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—¿Quiénes son esos hombres agazapados en lo alto de los árboles? —inquirí.

—Seguro que no son ornitólogos —contesté lacónica, y me entró el canguelo de que en cualquier momento me apuntarían con sus arcos.

—¿Qué son «ornitólogos»?

—Gente que observa a los pájaros.

—¿Y por qué rediantre habría que observar a los pájaros?

—Para ellos es un entretenimiento…

—¿Quién es tan necio para dedicarse a ese entretenimiento?

—Bueno, está el escritor Jonathan Franzen… Bah, ¡eso ahora no importa una mierda!

—¿O tal vez te referías a los que observan a la gente cuando le están dando al pajarito? Claro que, a ésos, nosotros no los llamamos ornitólogos…

—¿Podríamos concentrarnos en el problema que tenemos delante? Esos hombres quieren matarnos, ¡maldita sea!

—Oh —dije, tragando saliva—, en tal caso, preferiría que fueran ornitólogos.

Le expliqué a Shakespeare a toda prisa que aquellos hombres eran espías españoles y que por eso querían nuestro pellejo. No se sorprendió, después de todo llevaba más tiempo viviendo en tiempos políticamente complejos. Le pregunté quién podría ser el jefe de aquellos hombres. Pero Shakespeare sólo contestó que no lo sabía y que era dificilísimo descubrir siquiera por asomo ese tipo de intrigas.

—Quien intenta comprender la política acaba loco por fuerza.

Shakespeare me tranquilizó diciéndome que no intentarían matarnos en presencia de la reina. Por consiguiente, volví a entrar en el castillo, busqué otra salida y abandoné la finca por una puerta que se encontraba muy lejos de los árboles donde se agazapaban los espías. No podían vernos, pero seguro que vigilarían el camino que llevaba a Londres. Así pues, la pregunta era: ¿adónde íbamos? Quedarse era muy peligroso. Regresar a la ciudad era todavía más peligroso. Entonces, Shakespeare formuló una propuesta:

—Hay un lugar donde podemos escondernos: Stratford-upon-Avon. Mi pueblo natal.