Rosa y yo continuamos fabulando con la historia del pastor, el cura y el tronquito; constatamos entre otras cosas que el término «amor pastoril» poseía cierta connotación zoofílica y nos lo pasamos en grande. Nuestras risas se fueron convirtiendo en amplias sonrisas a medida que Rosa se adormecía, y al final se durmió contenta. Me pregunté qué aspecto tendría Rosa, qué impresión causaría ver a aquella mujer tumbada en el diván. ¿Era encantadora? ¿Incluso fascinante? ¿Tan fascinante como ocurrente?
Ahuyenté de mí esos pensamientos, no podía volver a perder un tiempo precioso. Recuperé el control de mi cuerpo, me quité la ropa sucia, me apresuré a lavarme, encontré ropa limpia en los arcones del teatro y me puse en camino para ir a ver al alquimista Dee. Caminé de noche por Southwark, cuyas calles estaban desiertas. A esas horas, en las calles y en los prostíbulos sólo quedaba la chusma de la chusma: rateros, ladrones y recaudadores de impuestos. Pasé a toda prisa por delante del burdel de Henslowe, que estaba cerrando sus puertas. Los clientes se tambaleaban por las calles, algunos ya se rascaban sus partes. Pensé si no debería hacer una paradita en el burdel —a la gente del teatro nos hacían descuento y también nos servían después de cerrar—, pero entonces salió Kempe tambaleándose borracho con unos cuantos matones de Henslowe. ¿Qué hacía con aquellos canallas despreciables? ¿Por qué le daban las gracias por haberlos invitado? Y, sobre todo, ¿por qué me hacía señales con la mano para que me esfumara?
Algo malo, deduje, tenía que haberle causado Rosa a Phoebe. O bien había desvirgado al pequeño mal bicho o justamente no lo había hecho. Y si uno pensaba en el pudor que Rosa había sentido ante la idea de lavarme, seguro que el problema más bien radicaba en una no desfloración. Pero de ese dilema relativamente insignificante ya me ocuparía en otro momento. Primero tenía que expulsar a Rosa de mi cuerpo.
Me alejé a toda prisa del burdel, caminando por las callejuelas vacías en dirección al Támesis. Allí alquilé un pequeño bote y remé río abajo, por las aguas iluminadas por antorchas, hasta un edificio de piedra en ruinas que había sido construido por los normandos durante su dominio. Allí residía el alquimista Dee. Llamé a la puerta de hierro forjado y al cabo de unos segundos me abrió un chino de baja estatura, con bigote, un gorro negro y una indumentaria verde.
—¿Qué quiele? —me preguntó.
—Quiero ver a John Dee. Soy William Shakespeare.
El asiático se puso de muy buen humor al oír mi nombre.
—¿Shakespeale?… Me encanta Tlabajos de amol peldidos.
¡Era un admirador de mi arte! Lo sabía: mis obras podían entusiasmar a las gentes de todo el mundo.
—¿Qué es exactamente lo que le gusta de la obra? —pregunté cuando entramos en el gran vestíbulo de piedra. Siempre era un placer escuchar cumplidos sobre mi trabajo.
—Los pelsonajes no palan de hacel el tonto.
Sí, ése era uno de los grandes secretos de las buenas historias: el público quería ver que la gente más hermosa y más rica también lo tenía difícil. Por eso escribía sobre los miedos de los señores, sobre amoríos de condes y sobre los amores incestuosos de los reyes.
El chino amante del teatro me condujo a una sala en la que había muchísimos planisferios celestes, con ayuda de los cuales Dee elaboraba horóscopos para aristócratas y, por lo que se rumoreaba, también para la reina. Además, las paredes estaban llenas de tapices asiáticos. Seguro que todo aquello, incluido el pequeño chino, eran recuerdos de los viajes legendarios de Dee a la remota Asia. El alquimista estaba ante un escritorio de piedra, inclinado sobre un pergamino chino en el que había un planisferio celeste dibujado. Probablemente elaboraba sus predicciones astrológicas con la ayuda de sus conocimientos de métodos orientales. Dee era un anciano, tenía las cejas pobladas y parecía un hombre al que no le interesaba nada más que la ciencia.
—¿Por qué osas estorbarme, Hop-Sing? —le preguntó con voz suave al chino, sin levantar la vista del planisferio.
—William Shakespeale quiele velos.
—¿Qué quieres, bardo? —preguntó, pero siguió sin levantar la vista del pergamino.
—Estoy poseído por un espíritu y necesito vuestra ayuda.
—No me interesa —fue la respuesta, y el alquimista hizo un gesto con la mano para indicarme que me fuera.
—Yo… os lo ruego… —supliqué desesperado—. El espíritu es una mujer…
—Me trae sin cuidado.
—… procede de una tierra lejana con un extraño nombre…
—También me trae sin cuidado.
—Esa tierra se llama Wuppertal…
Fue acabar de decirlo y el alquimista dejó el planisferio, me miró con los ojos abiertos como platos y me preguntó asombrado:
—¿Wuppertal?