En mi cuerpo de mujer, seguro que me habría entrado una fuerte migraña. Pero, por suerte, el cuerpo de Shakespeare no era propenso a ello. Al menos, una ventaja.
Tenía que convencerlo de que no se interesara por la condesa.
—La reina quiere unir a la condesa y a Essex.
—Ya lo sé.
—Si actuamos en contra de sus deseos, como tú mismo has dicho, nos castigará cruelmente.
—Eso también es verdad.
—Por lo tanto, sería muy poco inteligente seducir a la condesa.
—Así es.
—Entonces, ¿podrías hacerme el favor de no incordiarme más con el tema?
—No.
—¿¿¿Qué???
—Está decidido: ella financiará mi teatro. Es la primera mujer que conozco que es rica y hermosa a la vez. Tiene un rostro distinguido, un cuerpo impecable…
—De eso, nada —protesté—. La condesa tiene cartucheras —lo interrumpí, picada, aunque no estaba del todo segura. En cualquier caso, en nuestro milenio, Olivia tenía un poco de celulitis en los muslos, como pude comprobar un día que fuimos a bañarnos con los amigos de Jan. Cierto que no tenía ni mucho menos la piel de naranja que tenía yo, pero igualmente estuvo bien constatar que ella tampoco era perfecta.
—Yo no he visto ninguna cartuchera. Y créeme, he mirado a fondo. La condesa tiene una figura realmente impresionante, como si los dioses hubieran creado su cuerpo, y cuando digo «dioses» me refiero a dioses inmensamente capaces…
—¡ARGGGGGGG! —grité a pleno pulmón. No podía soportarlo más.
—¿Estáis bien? —oí preguntar a la condesa, preocupada.
Me volví; estaba a unos pocos metros de mí, envuelta en su gran toalla. No era una toalla bonita, de colores vivos y esponjosa como las de nuestra época, sino un simple trapo áspero y gris, que parecía una manta carcelaria. Por lo visto, las mujeres de la época no sólo tenían que soportar los corsés.
—¿Cuánto… cuánto hace que escucháis? —pregunté a la condesa.
—Desde «la condesa tiene cartucheras» —contestó.
Si hubiera tenido poder sobre mi cuerpo, me habría hundido en la tierra de vergüenza.
—Yo… ejem… me refería a otra condesa —repliqué no muy convencida y, claro, ella no se creyó una palabra.
—Es hora de que regreséis con el conde —me exigió.
Asentí, pero Shakespeare protestó en mi cabeza.
—Sigue recitándole nuestro soneto.
—No pienso recitar ningún soneto —repliqué con cabezonería.
A lo cual la condesa replicó con frialdad:
—Maese Shakespeare, tampoco esperaba que lo hicierais.
También sabía comportarse con altanería, como Olivia. Me fui de allí a paso rápido, pero Shakespeare no aflojaba:
—Si no le recitas el poema, a partir de ahora estaré todo el rato cantando God save the Queen en tu cabeza.
—¿Qué?
—God save our gracious Queen —entoné.
—¿No irá en serio?
—Long live our noble Queen, God save the Queen —canté desafinando en un tono agudo que induciría al suicidio a cualquier amante de la música.
—Si no estuviéramos los dos en un mismo cuerpo, ahora mismo te arreaba…
—Send her victorious…
—A lo mejor te arreo de todos modos…
—Happy and glorious…
—Vale, vale, tú ganas.
No había arma más poderosa que la insistencia para conseguir algo. Ésa era también una de las fórmulas más exitosas de la Iglesia anglicana. Junto con la tortura.
Di media vuelta y retrocedí hasta la condesa. Ya me había oído y seguramente había llegado a la conclusión de que me había pasado todo el rato hablando disparatadamente a solas. Por eso me miraba compasiva.
—¿Habéis luchado en alguna guerra y esa vivencia os ha hecho perder la razón?
—No, nunca he luchado en una guerra —contesté.
—Entonces, ¿qué os ha turbado el juicio? —preguntó preocupada.
—Sería muy largo de explicar.
Y luego hice lo que me había dicho Shakespeare, y recité nuestro soneto inacabado:
¿A un día de verano te comparo?
Tú tienes más dulzura y sentimiento.
El tiempo de verano es muy avaro
y agita los capullos en el viento;
o bien abrasa el sol desde la altura
o un velo nubla su óculo dorado;
ya por azar o anhelo de natura
lo bello va perdiendo su legado.
Los versos arrancaron lágrimas a la princesa. A medio recitar, dijo extasiada:
—Tenéis una lengua muy locuaz.
—Y también muy diestra —exclamé.
Preferí no comentárselo a la condesa y contemplé su semblante conmovido. Me resultó extrañísimo que precisamente yo hubiera fascinado tanto a mi mayor rival. Con rimas en cuya composición yo había participado.
Entonces me dispuse a irme de verdad; Shakespeare ya podía cantar lo que quisiera, me daba igual. Por eso dije «adiós» e hice una reverencia. Y me di cuenta de que aquel gesto había sido galante, pero también bastante masculino. ¿Influiría el nuevo cuerpo en mi conducta? ¿Me convertiría en un hombre si continuaba mucho tiempo allí? ¿En alguien que continuamente estaría tocándose el paquete?
Sacudí la cabeza para apartar esos pensamientos y me fui a toda prisa.
—¿Podríais darle un recado al conde de mi parte? —gritó turbada Olivia a mis espaldas. Me di la vuelta y pregunté:
—¿Cuál?
—Que vuelva a mandarme noticias suyas.
Parecía muy nerviosa. Yo no acababa de entender qué le pasaba. Quería que los hombres la dejaran tranquila durante siete años, ¿y ahora quería encontrarse con el conde?
—Se lo diré.
—Gracias. Pero hay una condición.
—¿Cuál? —pregunté.
—Sólo vos podéis traerme las noticias, maese Shakespeare —contestó con voz temblorosa.
Entonces lo comprendí todo: realmente no quería recibir noticias del conde. Quería volver a verme a mí. Sólo a mí. O mejor dicho, quería volver a ver al hombre que la había comparado con un día de verano: Shakespeare. El poeta exclamó lleno de júbilo:
—¡Gracias, oh, dioses!
Si la condesa se había enamorado de Shakespeare y yo albergaba sentimientos por Essex, quien a su vez quería a la condesa, entonces nos estábamos abocando a un cuadrado amoroso.
Un cuadrado amoroso con tres cuerpos únicamente.