmente de adolescente… ¿Quién lo hubiera dicho?
Observé al fraile: cuando no te comía a besos la cara, era un tío simpático. Y conocía a Shakespeare y, seguramente, también la historia con su mujer. Si Shakespeare no quería contarme qué se había torcido en su matrimonio, tal vez podría hacerlo Lorenzo. Así pues, empecé a interrogarlo discretamente.
—Ejem, ¿cómo está mi esposa?
—¿Que cómo está Anne? —replicó el fraile, y su semblante, hasta entonces muy alegre, se mostró airado de golpe—. Muerta, como siempre.