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El carruaje recorría la ciudad de camino a casa de la condesa y confié en que los espías españoles no me siguieran. También caí en la cuenta de que Essex no venía con nosotros, ¿seguiría en el teatro? Había estado tan ocupada con Shakespeare y con mi situación que casi me había olvidado de él. Era la primera vez en años que no me despertaba pensando en Jan.

El carruaje se acercaba a la puerta de la ciudad, vigilada por soldados. En el camino nos cruzamos con campesinos de aspecto miserable que entraban en la ciudad avanzando despacio y tirando de carros cargados de cereales; por lo visto, no podían permitirse un caballo. Los hombres estaban demacradísimos y seguro que les habrían encantado las subvenciones agrarias de la UE. Al franquear la puerta, vi algo terrorífico: dos cabezas humanas cortadas y ensartadas en unas lanzas. Nunca había visto nada tan horrible y conté con que vomitaría en cualquier momento, pero por lo visto el estómago de Shakespeare era más resistente que el mío. Probablemente él ya estaba acostumbrado a esas imágenes. Una vez más, me compadecí de él.

William seguía sin decir esta boca es mía, era evidente que estaba durmiendo en algún lugar en el fondo de su… mi… nuestro cerebro. Se lo había ganado, el tiempo que pasaba conmigo seguro que también era agotador para él. Confié en que el resto de la noche lo hubiera utilizado realmente sólo para lavarse y cambiarse de ropa, y no para algún desfloramiento.

El carruaje salió de la ciudad y el aire mejoró mucho al instante. Los prados estaban cubiertos de preciosas flores amarillas y rojas, a las que les sentaba bien que aún no se hubiera inventado la lluvia ácida ni las emisiones de monóxido de carbono. La visión de aquellos prados era maravillosa y me distrajo de la de las cabezas cortadas. Por desgracia, también me llevó a imaginar lo fantástico que sería pasear por ellos con Jan/Essex. En esa fantasía, yo poseía mi cuerpo de Rosa, claro. De lo contrario, habría recordado a Brokeback Mountain.

Después de recorrer unos cuantos kilómetros a través de un paisaje maravilloso llegamos a un pequeño castillo. Era un castillo de verdad, no una mansión de la campiña inglesa como las que conocemos por las películas de Jane Austen. Pasamos por un puente levadizo, cruzamos un portalón abierto y recorrimos un precioso jardín en el que había un laberinto de setos. Todo el complejo era fascinante y pensé: si yo fuera condesa, también querría tener un castillo como éste.

El carruaje se detuvo ante el portal, bajé y llamé a la puerta maciza de roble. Al cabo de unos instantes abrió un señor mayor, vestido con calzas blancas, chaqueta azul, chaleco rojo y una gorra que recordaba vagamente esos chismes que lleva la gente en la gala del carnaval de Mainz. El hombre parecía muy envarado y hablaba por la nariz:

—Soy Malvolio, el maior domus de la casa.

—De acuerdo… —contesté, sin tener la más remota idea de qué era realmente un maior domus.

—Y vos, ¿quién sois? —inquirió el hombre.

—William Shakespeare.

Era la primera vez que pronunciaba el nombre sin titubear.

—¿Y qué deseáis? —preguntó.

—Ver a la condesa.

—Cómo no, sólo tenéis que esperar un poco.

—¿Cuánto?

—Siete años.

El hombre sonrió y me cerró la puerta en las narices.

¿Siete años? Aquella mujer se había tomado realmente en serio su voto de guardar la memoria de su hermano muerto y no ver a ningún hombre durante ese largo período de duelo.

