26

Los hombres con capucha me agarraron y me arrancaron de la cama. Hicieron el trabajo con suma dureza y me pregunté si no habría sido mejor dejar que Phoebe se entretuviera en las calzas. Yo misma contesté a la pregunta con un categórico: «¡No!».

—Puedo explicarlo todo… —empecé a decir, si bien no sabía exactamente cómo explicarlo.

Phoebe había ido a contarle a su padre que yo la había desvirgado. Si me limitaba a decir que era mentira, seguramente no me creerían.

—No queremos explicaciones… —musitó el primer encapuchado.

—Yo… Yo… lo admito… He estado con ella…, pero soy impotente —solté presa del pánico. A lo mejor se creían que no me había acostado con Phoebe porque no podía y que, por lo tanto, ella continuaba siendo virgen. Así pues, proseguí—: No se me levanta.

Jamás habría pensado que algún día pronunciaría esa frase.

—Pues ya va bien con lo que planeábamos hacerte —dijo el segundo encapuchado amenazando a saco—. ¡Te vamos a cortar los huevos!

Hacía muy poco que era un hombre, pero aquello me sonó bastante desagradable. Me pregunté de nuevo si no habría sido mejor acceder a los deseos de Phoebe. Y de repente ya no estuve tan segura de seguir contestando a la pregunta con un «no».

—Y después te rebanaremos el cuello —se guaseó el tercer encapuchado.

Era el más alto de los tres, tenía una voz profunda y vibrante y parecía ser el jefe. Para dar más fuerza a sus palabras, sacó un puñal de plata.

¡Ah, tendría que haberme acostado con Phoebe!

El cabecilla me puso el puñal en la nuez y presionó con la hoja. Noté que la piel se desgarraba y un pequeño reguero de sangre caliente fluía por mi cuello. Estaba a punto de gritar de miedo.

—La boca cerrada —musitó el cabecilla.

Sentí un miedo increíble, como nunca antes en toda mi vida, ¿o debería decir en mis dos vidas? Estaba a punto de hacérmelo encima.

—Harás lo que te digamos —exigió el cabecilla intimidándome.

No le contesté.

—¿Por qué no contestas? —preguntó.

Me habría encantado responderle: ¡Porque tú, tonto del haba, has dicho que tuviera la boca cerrada! Pero, como la sangre ya me chorreaba lentamente desde el cuello hasta el esternón, decidí que era mejor contestar suavemente:

—Entendido.

—Bien.

El hombre bajó el puñal.

Yo respiré hondo.

—Ahora mismo iré a ver a Phoebe.

—¿Phoebe? ¿Qué Phoebe? —preguntó desconcertado el jefe.

—La mujer a la que tenía que desflorar —contesté.

Otra frase que jamás pensé que llegaría a pronunciar algún día.

—No tengo la más remota idea de qué me estás hablando —comentó el cabecilla, que parecía confundido.

—Pero si vosotros queríais matarme porque no me acosté con ella —comenté, no menos perpleja ante su perplejidad.

—Válgame Dios, poeta, por lo visto tienes problemas a mansalva —dijo riendo el hombre con voz profunda y vibrante.

Y los otros dos encapuchados también se rieron.

—Ya lo sé —contesté, aún más confusa: ¿Aquella gente no tenía nada que ver con Phoebe? ¿Entonces? ¿Qué querían de mí o, mejor dicho, de Shakespeare?

El hombre dejó de reír en seco y explicó:

—Nuestro jefe quiere que Essex siga siendo infeliz. Tú te ocuparás de ello. De lo contrario, ¡volveremos! Y no seremos tan clementes contigo.

Luego, los tres hombres salieron del pequeño cuarto de Shakespeare. Así pues, no los había enviado el padre de Phoebe, ellos tenían en su agenda algo más siniestro: si su misterioso señor no quería que Essex levantara cabeza, entonces actuaban contra los intereses de la reina. ¿Qué había dicho la soberana? Que si Inglaterra ganaba la guerra a Irlanda, los españoles recibirían un duro golpe. Y para ganarla, Essex tenía que dirigir las tropas. Si no lo hacía, Inglaterra perdería contra Irlanda. Y España aprovecharía ese momento de debilidad para aplastar su reino. Por lo tanto, deduje que los encapuchados y su jefe eran espías españoles que pretendían impedir que Essex superara sus penas con mi ayuda y partiera hacia Irlanda.

¡No hacía ni veinticuatro horas que estaba en el pasado y ya me había implicado en una intriga de Estado!

Eso me infundió más miedo que el puñal en el cuello, pues una cosa estaba clara: tenía que descubrir a toda prisa qué era el verdadero amor. Porque allí, antes o después, alguien me mataría. Probablemente antes.