—Tus versos no son espantosos del todo.
Me llevé un susto tremendo al oír esas palabras. Estaba tan absorta en el poema.
—¿Sha… Shakespeare?
Volvía a estar despierto, muerto de cansancio, pero verdaderamente encantado con lo que el espíritu llamado Rosa había hecho con mis versos:
—Cambiar el poema para que la persona sea mucho más hermosa que el día de verano ha sido muy buena idea.
Era la primera vez que alguien elogiaba lo que yo había trasladado al papel. Fue una sensación increíble, que me llenó de orgullo como ninguna otra cosa en toda mi vida. Y no lo había hecho cualquiera. No era mi madre, que en alguna ocasión, cuando yo era adolescente, había elogiado cómo tocaba la batería mientras los vecinos organizaban un pequeño linchamiento. No, ¡era el mismísimo Shakespeare quien me tributaba el reconocimiento!
Me entusiasmó que Rosa hubiera conseguido avanzar en el soneto que me ocupaba desde hacía tanto tiempo. Su logro liberó algo en mí.
—Podría continuar devaluando el verano —sugerí, y declamé:
o bien abrasa el sol desde la altura
o un velo nubla su óculo dorado…
—Ahora tenemos que encontrar algo que rime con «altura», Rosa.
Ya no me llamaba «espíritu», sino Rosa. Eso también me colmó de alegría y empecé a buscar con él una rima:
—Partitura…
—… violeta oscura…
—… corsé basura…
—… miembro de envergadura…
—Eso último no me interesa —comenté mirando hacia mi entrepierna, y sugerí—: ¿Por azar de la natura?
—¡Muy bien! —celebré—. Pero no acaba de funcionar la métrica. Es mejor así:
o bien abrasa el sol desde la altura
o un velo nubla su óculo dorado;
ya por azar o anhelo de natura
lo bello va perdiendo su legado.
Rosa escribió los versos con ágil pluma. Examiné la estrofa. Era realmente buena. Fue algo sorprendente, delirante, reconfortante. Embelesado, comenté:
—Nunca había escrito tan bien.
—¡No me digáis!
—Con lo que hemos intimado hasta ahora, ya podríamos tutearnos, ¿no? —le propuse a Rosa en un arrebato de euforia.
—De acuerdo —repliqué, y me sentí halagada. Bueno, él me había tuteado todo el tiempo, y ahora yo podía hacer lo mismo—: Me llamo Rosa, ya lo sabes.
—Encantado. Yo, William.
—Sí, ya lo sé —dije sonriendo satisfecha. Los estudiosos del arte dramático palidecerían de envidia ante ese tuteo con Shakespeare.
—¿Tú también eras poeta cuando vivías, Rosa? —inquirí.
Me pregunté si debía explicarle que yo procedía del futuro. Pero había visto suficientes películas al estilo de Regreso al futuro para saber que, si lo hacía, se embarullarían algunas cosas. Si le hablaba de la vida en nuestro milenio, el curso de los acontecimientos podría variar. Tal vez entonces Shakespeare escribiría un libro como el de Nostradamus, en el que advertiría de muchas catástrofes a las generaciones venideras: guerras, accidentes de avión, Dieter Bohlen y su música…
Quizás no sería tan malo, pero sólo a primera vista. Porque, y eso también se sabía por las películas, siempre que alguien intentaba influir positivamente en el futuro, la cosa se torcía y luego iba a parar a un presente completamente distinto. Un presente en el que tal vez Erich Honecker gobernaría en toda Alemania. O Joseph Goebbels.
O incluso el televisivo Florian Silbereisen. Por lo tanto, decidí ser parca en información y me limité a contestar:
—Soy maestra.
—El oficio más infame del mundo.
Vaya, ni siquiera allí eran bien vistos los maestros. Sólo me faltaba oír que teníamos demasiados días de vacaciones. Un poco alterada, me defendí:
—Bueno, seguro que hay algún que otro oficio más infame.
—Mi rival Marlowe estuvo encerrado un tiempo en la Torre. Cuando salió, me explicó con bravuconería que los verdugos no eran tan terribles como su antiguo profesor de latín.
¿Qué podía contestar? ¿Tenía que defender una profesión que no me gustaba? En vez de eso, volví a echarle una ojeada al poema.
—Es realmente hermoso…
—Podemos estar satisfechos, aunque no esté acabado.
—Por lo visto, formamos un buen equipo —constaté.
Un equipo. La idea era sorprendente pero muy acertada, al menos en lo referente a la escritura. Así pues, dije:
—¿Quién lo hubiera imaginado?
—Sí —afirmé, igual de perpleja que Shakespeare—, ¿quién lo hubiera imaginado?
Seguro que mi profesor de alemán no.