Ni corta ni perezosa, rodeé el castillo, encontré una ventana abierta y entré por ella. Dentro, todo era mucho menos acogedor que en el jardín. En las paredes había más animales disecados que en una taberna del Tirol. Y entre los cadáveres de animales colgaban un montón de cuadros de un hombre joven y un poco regordete. Se lo veía cazando, practicando la esgrima o mirando tontamente a la nada como sólo vemos hacer a las personas que quedaron inmortalizadas en un lienzo. Seguro que aquel hombre era el hermano muerto al que tanto lloraba María. Confié en que no se tratara de uno de aquellos amores fraternales ante los que cualquier persona socializada con normalidad exclamaría: «maldita procreación consanguínea».

Al final del pasillo descubrí una puerta abierta que conducía fuera de la casa, a la parte posterior de la finca.

De repente oí a mis espaldas los pasos y resoplidos del maior domus. Salí por la puerta a toda prisa y me dirigí a un pequeño estanque lleno de nenúfares. El maior domus no me siguió, o sea que no me había oído. Respiré hondo y entonces oí otros pasos, esta vez más ligeros. Volví la cabeza y vi salir a la condesa. Era clavada a Olivia, llevaba el pelo recogido en un moño alto y una toalla en la mano, pero, más que nada, iba completamente desnuda. Saltaba a la vista que quería bañarse en su pequeño estanque. Aún no me había descubierto, pero si me veía, seguro que gritaría pidiendo auxilio. Y entonces no estaría tan predispuesta a aceptar mi petición y el jefe de los servicios secretos Walsingham haría realidad su amenaza de cortarme el cuello.

Por otro lado, entonces Essex estaría libre y podríamos besarnos de nuevo… Dios mío, ¡qué tonterías se me ocurrían!

Quise desaparecer rápidamente, pero ¿hacia dónde? Presa del pánico miré a mi alrededor y sólo vi una salida: salté al estanque. Justo al zambullirme debajo de los nenúfares me di cuenta de que había tenido mejores ideas en la vida. Seguramente no podría quedarme debajo del agua hasta que la condesa hubiera acabado su baño. Vi un pie desnudo sumergiéndose junto a mí en el estanque y luego, otro.

Cuando desperté, vi las piernas bien formadas de una mujer debajo del agua. Había tenido visiones mucho peores al despertar.

La condesa se había sumergido junto a mí hasta la cintura, pero no me veía gracias a los nenúfares.

También vi un trasero prominente, que despertó todo mi interés.

No podía moverme si quería evitar que se percatara de mi presencia. Pero se me estaba acabando el aire; de mi boca salían burbujas que ascendían. Oí la voz amortiguada de la condesa que, en la superficie, exclamaba extrañada:

—¿Burbujas?… Pero si no me he tirado un pedo.

Su voz sonaba como la de Olivia. La oía distorsionada, pero la entonación, el timbre, eran idénticos…

—Avisaré al maior domus de que no pienso comer más lentejas —oí decir a la condesa.

Cada vez subían más burbujas.

—Ni tampoco cocido de alubias con cebolla.

No pude reprimir más las burbujas.

—¡Ni cerveza!

No tenía ni idea de qué debía hacer.

—Rosa, no me gustaría ser maleducado ni meterte prisa para que salgas del agua, a mí también me encanta contemplar el magnífico trasero y las piernas de la condesa…

Shakespeare era realmente increíble.

—… pero, cómo lo diría, ¡no quiero morir ahogado, maldita sea!

Shakespeare tenía razón, si permanecía más rato allá abajo, moriríamos ahogados. Oí a la condesa decir desconcertada:

—¿De dónde salen todas esas burbujas? Yo no noto que me esté tirando pedos.

Me armé de valor y salí a la superficie.

Delante de la condesa desnuda.

Como era de esperar, gritó espantada:

—¡Santa madre de Dios!

Sin embargo, después del primer susto, la condesa se serenó, se tapó los pechos y me preguntó:

—¿Qué hacéis aquí?

Yo boqueé en busca de aire.

—¿Qué hacéis en mi estanque?

—Admirar las vistas.

—Yo… yo… soy un mensajero del conde de Essex —intenté explicarle.

