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En situaciones extremas la gente reacciona de manera extrema, naturalmente. Y si salíamos de aquella, Essex tenía mi permiso para besarme. Por mí, como si quería lamerme la cara como un chucho. Pero ¡aquél no era el momento adecuado! Por eso grité:

—¡Tenemos que salir de aquí, Rosa!

Aunque Shakespeare tenía razón, no me gustó que destruyera aquel momento mágico con sus palabras.

—Tenemos que levantarnos —le dije a Essex, que asintió moviendo la cabeza.

Sacamos fuerzas de flaqueza y salimos corriendo del piso vacío hacia la escalera, que también estaba ardiendo. Había humo negro por todas partes, apenas se veía nada. Bajamos las escaleras a trompicones y cada vez costaba más respirar. El humo era cada vez más espeso, te obstruía los pulmones. Por asombroso que pareciera, Essex era el que peor lo llevaba.

El cuerpo de un actor que se desgañita todos los días en el escenario está en mejor forma que el de cualquier soldado.

Sujeté a Essex, que poco a poco fue perdiendo el conocimiento. A mí apenas me sostenían las piernas y me sacudían unos fuertes ataques de tos. Pero no podía dejar tirado a Essex. Además, amaba demasiado a aquel hombre… o a Jan… o a su alma… Así pues, lo bajé entre estertores por la escalera. A través de la espesa humareda distinguí el contorno de la puerta. Bajé el último peldaño, sólo faltaban unos metros para llegar a la libertad. Sin embargo, el humo era cada vez más espeso e insufrible, yo tosía mucho y me daba la impresión de que escupía grumos de alquitrán. Sentí un mareo, mi conciencia menguaba segundo a segundo. Con mis últimas fuerzas alcancé la puerta. Palpé a través del humo negro buscando el picaporte. Mi mano resbaló por la madera de la puerta en busca de un tirador. La madera estaba muy caliente, noté en los dedos un hollín denso y pegajoso… ¡y por fin di con el picaporte! Iba a tirar de él con mis últimas fuerzas… y comprobé que ya no me quedaban últimas fuerzas. Me desplomé, con Essex inconsciente en mis brazos, justo ante la puerta, a pocos centímetros de la salvación. Los dos moriríamos asfixiados. O quemados. Lo que ocurriera antes. Y mi último pensamiento fue: una muerte al estilo de las grandes tragedias de amor.

Si no se tenía en cuenta el mal olor de la manta.

Si aquellos dos paletos no hubieran pasado tanto rato mirándose enamorados a los ojos, nos habríamos salvado y no moriríamos vilmente delante de la puerta. Pero tuve suerte en esa desgracia inconmensurable: al desmayarse Rosa, de repente volví a notar mi cuerpo. Asombradísimo, intenté mover los dedos… ¡y lo conseguí! ¡Podía controlar de nuevo mis extremidades! ¡Qué alegría tan increíble! A pesar del calor sofocante y de hallarme en peligro de muerte, me sentí inmensamente feliz de no estar aprisionado en mi cerebro. Sin embargo, ironías del destino, llevado por la euforia perdí unos segundos valiosísimos moviendo los dedos contento arriba y abajo, como un niño pequeño que aprende a contar. Cuando quise levantarme a duras penas, el humo me privó de mis sentidos y me desplomé. A pocos centímetros de la puerta de mi casa. Ahí, fue mi último pensamiento, acabaría mi vida, en los brazos de un soldado. Eso no era un final para una gran tragedia, ni tampoco para una gran comedia. Hacía falta un nuevo vocablo para mi estúpido modo de actuar: ¡aquello era una cretinedia!