Me contó que trabajábamos en un soneto: un poema de cuatro estrofas y catorce versos, o sea que aún nos faltaban seis para completarlo. Mientras escuchaba atentamente las explicaciones de Shakespeare, oí que fuera se acercaban unos pasos.
—Vaya, hombre, seguro que vienen por lo de Phoebe —me lamenté.
—¿Phoebe? —pregunté con espanto—. ¿Por qué iban a venir por lo de Phoebe? ¿Y por qué hablas en plural? Dios mío, Rosa, ¿qué has hecho?
—Ya te lo contaré luego —contesté para acallar a Shakespeare, porque ya estaban llamando a la puerta.
Los golpes sonaron demasiado educados para ser de los encapuchados o de los esbirros del padre de Phoebe, a los que aún no conocía, aunque tenía muy claro cómo serían sus modales.
—¿Quién es? —pregunté con voz temblorosa.
—Soy yo. Permitidme entrar —contestó una voz profunda y hermosa.
Era la voz de Jan.
Corrí hacia la puerta, la abrí con el corazón latiéndome a mil y allí estaba el conde de Essex. Su parecido con Jan volvió a dejarme sin habla. Llevaba una camisa abullonada negra y unas calzas del mismo color muy elegantes y, sobre todo, muy anchas. Por fin un hombre que no daba la impresión de que en cualquier momento se pondría a bailar el Lago de los cisnes.
—¿Cuándo iréis a ver a María? —preguntó Essex con un ligero balbuceo.
Había vuelto a beber. Cuando Jan me pilló con el profesor de gimnasia, también se emborrachó como un mercenario en el Congo o un estudiante en Lloret de Mar. Por lo visto, no era emocionalmente tan estable como yo pensaba.
—Walsingham quiere que vaya a ver a la condesa mañana —le expliqué.
—¿Conseguiréis conquistarla para mí? —preguntó Essex, inseguro.
La inseguridad le sentaba muy bien a aquel hombre con redaños. Lo contemplé fascinada.
—¿Por qué me miráis así? —preguntó desconcertado.
—¿Co… cómo os miro? —repliqué, sintiéndome descubierta.
—Con ojos de afeminado —fue la respuesta clara y directa.
Tragué saliva.
—¿De verdad lo estás mirando con ojos de afeminado? —exclamé asustado. Yo no podía ver la expresión de Rosa.
No le di respuesta a Shakespeare porque Essex la habría oído.
—Y cuando alguien me viene con afeminamientos, me convierto en un jabalí rabioso…
—No creo que se refiera a un jabalí rabiosamente afeminado.
El semblante de Essex corroboraba la suposición de Shakespeare. Y yo busqué una excusa:
—Mis… mis ojos dan esa impresión porque hay poca luz.
Mientras hablaba, encendí unas cuantas velas más.
—Entonces, ¿podéis conquistar a María para mí? —insistió Essex mientras abría una botella de vino que estaba junto a la cama de Shakespeare.
No se tomó la molestia de buscar una copa y bebió directamente de la botella. Por muy noble que fuera, tenía los modales de un famosillo de las revistas del corazón.
¿Qué podía hacer? Por un lado, la reina ordenaría mi muerte si no ayudaba a Essex y, por otro, los espías españoles me matarían si lo ayudaba. Un dilema genial. De repente tuve una idea: si Essex conquistaba por su cuenta a la condesa, la reina estaría contenta y los espías españoles no podrían cargarme el mochuelo, ya que yo no habría participado en ello. Encendí la última vela y me volví hacia Essex.
—Tal vez sería mejor que la condesa os escuchara directamente a vos.
—¿Escuchar? —preguntó el noble.
—¿Qué tal con un soneto? —propuse.
—¡Pues escribidme uno, bardo! —me exhortó—. ¿O tendré que encargárselo a Marlowe, vuestro rival?
—Él sólo proporcionaría material de escaso valor —aclaré quisquilloso.
No tenía la más remota idea de quién era el hombre del que los dos hablaban. Y me importaba un bledo. Así pues, contesté:
—Debéis escribirlo vos.
—Ya sabéis que mis poemas son como vuestros pies. —Essex arrugó la nariz.
—¿Apestan? —conjeturé, y él movió la cabeza afirmativamente.
—Eh, vosotros dos, ¿estáis insultando a mis pies?
De nuevo no contesté al bardo, y me calcé a toda prisa sus zapatos, que estaban junto a la cama.
—Tenéis que escribirme el poema, pies malolientes.
—El olor es por culpa de los zapatos —intenté explicarme sin que nadie me hiciera caso.
—Tal vez podríais cortejar a la condesa de otro modo —le propuse al conde—. ¿Cómo soléis actuar con una mujer?
—La aúpo, le doy un beso apasionado y luego la llevo con brío a mis aposentos.
—Ah…, ya —repliqué.
Siempre había sospechado que Jan tenía garra, que bajo su aspecto refinado dormitaba algo salvaje, pero ahora tenía la prueba y no conseguía decidir qué debía pensar al respecto.
—¿Se lo habéis hecho también a la condesa? —pregunté cautelosa.
—Lo intenté, pero después de haberla aupado, se interpuso una nadería…
—¿Qué nadería?
—Me dio una patada en mis partes…
—Semejantes reacciones de una dama me resultan harto conocidas.
—Pero vuestras partes no eran la nadería, ¿verdad? —pregunté atónita.
—No creo —comenté divertido.
—No —contestó Essex, un poco cabreado—, me refería a la patada de la condesa.
Carraspeé sin saber dónde meterme y procuré volver a encarrilar el tema.
—No tenéis que escribir un poema perfecto. Bien mirado, no tiene por qué ser un poema, lo que importa es que vuestras palabras salgan de vuestro corazón, ¿no es cierto?