A lo cual la condesa replicó:

—El conde es un hombre importuno, pero salta a la vista que sus mensajeros aún lo son más.

—Debo daros un recado de su parte —le dije.

—¿Cuál?

Eso mismo me preguntaba yo. Tenía que conquistar a aquella mujer para Essex, por lo tanto, no podía declamar su bodrio de poema. Mientras pensaba enfebrecidamente, Shakespeare vino en mi ayuda y me sopló:

—Recítale el principio de nuestro soneto.

Así pues, chorreando en el estanque, de pie delante de una mujer que era clavada a mi rival Olivia, declamé:

¿A un día de verano te comparo?

Tú tienes más dulzura y sentimiento.

El tiempo de verano es muy avaro

y agita los capullos en el viento.

La condesa quedó visiblemente fascinada y, antes de que yo pudiera continuar, me puso los dedos sobre los labios y me indicó que me callara.

—Eso… eso no lo ha compuesto el conde, ¿verdad? —preguntó.

—Sí… sí… —mentí.

—No, seguro que es de un espíritu menos belicoso —replicó emocionada.

—Los poetas también son mejores amantes que los soldados —rematé. Pero, por desgracia, la bella condesa no me oyó y Rosa no le reveló lo que yo había dicho.

—Más bien creo que es vuestro, señor —supuso la condesa—. ¿Cómo os llamáis?

—Ejem… William Shakespeare.

—Disculpad, maese Shakespeare, creo que nunca había oído hablar de vos.

¡Maldición! Lo sabía: tenía que escribir a toda costa obras más buenas para acrecentar mi fama. Para que también supieran de mí criaturas tan maravillosas como aquélla.

—Maese Shakespeare, ahora debo pediros que salgáis de mi estanque y os vayáis de mi castillo.

Me disponía a protestar, pero ella dijo con severidad:

—Ahora.

Y yo hice mutis por el foro calada hasta los huesos.

—Rosa, ¡aún no podemos irnos!

No podía hablar con Shakespeare delante de los oídos de la condesa o me tomaría por lela. Así pues, le dije:

—Si me disculpáis un momento.

Y me fui detrás de un árbol. Goteando, le aclaré a Shakespeare en voz baja:

—Quiere que nos vayamos.

—Cierto. Pero hay muchas cosas que hablan en contra de abandonar este lugar. Por un lado, Walsingham y la reina nos castigarán cruelmente si desistimos.

—Eso es verdad —admití.

—Y, por otro, disfruto mucho estando con la condesa desnuda.

—Pero ¡yo no!

—Porque tú también eres una mujer.

—En estos momentos, por desgracia, no.

—La condesa es toda una belleza.

—¿Te parece guapa?

—Me encantaría acostarme con ella.

—¡¿Qué?!

—Naturalmente, cuando tú hayas salido de mi cuerpo.

—Vaya, muy amable por tu parte —dije con ironía.

—Una noche conmigo la distraería a buen seguro de la pena que la aflige por su hermano.

—Muy generoso por tu parte —dije con sarcasmo.

—Yo soy así. Generoso y encantador.

—Eso no hay quien se lo crea —dije suspirando.

—A fe mía que la condesa lo creerá. Y una relación amorosa de esa índole podría serme muy lucrativa.

—¿Lucrativa? ¿Y eso? —pregunté desconcertada.

—Todos los dramaturgos soñamos con una benefactora pudiente. Si la condesa cayera rendida a mis pies, y a fe mía que lo hará si me lo propongo, podría financiarme un teatro propio. Un teatro donde yo representaría las obras que quisiera y donde no tendría que contraer compromisos con el propietario de un burdel. Hace tiempo que sueño con ello; hasta sé qué nombre le pondría: ¡Globe Theatre!

Hice caso omiso de esas declaraciones. Sólo pensé una cosa: ¡A Shakespeare lo ponía cachondo la condesa!