Me dolía la herida del cuello y me hacían daño los brazos. Me levanté y me acerqué a un pequeño espejo colgado en la pared. Estaba sucio y torcido. Por lo visto, Shakespeare no era precisamente un fanático del orden, lo cual lo hacía un poquito más simpático.
En el espejo comprobé que el corte del cuello se estaba cerrando. Me quité la camisa y examiné los hematomas de los brazos. El torso de Shakespeare estaba bien formado, quizás era un poco delgaducho, pero atractivo. En cualquier caso, más atractivo que mi poco atractivo cuerpo de mujer en el tercer milenio. Si hubiera visto el torso de Shakespeare en una playa, me lo habría quedado mirando. Pero, puesto que en aquel momento yo me encontraba dentro de ese cuerpo, volví a ponerme la camisa a toda prisa. Caminé arriba y abajo con nerviosismo por la pequeña habitación. Estaba demasiado inquieta para echarme en la cama, por no hablar de dormir. Después de lo ocurrido, ya no podía pegar ojo. En casa me habría tumbado en el sofá, me habría mordido las uñas y habría pasado horas haciendo zapping, buscando la enésima reposición de series como Mujeres desesperadas, The O. C. o incluso Sensación de vivir, sólo para constatar que todos los canales estaban atarugados de programas de cocina o de mujeres medio desnudas que, con problemas de dicción, pedían que alguien las llamara. Pero, puesto que en la Inglaterra de Shakespeare había cierta carencia de televisión por cable, desgraciadamente no podía distraerme con eso. Así pues, continué caminando por la austera habitación, arriba y abajo sobre las tablas de madera que crujían. En verdad, Shakespeare no disfrutaba de un estatus elevado. O bien no ganaba dinero con sus obras, lo cual costaba imaginar con tantos espectadores, o bien se gastaba el dinero en otras cosas: ¿prostitutas?, ¿alcohol?, ¿tabaco? Mi Holgi —y Kempe también— seguramente habría dicho que hay inversiones bastante peores.
Mi mirada se posó en un cuadro colgado en la pared que estaba tapado con un paño rojo. Me acerqué, quité el trapo y vi a una mujer dulce de mirada cariñosa. Quizás no era de una belleza deslumbrante, pero tenía una sonrisa confortadora. Comparada con aquella mujer, la trillada Mona Lisa era una sonrisitas amateur. Eché un vistazo al dorso del retrato y allí, en letras pequeñas, ponía: Mrs. Shakespeare.
O sea que Shakespeare estaba casado. Pero ¿por qué no había ningún indicio de que allí viviera una mujer? A lo mejor estaba divorciado. Pero ¿existía el divorcio en aquella época? Seguramente no. Era de suponer que los matrimonios sólo podían separarse usando una guadaña y borrando todo rastro acto seguido.
Lo más probable era que Mrs. Shakespeare viviera en otro sitio porque hacía mucho que no soportaba al rey de la desfloración.
Volví a tapar el retrato de Mrs. Shakespeare y eché un vistazo a los papeles que Shakespeare había escrito con una larga pluma negra y tinta del mismo color. Hamlet, una comedia estaba encima. Aparté el Hamlet cómico y debajo encontré el comienzo de un poema:
Tú eres comparable a un día de verano
que tanto me gustara
Hum, eso todavía no era un poema, por mucho que los versos fueran del poeta más célebre de la historia del mundo. Saltaba a la vista que al joven Shakespeare todavía le faltaba algo para convertirse en un gran autor.
Me senté en el pequeño taburete de madera que había junto a la mesa y empuñé la pluma. Me iba como anillo al dedo. Noté una agradable sensación al sujetarla. La mojé en el pequeño tintero manchado y empecé a escribir sobre el papel apergaminado:
¿A un día de verano te comparo?
El tiempo de verano es muy avaro…
Me salió con mucha facilidad, no tuve ni que pensarlo. Y, sorprendentemente, no sonaba tan mal. Y eso que hacía mucho que no había escrito nada; de hecho, desde que mi profesor del instituto me comentó que a nadie le gustaría una historia donde una chica se enamora de un ser sobrenatural.
Haría bien el profesor en preguntarle a Stephenie Meyer.
Los profesores son unos idiotas.
Yo tenía que saberlo, después de todo también daba clases.
Componer aquellos versos me deparó una alegría enorme. Así pues, seguí pensando qué más podía decirse en contra del día de verano para que pareciera malo frente a la belleza de la persona de la que se hablaba en el poema. Con todo, no había que empañar demasiado el día de verano si se pretendía que la comparación continuara teniendo fuerza y ensalzara en su gracia a la persona amada. Recordé una escena de amor que había escrito para mi musical mucho tiempo atrás, en la que el hombre lobo y su gran amor estaban de picnic en un campo cubierto de flores mientras se acercaba una tormenta:
y agita los capullos en el viento
Eso tampoco sonaba mal. Con el viento conseguía deslucir las hermosas flores ligeramente, sin despojarlas de su belleza. Por lo visto, seguía teniendo la misma sensibilidad para imágenes cursis que cuando era una quinceañera. Pero ¿qué rimaba con «viento»?
¡Oh, qué hermoso portento!
O quizás:
¡Escúchame bien, esperpento!
O tal vez:
La playa huele a pescado que es un lamento.
Tuve que concentrarme un poco, seguro que había algo más que peces muertos a orillas del mar: ¿«argento»?, ¿«ungüento»?, ¿«pimiento»? Todo bastante flojo. ¿Qué tal si probaba con «sentimiento»?
¿A un día de verano te comparo?
Tú tienes más dulzura y sentimiento.
El tiempo de verano es muy avaro
y agita los capullos en el viento.
Contemplé los versos y me inundó una sensación maravillosa. Por fin había vuelto a escribir algo después de tantos años. Y no estaba nada mal. Un poema con rima y métrica. Lo había logrado. ¡Había logrado algo!
Era fantástico lograr algo. Aunque sólo se tratara de unos versos. O quizás era fantástico precisamente porque se trataba de unos versos.
¿Debía aprender que mi verdadero amor era la escritura?