Essex no entendía a qué me estaba refiriendo.
—Intentadlo. Imaginad que yo soy la condesa —propuse.
Cuando hacíamos cursillos de formación para profesores, los encargados del coaching siempre nos obligaban a participar en juegos de roles y, sorprendentemente, a veces funcionaban. A lo mejor podía echarle una mano a Essex con eso.
—¿Vos… vos sois la condesa? —preguntó desconcertado.
—Sí, como en una representación teatral.
El conde asintió, eso lo entendía. Al parecer, en aquel siglo a todo el mundo le gustaba el teatro. Era un auténtico espectáculo de masas.
—Decid lo que sentís por mí —lo animé.
—¿Por vos? —preguntó desconcertado.
—Os lo explicaré otra vez. —Realmente, era un poco duro de mollera—. En estos momentos, no soy un hombre, ahora soy la condesa que tanto adoráis.
El conde no estaba muy seguro.
—No sé…
—Intentadlo. Dejad volar la imaginación.
—Los soldados no tienen imaginación, Rosa.
Essex vacilaba.
—Pero… yo no domino las palabras.
—Seguro que podéis confesar vuestro amor a la condesa sin necesidad de poemas —afirmé para animar a Essex.
El conde se puso entonces muy nervioso.
—¿Qué podéis perder? —pregunté.
Lo meditó, tomó un buen trago de vino, dejó la botella a un lado, hizo de tripas corazón y se plantó delante de mí:
—Condesa… —balbuceó, hecho un manojo de nervios.
—¿Sí? —pregunté; realmente me divertía aquel juego.
Me miró a los ojos y, desde lo más hondo de su corazón, dijo:
—Condesa, sois la criatura más bella, maravillosa y fantástica que jamás haya visto.
Hacía años que no oía ningún cumplido de Jan. Por eso sus palabras me tocaron de lleno. Era tan hermoso oírlas de boca de un hombre con un cuerpo idéntico al de Jan y que incluso albergaba su alma.
—Yo… yo… —Dejó de hablar, sobrepasado por sus propios sentimientos. Gracias al alcohol, se había metido por completo en situación.
—¿Qué ibais a decirme? —inquirí, y me acerqué a él.
Sólo nos separaban unos pocos centímetros. Saltaban chispas. Como ocurre en una primera cita. Mejor dicho: como al final de una primera cita fantástica. Como aquel día con Jan a orillas del mar. Justo antes de nuestro primer beso.
—Ejem, Rosa… ¿de qué va todo esto exactamente? —pregunté espantado.
Yo ya no escuchaba a Shakespeare, sólo al conde.
—Yo… yo… os amo —susurró Essex, lleno de sentimiento y mirándome con anhelo.
¡Cuánto tiempo había añorado oír aquellas palabras! Y aunque se vertieran en la más estrafalaria de todas las situaciones imaginables, fue maravilloso.
—Yo… también a ti —repliqué, sobrepasada por mis propios sentimientos, y olvidé tratar de vos al conde.
Oh, Dios mío, lo último que me faltaba, Rosa estaba enamorada del conde.
Nuestros rostros estaban a sólo unos milímetros de distancia y el conde, totalmente inmerso en el juego de roles, sonrió feliz.
—¿Es eso cierto?
—Sí —contesté de todo corazón.
—¡¡¡No!!!
—¿Tú también me amas? —preguntó el conde, sonriendo radiante de felicidad; él también había renunciado al «vos».
—¡Ni lo sueñes!
Mirar a los ojos a Essex… a los ojos a Jan, me hechizó. Fuera de mí, acerqué mis labios a los suyos. Él no se apartó. También estaba fuera de sí. Por el alcohol. Por sus sentimientos hacia la condesa.
—Es hermoso oír que me amas… —susurró Essex.
—Gracias, igualmente —repliqué en voz baja.
Y luego lo besé.
—Oh…, ¡Dios… mío!
Los labios del conde eran un poco más ásperos que los de Jan, pero sabían igual. Durante un milisegundo me sentí en el séptimo cielo.
Aquello era el infierno y por eso grité:
—¡Ahhhhhhhhhhh!
El grito de Shakespeare me espantó, y yo también grité a pleno pulmón:
—¡Ahhhhhhhhhhh!
Y luego Essex bramó:
—¡Ahhhhhhhhhhh!
Sin embargo, no lo hizo porque yo hubiera gritado «¡Ahhhhhhhhh!», sino más bien por el beso.
—¿¡¿¡¿¡Me has besado!?!?!? —exclamó el conde, horrorizado—. ¿Qué juego infame te traes conmigo?
—Bueno… —Busqué las palabras adecuadas, pero no encontré ninguna.
—¡Cállate! —Se apartó tambaleándose y cada vez más descontrolado—. ¡Debería matarte, miserable!
Continuó retrocediendo, dispuesto a desenvainar la espada, pero tropezó con la mesa. Al hacerlo, tiró una vela encendida, que cayó sobre los papeles y los prendió de inmediato.
—¡Hamlet, la comedia! —grité despavorido.
—¡Nuestro poema! —grité yo.
—¡También!
Me abalancé sobre la mesa, aparté la vela de un manotazo y tiré al suelo los papeles que ardían. No había que sentir lástima por Hamlet, de todos modos Shakespeare tendría que transformar la historia del danés indeciso en una tragedia. La buena suerte en la desgracia fue que, con esa acción, conseguí salvar el poema que habíamos empezado. La mala suerte en la desgracia fue que la madera seca del suelo se incendió rápidamente. En un abrir y cerrar de ojos me encontré en medio de un círculo de fuego.