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Dee se incorporó y me preguntó inquisitorialmente qué sabía sobre Rosa y Wuppertal. Puesto que era muy poco, mis respuestas le resultaron ampliamente insatisfactorias.

—¿Por qué os interesáis tanto por Wuppertal? —acabé por preguntarle.

—Porque ese lugar no existirá hasta llegado un futuro lejano —replicó.

Lo miré sorprendido, ahora era yo quien tenía cientos de preguntas, pero Dee me dejó con la palabra en la boca y me ordenó:

—Vuelve dentro de dos noches. Ni antes ni después. Entonces te liberaré de ese espíritu, ¡de una vez por todas!

—¿Vas… vas a destruirlo? —pregunté.

De golpe me sentí un poco preocupado; después de todo, le había cogido cierta simpatía a Rosa.

—Cabe la posibilidad.

Tragué saliva y, puesto que el alquimista notó que me embargaban las dudas, comentó:

—Para hacer tortilla, hay que romper huevos.

Era una de las frases de moda que últimamente aparecían en el tesoro de la lengua londinense.

Sentí un escalofrío ante la idea de que el espíritu de Rosa tal vez sería destruido. Pero yo no podía seguir viviendo con ella en mi cuerpo y, por tanto, confirmé en voz baja:

—Para hacer tortilla, hay que romper huevos.

Salí de la casa del alquimista y regresé a Southwark al alba. Delante del teatro me esperaba ya el carruaje que debía llevarme a ver a la condesa María. Apenas sentarme en él, volví a perder el control de mi cuerpo porque Rosa se estaba despertando…

… por un instante confié en que despertaría en la caravana de Próspero en el circo y que el viaje al pasado sólo habría sido un mal sueño. Pero, evidentemente, no se dio el caso.

Noté un vaivén y oí un trote de caballos. Abrí los ojos: volvía a estar en el carruaje, llevaba una camisa abullonada marrón y unas calzas verdes. Noté algo dentro, metí la mano en el bolsillo y encontré un medallón. Sin embargo, no era el que contenía el retrato de la condesa rubia que se asemejaba tanto a Olivia; dentro había un retrato de dos criaturas de la misma edad, unos siete u ocho años. La niña llevaba un casto vestido blanco, era guapa y estaba radiante. El niño vestía calzas, camisa abullonada y gorguera, y parecía triste, sensible y muy frágil.

—Hamnet y Judith, mis gemelos.

—O sea que tienes hijos —constaté.

Poco a poco me iba acostumbrando a que Shakespeare hablara conmigo desde la nada en mi cabeza.

—¿Dudabas de mi potencia?

—Tu potencia no me interesa —repliqué.

—Pues a todas las mujeres les interesa.

—Yo no soy «todas».

—Sí, ya me lo parecía.

No lo dijo despectivamente, sino más bien con amabilidad. ¿Empezaba a apreciarme? ¿Igual que él a mí me resultaba cada vez más simpático? Volví a hablarle de sus hijos:

—Es que como vives en un cuarto pequeño y eso no es lugar para una familia…

—Mis hijos siguen en mi pueblo natal, en Stratford-upon-Avon.

—Entonces, ¿por qué tú estás en Londres y no en Stratford?

—En mi pueblo, por desgracia, hay una demanda ínfima de dramaturgos. Allí sólo podría haberme ganado la vida trabajando de zapatero. Igual que mi padre. Y si hay algo que no me gustaría es acabar siendo como mi padre.

Lo comprendía perfectamente, yo tampoco quería ser como mi madre. Llena de curiosidad, continué preguntando:

—¿Y ves a tus hijos a menudo?

—Poquísimo.

Se esforzó en reprimir el tono de pena en su voz, pero no lo consiguió.

—Los quieres mucho, ¿verdad? —pregunté compadecida.

—¡Sólo un bárbaro no querría a sus hijos!

—¿Estás divorciado?

—¿Divorciado? ¿Qué quieres decir?

Ah, claro: el divorcio todavía no se había inventado. Ni los contratos matrimoniales, las pensiones alimenticias y los litigios por la patria potestad. Corregí la pregunta:

—Me refería a tu mujer. ¿Por qué no quiso venir contigo a Londres?

—Eres muy curiosa, Rosa.

—Perdona… —contesté.

Tenía razón, aquello no me incumbía. Yo no era una amiga, sólo era un espíritu que se había apoderado por casualidad de su cuerpo.

Me supo mal haber puesto a Rosa tan bruscamente en su sitio. Parecía interesarse sinceramente por mi suerte y, además de mi fiel amigo Kempe, era la única criatura en este mundo de Dios que quería ser partícipe de mi ventura. ¿Debía hablarle a Rosa de Anne?

Shakespeare se quedó callado y yo noté automáticamente que quería hablar de sus sentimientos, pero no se atrevía. ¡Típico de hombres!

—A veces va bien hablar de tus sentimientos… —le planteé.

Hablar de tus sentimientos, pensé, qué idea más rara.

—Ya sé que a los hombres os cuesta mucho. Pero hablar de tus sentimientos es como vomitar.

—¿Vomitar?

—Al principio es desagradable, pero luego se siente alivio.

—Tienes un interesante olfato para las metáforas —apunté divertido.

—Gracias —dije esbozando una sonrisa.

Durante un breve instante medité si no debería atreverme. Al fin y al cabo, hacía años que no hablaba con nadie de mis penas. Excepto aquella noche en que le confié todo lo que abrumaba mi corazón a la prostituta Sophie, a sabiendas de que la prostituta roncaba durmiendo la borrachera. Pero, aunque casi creyera a Rosa en que abrir mi corazón podría aliviarme, continuaba siendo incapaz de reunir el valor suficiente para confiarle a alguien la historia de mi ventura.

—¿Y bien? ¿Quieres hablar? —pregunté cautelosa.

—Estoy agotado. Tengo que descansar…

A partir de entonces, Shakespeare no dijo una palabra más. Seguramente, no habíamos llegado tan lejos como para hablar de sentimientos. Probablemente, tampoco era necesario, ni oportuno… Bien pensado, incluso era absurdo: ¿por qué iba a hablar el gran Shakespeare de sus sentimientos precisamente con alguien como yo?

Acaso porque teníamos una y la misma alma.

Al pensarlo, sentí una pequeña esperanza: Shakespeare y yo no lo habíamos tenido fácil en el amor. Tal vez cabía la posibilidad de que algún día nos ayudáramos mutuamente. Quizás podríamos descubrir juntos qué es el verdadero amor.